Ausencia de culpa. Mark Gimenez
cielo azul. La atención del mundo entero estaba de nuevo centrada en Dallas, igual que el 22 de noviembre de 1963. El equipo SWAT del FBI llevaba la indumentaria de combate y armas de estilo militar; permanecía en guardia detrás de las barricadas temporales. Cientos de manifestantes y otro tanto de periodistas se encontraban en el lado seguro de las barricadas. Los primeros canturreaban: «Allahu Akbar, Allahu Akbar, Allahu Akbar…» y ondeaban carteles que decían: «asesino» —con la foto de Aabdar Haddad—, «persecución religiosa en estados unidos» y «no todos los musulmanes son terroristas». La prensa recogía entrevistas y la indignación de los protestantes para las noticias de la noche. Scott se había enfrentado antes a un juicio con la presencia de la prensa, pero nunca con el equipo SWAT. Maniobró para entrar en el garaje y se encontró con cuatro miembros del equipo SWAT. Bajó las ventanillas.
—Identificación, por favor —dijo el agente.
Scott le mostró su identificación oficial. Mientras el agente la examinaba y comparaba la foto con su cara, los demás agentes abrieron las puertas traseras y registraron el interior con perros detectores de explosivos y la parte inferior del coche con espejos, en busca de alguna bomba que estuviera enganchada a la estructura. El agente devolvió la identificación a Scott e hizo un gesto para que avanzase.
—Buena suerte, juez —dijo como si supiera algo que Scott desconociese.
El hombre más peligroso de Dallas tenía aspecto de abuelo. Lo era; tenía siete hijos y seis nietos. Estaba de pie con las manos entrelazadas delante de él. No medía más de un metro sesenta y cinco. Tenía el pelo crespo y canoso y una barba gris bien recortada, ojos y piel oscuros, y una mirada firme por encima de unas gafas de leer de montura metálica. Llevaba el mono federal de detención, un gorro negro y esposas, pero su conducta era tranquila, casi espiritual. No parecía escandalizado por el arresto; era como si ya lo esperase, como cuando se espera que pasen cosas malas en la vida.
Si el gobierno de Estados Unidos se salía con la suya, le pasarían cosas malas al hombrecillo que estaba frente al juez A. Scott Fenney.
El estrado estaba bastante alto; Scott se sentó detrás. Contempló la sala abarrotada de agentes del FBI —hombres y mujeres—, miembros de la prensa, el público y los veintidós colaboradores que estaban de pie esposados detrás del imán Omar al Mustafá. Parecían soldados detrás de su general, tenían la expresión fiera de los luchadores o de los hombres sedientos de lucha.
El juez magistrado Robert Herrin estaba sentado a la izquierda de Scott. Por lo general, el juez magistrado presidía lecturas de cargos, pero este caso no era típico. Que hubiera veintitrés codemandados en un juicio conjunto era una señal clara de que no iba a ser un caso habitual. La naturaleza del crimen —una conspiración para volar el estadio de los Cowboys durante la Super Bowl— era de todo menos típica. Este crimen no consistía en un intento de distribuir dos kilos de cocaína o de conseguir unos beneficios generosos a partir del uso de información privilegiada; era una conspiración para cometer un asesinato en masa. Por lo tanto, todos los ojos de la sala estaban fijos en el presunto cerebro de la operación, y no en el juez.
Karen y Carlos estaban sentados al lado de Scott. Louis estaba de pie a un lado con el uniforme de alguacil, preparado para sofocar cualquier estallido que se pudiera producir en la sala. En el estrado de la sala se encontraba una joven menuda —¿y asustada?— junto al imán. A unos metros había un hombre de mediana edad; él no estaba asustado.
—Comparecencias, por favor —dijo Scott.
El hombre que no estaba asustado habló.
—Mike Donahue, abogado representante del gobierno.
Donahue tenía la cara y el cuerpo de un boxeador irlandés; había luchado en la Universidad de Boston. La cara no podía ocultarla, pero el cuerpo intentaba esconderlo debajo de un traje abotonado por completo. Sin embargo, daba la sensación de que el cuerpo estaba intentando abrirse paso a puñetazos. Había sido fiscal de delitos de primer grado en el despacho de abogados del distrito de Dallas durante veinte años. Cuando un demócrata ganaba la Casa Blanca, los demócratas reemplazaban a los fiscales federales republicanos de todo el país. Mike Donahue era demócrata. Los fiscales federales eran candidatos políticos del partido en el poder, pero la mayoría eran fiscales experimentados. Los defensores públicos no eran ninguna de las dos cosas. La joven asustada habló casi en un susurro.
—Marcy Meyers, abogada de oficio asistente federal, en representación de los acusados.
Era una estudiante de segundo año en su primera aparición ante un tribunal.
—¿Todos los acusados cumplen los requisitos para que se les asigne un abogado?
—No lo sé, señoría. Fui al bufete esta mañana y me enviaron aquí para la lectura de cargos. Mi jefe me dijo simplemente que los declarase «no culpables».
—¿De veras?
—Sí, señor.
—¿Y cuándo empezó a trabajar como defensora pública?
—El lunes pasado.
—Lleva una semana.
—Sí, señor.
—¿Por qué no han enviado un defensor público más experimentado?
—Me tocaba el siguiente caso.
—Ha dicho que su jefe habló con usted.
—Por teléfono. Está fuera. Me llamó.
—¿Qué ha hecho durante su primera semana?
—He ayudado a otros acusados a preparar declaraciones financieras juradas para que nuestro bufete pudiera representarlos.
—Bueno, señorita Meyers, ¿por qué no ayuda a estos acusados con las declaraciones juradas después de la lectura de cargos?
—Sí, señor.
Scott se dirigió a los acusados:
—Caballeros, cada uno de ustedes ha sido nombrado en una formulación de cargos federal y en la orden de arresto por la que han sido detenidos. Si alguno de ustedes afirma que no es el individuo cuyo nombre aparece en la orden judicial, es decir, que el gobierno ha arrestado a la persona equivocada, por favor, que dé un paso al frente ahora para poder verificar su identidad.
Ninguno de los acusados se movió.
—Por favor, levanten la mano si hablan y entienden el inglés.
Todos los acusados levantaron las manos tan alto como se lo permitieron las esposas.
—Bien. Tengo que informarles de sus derechos constitucionales. —Se puso las gafas y leyó sus derechos—. Tienen derecho a permanecer en silencio. No se precisa que hagan ninguna declaración. Si ya han hecho una declaración, no necesitan añadir nada más. Si empiezan a declarar, pueden parar en cualquier momento. Tienen derecho a un abogado. Se les asignará un abogado para que los represente si no pueden permitirse contratar a su propio abogado. La señorita Meyers ha sido elegida para representarlos en la lectura de cargos, pero cada uno de ustedes tiene que completar una declaración financiera jurada para que se les pueda asignar un abogado. La señorita Meyers los asistirá después de la audiencia. Tengan en cuenta que están bajo juramento, por lo tanto, unas declaraciones falsas supondrían que se les acuse de perjurio. Necesito que cada uno de ustedes confirme que entiende sus derechos. El juez Herrin pasará lista. Por favor, den un paso al frente y contesten en voz alta para el informe judicial.
Bobby pronunció el nombre de cada uno de los acusados, y todos respondieron.
—Caballeros, se les ha acusado de conspirar para utilizar un arma de destrucción masiva. En concreto, que todos los codemandados tramaban detonar una bomba en el estadio de los Cowboys durante la Super Bowl. Esta ofensa conlleva la pena máxima reglamentaria de cadena perpetua, y unos cargos menores que implican sanciones menores. Se trata de delitos graves que ha denunciado el gobierno estadounidense. De ser declarados culpables, podrían pasar el resto de su vida en prisión. Señorita Meyers, ¿ha recibido una copia de la formulación de