Gente en las sombras. Jaime Collyer Canales

Gente en las sombras - Jaime Collyer Canales


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se enervó en forma instintiva con ese apareamiento habitual de términos, empleado ahora en las esferas institucionales durante esos años de transición. Un apareamiento en que parecía faltar siempre una preposición.

      –Un dolor-país –repitió–. ¿Y quieren ustedes que escriba acerca de ello?

      –Es la idea, que haga usted la crónica del Campo D. Un libro de unas cien, ciento veinte páginas, que llevará imágenes. Será una memoria fotográfica, que distribuiremos luego por los canales oficiales.

      –¿Y por qué yo?

      –Bueno, tiene usted experiencia en estas cosas, ¿no?, libros institucionales, memorias de empresas… Y es además historiador.

      –Licenciado en historia –precisó Larrondo, en lo que era más una forma de cautela que de humildad.

      –Pero, es además escritor, ¿no? Tiene... ¿cómo diría yo?… una relación íntima con las palabras. Queremos que ponga usted su talento al servicio de este proyecto, Álvaro. Al servicio de la parte escrita.

      –¿Y la parte gráfica?

      –Esa estará a cargo de la arquitecta asociada a nuestra repartición, Svetlana Braun, que va a remodelar además el lugar –en este punto bajó de manera refleja la voz–: Es un caso delicado.

      –¿Por qué?

      –Su madre fue detenida en los días posteriores al golpe –pareció reflexionar unos segundos y añadió cambiando de enfoque–: Pero, quién sabe, puede que sea mejor así, con el debido respeto a su madre y a la propia Svetlana. Eso sugiere el espíritu de reconciliación que anima todo el proyecto, esto de que participe la hija de una de las víctimas es la prueba de que es posible superar el pasado, ¡curar esta herida-país! Hay que crear conciencia de lo ocurrido, enseñar a las generaciones futuras lo que fue, ¡y a lo que puede llegar!, un gobierno de facto, pero se les debe inculcar a la vez la tolerancia, tiene que ser con delicadeza… Es tiempo de posponer las pasiones, amigo Larrondo, ahora toca gestionar el país en esta transición ejemplar para el mundo entero. Por eso hemos pensado en usted. Usted entiende, con seguridad, nuestras intenciones.

      Larrondo permaneció mudo.

      –Hay que hacer esa crónica del dolor y referir los hechos fundamentales –prosiguió Beregovic–, pero no por eso herir algunas susceptibilidades, menos ahora que varios de los uniformados responsables de esos hechos están en los tribunales. ¡No hay que hacer leña del árbol caído, decimos nosotros, ahora toca ser magnánimos! Pero es, más que nada, un tema político.

      Larrondo asintió dubitativo, creyendo adivinar al fin a qué apuntaba su pregunta inicial, esa de si sería posible contarlo todo con sobriedad. Comenzó a intuir, a su vez, la razón por la que lo habrían escogido a él: un nombre ligado a la izquierda, comprometido en su época universitaria en la oposición a la dictadura, pero que ya no planteaba mayores amenazas al orden vigente, ni volvería a plantearlas. Hasta era posible que nunca las hubiera planteado de verdad.

      –Hay además enclaves autoritarios supervivientes hasta hoy, amigo Larrondo, en todos los frentes –abundó Beregovic–. Gente que maneja mucho poder y que no va a ceder fácilmente en sus pretensiones involucionistas. Y no hablo solo de quienes torturaron gente o del antiguo encargado del Campo D.

      –¿Y ese quién era? –preguntó Larrondo.

      –El coronel Efraín Prada, quizá lo recuerde.

      –Desde luego. Lo han convocado hace poco a los tribunales, ¿no?

      –Exactamente.

      Afuera llovía ahora con resolución.

      –¡Cómo llueve! –redundó Beregovic.

      Al aluvión en curso se sumó, en un lugar visible a través de los cristales, un nubarrón que acabó aposentándose sobre el sector céntrico. Larrondo imaginó a los comerciantes recogiendo su mercadería perecible en las calles o los músicos ambulantes cargando malhumorados el amplificador para llevarlo hasta el quiosco más cercano, ese universo abnegado que sobrevivía a la intemperie y ahora corría a guarecerse, con la excepción probable de algún predicador más obcecado que otros, que insistiría en su prédica cuando sobrevenía el aguacero, quizá porque le permitía evocar con mayor realismo el Diluvio bíblico.

      –Bueno, ¿qué me dice? –lo emplazó al fin Beregovic–. ¿Le interesa?

      Larrondo meditó unos instantes, aunque no lo precisaba. Le parecía, todo el planteamiento, más un deber ineludible que un encargo, y los honorarios –que Beregovic le detalló ahora– no estaban nada mal, sería como tener un sueldo fijo hasta fin de año, que era el plazo fijado para la entrega del texto, en torno a la Navidad, faltaban aún seis meses para eso.

      –Por qué no –concluyó con deliberada ambigüedad.

      –¡Fenomenal, lo hacemos entonces! –dijo Beregovic y enseguida le aclaró un punto indispensable–: Lo que sí, tendrá que disculparme, pero no he leído nada suyo.

      –No hay drama –se apresuró a tranquilizarlo Larrondo–. Tampoco he publicado tanto.

      –Es que en esta labor queda poco tiempo para leer, usted me entiende.

      Larrondo movió la cabeza en señal de que lo comprendía, no faltaba más: alguien tenía que gestionar los destinos del país. Después le preguntó si estaría bien que fuera al día siguiente a conocer el centro de detención.

      –A la hora que guste –dijo Beregovic–. Svetlana ya estará ahí. Ella llegó hace unos días, podrán familiarizarse juntos con el lugar.

      En este punto pareció dar por concluida la reunión y se levantó del escritorio para acompañarlo a la puerta, donde le estrechó la mano con vigor.

      –Seguimos en contacto, entonces. En el dossier está todo lo que necesita saber por ahora y mi secretaria lo llamará mañana por lo del contrato.

      De pronto se había vuelto abrupto y cerró la puerta de golpe a espaldas de Larrondo, que solo atinó ahora a buscar la ruta de vuelta a los ascensores.

       3

      Trasladado el coronel al hospital más cercano, sobreviene el parte médico de su estado. La bala ha ingresado por el flanco izquierdo del cráneo y desgarrado el lóbulo temporal, comprometiendo abundante masa encefálica en su trayectoria. Los médicos han hecho un prolongado intento de remover el proyectil, pero el paciente ha entrado previsiblemente en crisis y ha sido preciso descartar el empeño. La bala se queda donde está y habrá de permanecer allí posiblemente de por vida, la poca o mucha que le quede al paciente en estas circunstancias.

      El daño neuronal provocado ha sido desde luego masivo, pero el afectado –militar de profesión y un hombre ya mayor, de 75 años y contextura recia, en buen estado físico general– ha logrado sobrevivir. Ahora se trata de mantenerlo con vida, aunque sea adosado a la maquinaria del hospital y en estado vegetativo.

      Como era previsible, el hecho no provoca la congoja unánime de la ciudadanía, ni en los círculos de gobierno, donde nadie está por hacer de Prada un mártir y las declaraciones se suceden en tono de forzado pesar («Ninguna forma de violencia es justificable…», «Siempre es lamentable que ocurran estas cosas…»), con varios personeros públicos condenando el atentado pero aclarando a la par que era algo previsible, fruto de la misma violencia que Prada sembró en el país durante los últimos decenios, cuando estuvo a cargo de combatir –«con métodos muy poco ortodoxos», dice alguien crispado– a la oposición a la dictadura.

      Quienes solían arrojarle, en días previos, desechos y cáscaras de naranja a la salida del tribunal hacen un intento de averiguar dónde serán las exequias para reiterar allí la maniobra, ahora contra el féretro, pero al final no hay exequias ni féretro y el ceremonial se pospone indefinidamente, visto que la condición de Prada es estable y la emergencia en sí ha pasado.

      La


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