Ausencia de culpa. Mark Gimenez

Ausencia de culpa - Mark  Gimenez


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cogió las manos y él la atrajo hacia sí. Dio un paso doble, luego la alejó y la hizo girar bajo su brazo. Le enseñó unos cuantos pasos de swing.

      —¿Así es como baila la gente vieja?

      —Así es.

      Boo puso música country en el teléfono y se unió a ellos de un salto. Scott les enseñó todos los pasos que podía recordar. Las chicas reían de felicidad. Él adoraba ese sonido.

      —¡Me encanta! A. Scott, no tenía ni idea de que sabías bailar.

      Sabía.

      A. Scott Fenney era muy conservador a la hora de bailar y cocinar a la parrilla. Tenía experiencia. El carbón de leña era sencillo, anticuado, inocente. El gas era moderno y sofisticado. El carbón era arte: medir el calor a partir del color de las cenizas. El gas era ciencia: doscientos grados según marcaba el termómetro. Cualquiera podía hacer eso. No se precisaba ninguna habilidad. El carbón se remontaba a los tiempos antiguos. A una era y un lugar más sencillos. Cuando la vida era más lenta. Menos cara. Menos complicada. A una era en que las niñas de trece años no llevaban tangas y la gente no tramaba volar estadios de fútbol.

      A menudo echaba de menos esos tiempos.

      Lo cual le hacía sentir como si fuera su padre. Echando de menos los viejos tiempos. Tal vez no los buenos tiempos a los que se remontaba la generación de su padre —los años cincuenta y sesenta no fueron tan buenos para las minorías y las mujeres— sino los buenos tiempos antes de que te cachearan y te hicieran desnudarte para volar en avión o antes de que pusieran detectores de metal a la entrada de los colegios o, desde luego, antes del 11-S.

      Esa tarde la temperatura no solo había superado los diez grados, sino los quince. Había sido un sábado glorioso. Scott estaba sentado en el patio trasero, bebiéndose su cerveza semanal, contemplando el atardecer y esperando a que las cenizas de la barbacoa se pusieran blancas. En su vida anterior tuvo un patio trasero con una parrilla integrada que parecía sacada de una revista tipo «hogares de ricos y famosos». A menudo se sentaba en el patio a beberse una cerveza y observar la piscina a medida y la extensión de césped bien cortado por unos mexicanos; allí podía recorrer treinta y seis metros desde el patio hasta la valla trasera. Pero esta piscina que veía ahora era más pequeña que la enorme bañera de la mansión de Beverly Drive; él mismo cortaba el césped, y podía escupir por encima de la valla trasera desde donde estaba sentado en ese momento. Observó el paisaje durante un rato, y pensó que quizá en primavera plantaría mirtos a lo largo de la valla trasera. Mirtos con flores amarillas.

      —Me encanta el capitán —dijo Boo.

      Scott estaba sentado en medio del sofá, y las chicas a ambos lados. Estaban comiendo hamburguesas y alubias al estilo inglés y boniatos fritos sobre unas bandejas plegables mientras veían Persuasión en el pequeño televisor. Él y Rebecca nunca habían visto películas con Boo los sábados por la noche. Los sábados por la noche Rebecca trabajaba, siempre subiendo diligentemente en la escala social. Ahora a Scott le gustaban las dos pequeñas mujeres de su vida. Había perdido una esposa y ganado una hija.

      —¿Las demás chicas de vuestra edad ven películas con sus padres los sábados por la noche?

      —No —dijo Boo—. Van a fiestas.

      —¿Vosotras queréis ir a fiestas?

      —¿Con ellas? No.

      —¿Os alegráis de estar en casa conmigo?

      —Sí.

      Pajamae asintió y dijo:

      —¿Podemos tomar batido de malta ya?

      —Podemos.

      Boo pausó la película. Llevaron los platos a la cocina. Las chicas enjuagaron los platos y los metieron en el lavaplatos mientras Scott preparaba los batidos. Mezcló en la batidora helado de vainilla, batido de chocolate, extracto de vainilla y malta. El batido de chocolate en lugar del sirope de chocolate era la clave para conseguir un buen batido de malta y chocolate. Pajamae probó el resultado con una cuchara.

      —Más helado, creo —dijo.

      Scott añadió más helado y les dio a probar de nuevo. Le dieron su aprobación. Sirvió el batido y volvieron al sofá. Boo volvió a poner la película. El amor no correspondido no tardó en ser correspondido.

      —Mira cómo corre esa chica —dijo Pajamae—. Esta vez no va a perder a su hombre.

      —«He recibido vuestra proposición» —citó Boo—. ¡Dios, qué romántico!

      Ver una película romántica y beber batidos de malta; eso también era sencillo e inocente y anticuado. Como hacer una barbacoa con carbón vegetal y bailar swing country. Así era como debía ser la vida. La película acabó; felices para siempre.

      ¿Acabaría así su vida?

      Tal vez ya había acabado así y él no lo sabía. Quizás tenía todo lo que podía esperar un hombre. Era probable que tuviese todo lo que necesitaba en la vida. Scott había arropado a las chicas, y ahora estaba tumbado en la cama, solo. Se había tomado la melatonina.

      —Dios, por favor, ayúdame a criar a mis niñas sin una madre. Ahora son mi vida. Gracias por otorgármelas.

      Capítulo 5

      Domingo, 17 de enero

      Veintiún días antes de la Super Bowl

      —Gracias, Dios, por permitir que el Grupo de Lucha Contra el Terrorismo mantuviera la Super Bowl a salvo de los yihadistas islamistas radicales. Y, por favor, ayuda a este presidente liberal a entender que admitir refugiados sirios es un grave error que pone en peligro la nación.

      Scott había salido a correr y al volver a casa le esperaban Boo, con el tensiómetro a punto, y un batido verde de col rizada, pepino, espinaca y germinado de trigo elaborado por ella misma. Luego se duchó, se afeitó y llevó a las chicas a la iglesia.

      Allí es donde estaban sentados ahora.

      Echó un vistazo a la congregación. Parecía fijar la mirada en otros padres y sus familias, y siempre sentía una punzada de celos. Nunca había sido celoso en su vida, ¿y por qué debería? La suerte siempre lo había acompañado. Había tenido todo lo que quería.

      Ahora solo quería amar y ser amado.

      A veces veía algunas madres solteras, pero rara vez veía un padre soltero. Cuando había un divorcio, los niños se los quedaba la madre. La mayoría de los padres divorciados vivían sin sus hijos. De modo que se sentía afortunado de que las suyas vivieran con él. «Tú la necesitas más de lo que me necesita ella a mí», había dicho Rebecca refiriéndose a Boo cuando lo dejó. Viviría con sus hijas, pero nunca con otra mujer; se había resignado a ese duro hecho. ¿Qué mujer quería criar a los hijos de otra mujer, o en su caso, a las hijas de dos mujeres y, para colmo, una niña negra?

      No existía una mujer así.

      Pocos jueces federales eran padres solteros; la mayoría eran abuelos. Sus parientes lejanos les facilitaban el santuario que el juzgado no podía ofrecerles. La vida como magistrado federal implica una existencia legal solitaria. Otros abogados ofrecían fidelidad, pero no amistad. Los otros padres de la escuela no podían ser amigos de un juez federal, de un padre que podía darles entre cinco y diez años de tiempo muerto. Algo similar a ser colega de un inspector de Hacienda, como había dicho Dan. Dejan de invitarte a jugar al golf; es un deporte de cuatro horas durante las cuales un hombre puede bajar la guardia, hablar abiertamente con sus colegas, incluso tal vez fanfarronear sobre la última gran exención tributaria que le ha ahorrado decenas de miles de dólares en impuestos. Está claro que no es algo que les gustaría que oyera un juez federal. Jugar al golf con un juez del Tribunal Estatal es diferente: no tiene jurisdicción sobre las exenciones tributarias y necesita el dinero del abogado para su próxima campaña. Lo cual quiere decir que un juez


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