Ausencia de culpa. Mark Gimenez

Ausencia de culpa - Mark  Gimenez


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desapercibido precisamente —dijo Scott.

      —Estaba escondido a plena vista.

      —Me gustaría hacerle el submarino a ese hijo de puta —dijo Beckeman.

      El fiscal general suspiró como si fuera el padre de un niño pequeño que hubiera hablado cuando no debía delante de los adultos. Sin tan siquiera girarse para mirarlo, dijo:

      —Beckeman, ahora eres un agente del FBI de Estados Unidos, no un marine en Afganistán. Intenta recordarlo.

      —Pero no tiene antecedentes penales, ¿no? —comentó Scott.

      —No.

      —Entonces tenéis pruebas de que es simpatizante del Dáesh —dijo Scott—, pero ninguna prueba que lo conecte con la trama del estadio. ¿Cómo sabéis que quiere matar estadounidenses?

      —Son sus propias palabras. Odia Estados Unidos. Quiere que Estados Unidos se derrumbe.

      —¿Dónde nació? ¿En Irak? ¿Afganistán? ¿Siria?

      —Chicago.

      —¿Es estadounidense?

      —Tanto como la tarta de manzana. Omar Mansour, nacido el tres de mayo de mil novecientos cincuenta y uno. Los padres eran inmigrantes jordanos. El padre, médico y la madre, profesora de teología islámica, la teoría convencional. Omar era un alumno brillante, fue a la Universidad de Jordania en Amman para seguir los pasos de su madre. Vivió allí durante catorce años, se doctoró en la ley de la Sharia, pero empezó a relacionarse con los salafistas yihadistas. Pensamos que cayó bajo la influencia de Abu Musab al Zarqawi, el fundador del Estado Islámico, y Sheikh Abu Muhammad al Maqdisi, su mentor espiritual, en Jordán. Creen que cualquier gobierno que no siga la estricta ley islámica como la practica el mismo Muhammad (es decir, no las prácticas convencionales) es un régimen infiel que debería ser derrocado violentamente. Consideran que su deber sagrado es llevar a cabo la yihad para que el mundo esté gobernado bajo la ley Sharia. —El fiscal general se encogió de hombros—. No son exactamente del tipo «vive y deja vivir». En fin, volvió a casa el año noventa y cinco, abrió una tienda en Dallas y adoptó el nom de guerre Omar al Mustafá. Debe de haber visto esa película.

      —¿Qué película? —inquirió Scott.

      —El rey león —respondió Beckeman—. Todos estos yihadistas adoptan nombres de los lugares en los que han vivido, donde nacieron, de personajes históricos que admiran… yo sería Eric Abu al Callahan. —El agente se echó a reír—. Harry el Sucio. Su apellido era Callahan.

      Scott resopló. ¿Qué otra cosa podía responder?

      —Sí, supongo que Omar se enamoró de El rey león y adoptó el nombre de Mustafá.

      Todos se rieron. Scott no. Estaba confundido. Había visto la película con las niñas hacía unos pocos sábados.

      —¿Te refieres a Mufasa? Ese era el nombre del rey león. No Mustafá.

      —¿En serio?

      El fiscal general se volvió hacia el agente Beckeman.

      —¿Te equivocaste de nombre? Entonces ya no tiene gracia.

      Beckeman se encogió de hombros levemente; el fiscal sacudió la cabeza y volvió a girarse hacia Scott.

      —Osama era un elitista culto de una rica familia árabe. Los fundadores del Dáesh eran matones jordanos. Durante la guerra, fueron la franquicia de al Qaeda en Irak, pero se separaron y se volvieron tan violentos que al Qaeda renegó de ellos en 2014. Imagina. De todas formas, ser unos matones callejeros estaba bien al principio, pero ahora necesitan el respaldo de la religión para su barbarismo. Y ahí entra en juego Mustafá. Es uno de los clérigos islámicos más prominentes en la exégesis apocalíptica.

      —Que es…

      —El fin de los días. Esa es la base religiosa del Dáesh, que el apocalipsis es inminente. El mesías, al que llaman El Mahdi, volverá pronto a la tierra y purificará el mundo de los infieles.

      —Que son…

      —Nosotros.

      —Quieren una confrontación apocalíptica con Estados Unidos —dijo Beckeman—. En el desierto de Siria, en un pueblo llamado Dabiq. Creen que las profecías lo han predicho; la batalla final, como dicen ellos, matar a los kuffars.

      —Suena a locura, lo sé —dijo el fiscal—, pero la mayoría de los musulmanes en Oriente Medio creen en esa mierda del fin de los días. Quién sabe cuántos lo creerán aquí en Estados Unidos. Esa creencia atrae a la mezquita de Mustafá a muchos musulmanes jóvenes. Él es su padre espiritual.

      —Es como ese monje viejo y ciego de Kung Fu —dijo Beckeman—. Y ellos son sus saltamontes. Los radicaliza, les lava el cerebro y los envía a su muerte en Siria mientras él manda a sus propios hijos a las universidades de la Ivy League.

      —La radicalización de los jóvenes musulmanes a manos de clérigos veteranos es un gran problema —comentó el fiscal—. Aquí mismo, en Estados Unidos, las mezquitas son fábricas de yihadistas.

      —Ya viste sus caras en el juzgado —dijo Beckeman—. Te cortarían la garganta con solo mirarte. Como Haddad. Hace dos años solo era un universitario. Hoy conspira para hacer volar un estadio de fútbol. O lo hacía.

      —Tal vez solo era un universitario.

      —Era un terrorista.

      —¿Estás seguro?

      —Bastante seguro.

      —Ahora está muerto.

      El agente Beckeman se encogió de hombros.

      —Más vale prevenir que curar.

      —¿Cuál era la causa probable?

      —Era musulmán.

      —Era un ciudadano estadounidense.

      —Scott…

      —Puedes llamarme juez.

      El agente Beckeman soltó una risita.

      —Juez, tratándose de esos tipos, ser musulmán va antes que ser estadounidense.

      —Ahora es un difunto estadounidense musulmán.

      Beckeman casi se echó a reír.

      —¿Un estadounidense musulmán? Yo no digo que soy un estadounidense católico. Solo soy estadounidense, y me basta con eso.

      Se hizo un largo silencio incómodo que rompió finalmente el jefe de Beckeman.

      —¿Te sientes mejor ahora?

      —La verdad es que sí. —El agente volvió a girarse hacia Scott—. La fuente decía que iba armado hasta los dientes y que su apartamento estaba lleno de explosivos. No podíamos arriesgarnos. Cuando fue a coger su arma…

      —¿Encontrasteis un arma?

      —No. Pero yo lo vi moverse para coger un arma.

      —¿Le disparaste tú?

      Beckeman asintió.

      —Tres veces en la cabeza.

      —Eres un tipo duro, agente Beckeman.

      —Por eso dirijo el Grupo de Lucha. Mira esos vídeos del Dáesh. Esos tipos que les cortan la cabeza a los civiles con machetes también son tipos duros.

      —¿Encontrasteis material para hacer bombas en el apartamento de Haddad?

      —No. Pero encontramos planos arquitectónicos del estadio. ¿Por qué estaría estudiando los planos? Porque Mustafá quiere derribar el estadio. Si lo hace, será un grande entre los musulmanes.

      —No todos los musulmanes son así.

      —¡Anda que no! Hay tres tipos de musulmanes: yihadistas, aspirantes


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