Ausencia de culpa. Mark Gimenez
4
Sábado, 16 de enero
Veintidós días antes de la Super Bowl
Scott se despertó a la mañana siguiente a las seis y media de la mañana. Había dormido como un bebé: es decir, se había despertado cada dos horas. No dormía bien cuando estaba solo.
Y seguía solo.
Se incorporó. Nunca se quedaba tumbado en la cama si estaba despierto. ¿Para qué? Sus pensamientos siempre volvían a los días que pasaba con Rebecca, cuando el sexo matutino era tan bueno. Cuando quería sexo matutino con él. Cuando lo quería a él. Echaba de menos despertarse con una mujer que lo quería. Y a quien él quería.
Quería a sus hijas, pero echaba de menos estar enamorado.
Se frotó la cara y, a trompicones, salvó los cinco pasos que lo separaban del baño. Se dedicó a fondo a su rutina de aseo y luego miró más allá de las puertas francesas que conducían al patio, para comprobar la temperatura en el termómetro instalado en el muro exterior. Cero grados y sol; esa tarde llegarían a los diez grados. En Dallas podías freír huevos en la acera en verano, pero también podías jugar al golf por Año Nuevo. Esa era la compensación en Texas. Se puso una camiseta interior térmica negra de la marca Under Armour, pantalones de chándal de nylon negros de Nike, un gorro negro de punto, guantes para correr de Adidas y zapatillas para correr rojas de Brooks Cascadia. Parecía un piloto de NASCAR en su día libre.
Avanzó por el pasillo, echó un vistazo a la habitación de las chicas —solo vio un bulto grande debajo del edredón— y luego cerró la puerta trasera de la casa después de salir. No le preocupaba dejarlas solas durante una hora; no había crímenes en Highland Park. Inhaló el aire frío de la mañana y se sintió vigorizado. El momento del día que destinaba exclusivamente para él era precisamente cuando salía a correr por la mañana; el momento de pensar en su vida, del pasado y el presente, y planear su futuro, hoy y mañana. Rara vez miraba más allá de su próxima lista de casos.
Scott siempre iba a correr al oeste de Lovers Lane hasta adentrarse en el corazón de Highland Park; nunca iba hacia el este, en dirección a Dallas. Corría ocho kilómetros cada mañana. El mismo tiempo, la misma ruta, el mismo resultado. El invierno en Dallas no era como el invierno de Nueva York, pero aun así todo era estéril y apagado como el cemento. No había tráfico los sábados a primera hora de la mañana, así que ocupó su mente con pensamientos que no tenían nada que ver con su seguridad personal y…
«¡Mierda!», pensó.
Un coche había girado en la esquina a toda velocidad y estuvo a punto de atropellarlo. ¡Y el conductor le pitó! Por puro instinto, Scott levantó la mano derecha enguantada con la intención de hacerle un corte de mangas a aquel tipo, pero se lo pensó mejor. Con la suerte que tenía, alguien haría una foto, con el teléfono móvil, del juez federal A. Scott Fenney haciéndole un corte de mangas a un conductor de Highland Park. Saldría en el periódico del domingo. Así que contuvo las ganas y siguió corriendo.
Pero aquella experiencia cercana a la muerte, le hizo reflexionar sobre su propia mortalidad otra vez. Tenía dos hijas que dependían de él. Si moría, ¿quién se haría cargo de ellas? Bobby y Karen eran los tutores que había nombrado en su testamento, pero ahora tenían su propio hijo. ¿Cómo podrían mantener a tres? Scott tenía un seguro de vida de 500 000 dólares que se ingresaría en un fondo para que lo disfrutaran las chicas. La casa se vendería por más dinero de lo que costaba la hipoteca, pero no mucho más; era una casa de mil cuatrocientos metros cuadrados que en Highland Park se consideraba una suite real, no un hogar. Habría beneficios por fallecimiento gracias al Sistema Anual de Supervivientes Judiciales que pagaría a las chicas hasta que cumplieran los dieciocho. Pero no tenía acciones, bonos ni bienes inmuebles. Nada de inversiones. Nada de activos. Nada de ahorros. La herencia de A. Scott Fenney consistía únicamente en un seguro de vida y beneficios federales por fallecimiento.
Ese pensamiento lo deprimió muchísimo .
Tenía cuarenta años, era la época en la que más dinero podía ganar, pero solo ganaba una fracción de su potencial. Las decisiones que tomaba en su carrera afectaba la vida y futuro de sus hijas. En muchas partes del mundo, la clase de los padres determinaba el futuro de los hijos; en Estados Unidos, era el dinero el que lo hacía. El dinero determinaba la salud, la educación, las oportunidades, la carrera, el estatus socioeconómico y la longevidad. La gente rica vivía más que la gente pobre. Era democrático, pero no resultaba muy reconfortante para alguien cuyos padres no tenían dinero. Con él, sus hijas compartían cama y habitación y aspiraban a compartir habitación en una universidad pública; sin él, compartirían un seguro de vida y una habitación en una universidad de la Ivy League. Su futuro pintaban mejor con su dinero que con él. Tenían trece años; a Scott le quedaban cinco años para demostrar que estaban mejor si él vivía. En la siguiente intersección, miró a ambos lados por si venían vehículos.
Una hora más tarde, Scott entró por la puerta trasera de su casa. Lo recibió el olor glorioso del beicon cocinándose y Consuelo de la Rosa-García en la cocina. Esteban, su marido, la traía todas las mañanas de camino al trabajo; él trabajaba seis días a la semana, así que ella trabajaba los mismos días. Lo cierto es que tanto ella como su hija eran parte de la familia Fenney también. Consuelo tenía treinta y dos años, y María casi tres. Estaba sentada en una silla alta y Boo, en la mesa, tenía los ojos somnolientos y un tensiómetro. Un estetoscopio colgaba de su cuello. Le ofreció una botella de agua amarilla a Scott.
—¿Qué es esto? —preguntó. Boo se encogió de hombros inocentemente.
—Agua.
—¿Qué lleva el agua?
—Emergen-C.
—¿Qué es eso?
—Un agua mineral con sabor que contiene veinticuatro nutrientes y siete vitaminas B además de antioxidantes y electrolitos.
—Suenas como un anuncio.
—Venga, pruébalo. —Le dirigió una sonrisa falsa—. Sabe a mandarina.
Scott cogió la botella, la olisqueó y la probó.
—No está mal.
—¿Lo ves? ¿Te llevaría yo por mal camino?
Scott se bebió el Emergen-C y luego se sentó. Empezó a darle de comer a María con la mano derecha mientras extendía el brazo izquierdo hacia Boo. Ella le colocó el tensiómetro en la parte superior del brazo y lo infló. Colocó el estetoscopio sobre la parte inferior del codo y dejó escapar la presión.
—Diez, siete. No está mal.
Le quitó el tensiómetro y anotó los resultados en la libreta. Le había regalado el kit de tensión arterial el día que cumplió cuarenta años. Él esperaba una corbata. «A tu edad», le dijo, «tienes que tomarte la tensión cada día». Él no lo hacía, así que se encargaba ella. Los niños aprendían cualquier cosa en internet.
—Boo, no me moriré y te dejaré sola.
—Bien. Porque si lo hicieras tendría que matarte.
Ella vigilaba la salud de Scott como un hipocondríaco controlaba su provisión de pastillas. Le había recetado estatina, pero su médico no se lo había mandado. Todavía conservaba el peso de sus tiempos de jugador, ochenta y tres kilos, perfecto para su metro ochenta y siete. A sus cuarenta años, todavía estaba en forma. No fumaba, no bebía y no se drogaba. Comía bien. Hacía ejercicio. Hacía todo lo que podía hacerse para mantenerse saludable. Salvo tener sexo. Un tratamiento que Boo no dejaba de recomendarle.
—A. Scott, necesitas hacer algo para liberar el estrés. ¿Por qué no llamas a la señorita Dawson y sales esta noche? Tenemos trece años. Puedes dejarnos solas en casa. En Highland Park no pasan cosas malas.
Elevó las cejas y lo miró con picardía. Las chicas sabían demasiado de sexo. Él sabía cada día menos.
—Vuelve a la cama.
Se