Ausencia de culpa. Mark Gimenez

Ausencia de culpa - Mark  Gimenez


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en informes escritos y declaraciones orales. Ya se han archivado los informes; te los envío por correo electrónico. Las declaraciones se han programado para el miércoles.

      —Qué rápido.

      —Ambas partes quieren acelerar el proceso. El perdedor va a apelar a la Corte Suprema, así que quieren que se tome rápido una decisión y que el caso juegue un papel en las elecciones de otoño.

      En noviembre se celebrarían elecciones presidenciales. El presidente democrático actual quería volver a salir elegido. Su orden ejecutiva se convertiría en una campaña candente con el voto de los hispanos en juego. Por esta razón, la mayoría de los comentaristas pensaban que el orden ejecutivo tenía motivos políticos. Claro que, ¿qué no tenía motivos políticos en Estados Unidos esos días?

      —La constitucionalidad del orden ejecutivo será irrelevante —dijo Bobby.

      —Salvo para el juez presidente.

      A las nueve, Pajamae entró dando brincos en la cocina, perfectamente arreglada como de costumbre. Llevaba un chándal azul de nailon, calcetines y zapatillas también de color azul, y el pelo limpio y cepillado. Se había puesto un toque de perfume. Boo venía detrás de ella, dando trompicones, con una sudadera de Willie Nelson, unos vaqueros anchos, calcetines blancos y unas zapatillas retro. Daba la impresión de que había perdido el cepillo del pelo. Tampoco se había puesto perfume. Scott se tocó la mejilla con el dedo índice y las dos obedecieron y le dieron un beso. Era una tontería, sí, pero le gustaba que las niñas besaran a su padre por la mañana, aunque tuvieran trece años. Apagó el televisor con el mando. Normalmente veían Today Show mientras desayunaban, pero el tema del día era «El Dáesh en Dallas» en todos los canales que no eran por cable, y ellos no tenían cable. Estaba decidido a dejar que disfrutaran de su inocencia todo el tiempo que les fuera posible, que siguieran siendo las niñas que le dan un beso a su padre para darle los buenos días.

      —A. Scott, ¿qué es exactamente el sexo oral?

      Se atragantó con el café. Consuelo dio un chillido ante los fogones y se tapó la cara con el delantal. Boo y Pajamae lo miraron con expresión de inocencia absoluta.

      —¿Es como hablar de sexo?

      —Esto, eh… ¿por qué lo preguntas?

      —Algunas chicas de la escuela hablaban de eso. Decían que no era sexo realmente, así que pensé que lo de oral era porque es solo hablar y no hacer nada.

      —No, sí que se hace.

      —Explica.

      —¿Tengo que hacerlo?

      —¿Es una de esas preguntas asquerosas?

      —Lo es. Sobre todo, en el desayuno.

      —¿Se lo preguntamos a Karen?

      —Sí.

      Las chicas deberían hacer ese tipo de preguntas a su madre, pero no tenían madre, así que su padre había hecho lo único que se le ocurrió: pasarle las preguntas a Karen, tal y como le pasaba los casos de derecho familiar a otros abogados cuando estaba en Ford Stevens. Les había dicho a las chicas que podían hablar con él de cualquier cosa y preguntarle lo que quisieran, que él siempre les diría la verdad y nunca se enfadaría; pero había algunos temas que no se sentía preparado para manejar, entre ellos el divorcio y el sexo oral.

      —Vale.

      Scott suspiró. Se sentía aliviado y decepcionado consigo mismo. No podía huir siempre de esas preguntas. Era padre soltero, lo que significaba que también era su madre. Karen era como una tía intentando hacer de madre. Con ella habían aprendido sobre la pubertad, la menstruación y cómo comprar un sujetador; de él habían aprendido la definición de una falta en ataque, los pasos que hay que dar para cambiar un neumático, y cómo juzgar un caso en el tribunal federal. Cuando tenían diez años, él se sentía como un padre; ahora que tenían trece, se sentía como un fracaso. Dan Ford tenía razón: un hombre no puede criar mujeres.

      —Vamos —dijo Boo.

      —¿A preguntarle a Karen por el sexo oral?

      —No —respondió Pajamae—. A comprar comida.

      De acuerdo con su rutina sabatina, la familia Fenney compraría comida esa mañana; luego harían hamburguesas y verían una película por la noche. Habría zarzaparrillas frías, batidos de malta caseros o cucuruchos de helado —las noches de pelis de los sábados incluían algún tipo de helado en la casa de los Fenney—, pero no habría citas esa noche para ninguno de ellos. Ellas eran demasiado jóvenes para salir con nadie, y él era demasiado juez. Lo más cerca que estarían del romance sería uno de los clásicos británicos que tanto gustaba a las chicas: Jane Eyre. Emma. Sentido y sensibilidad. Persuasión.

      —Señor juez, María está resfriada, así que nos quedaremos en casa, ¿sí? —dijo Consuelo—. Pero he hecho una lista.

      Confió su lista de la compra a las chicas como si fuera una escritura del patrimonio familiar. Boo frunció el ceño.

      —Está en español.

      —Sí.

      —Vemos mucho la televisión en español, podemos entenderla —dijo Pajamae—. Vamos.

      A Pajamae le encantaba comprar los sábados. No había Whole Foods en el sur de Dallas, donde vivía con su madre, en los barrios bajos. De hecho, no había tiendas de comestibles. Llevaba casi cuatro años viviendo en Highland Park, y todavía le hacía ilusión ir a comprar comida.

      —Vámonos —dijo Scott.

      Salieron por la parte de atrás y se subieron al Expedition. Scott había cambiado el Jetta después de recibir la confirmación del Senado. Necesitaban más espacio para los viajes que hacían en coche, sus únicas vacaciones. Le gustaba la sensación de conducir una furgoneta; claro que no tenía la aceleración de cero a sesenta ni el volante de un Ferrari, pero podían vivir en ella si lo necesitaban. Las chicas se sentaron atrás.

      —Poneos el cinturón.

      Scott salió de Highland Park por el norte y condujo hasta Dallas. El Whole Foods más cercano estaba en Preston Road y Forest Lane. Por lo tanto, cada sábado, la gente de Highland Park salía de la Burbuja —como se conocía localmente a Highland Park— y se internaba en Dallas. Highland Park era un pequeño pueblo de ocho mil personas; Dallas era una gran ciudad de un millón. Había una atmósfera diferente en Dallas, como en todas las ciudades grandes de Texas. Cada una tenía su atmósfera particular: ir en coche hasta San Antonio y despertaba las ganas de comer comida mexicana y cantar La Bamba; Austin, barbacoas y bailar música country como de película del oeste; ir a Houston, implicará querer salir de inmediato; y en Dallas, se agudizaban las ganas de hacer rápidamente un montón de dinero. Lo cual era un prerrequisito a la hora de comprar en Whole Foods.

      —¡Dios, mira sus tatuajes! —dijo Boo.

      Las chicas entraron corriendo en la tienda, pero Boo derrapó para pararse en seco nada más entrar y quedarse allí plantada con la boca abierta. Le llamó la atención una empleada de Whole Foods de la sección de productos agrícolas, que estaba atareada justo delante de ellas. Tendría unos veinte años y, a juzgar por los brazos y el cuello, tenía el cuerpo entero tatuado. Tenía una cara agradable y un aro en la nariz. Boo la contempló asombrada.

      —Es preciosa.

      Lo único que se interponía entre Barbara Boo Fenney y un cuerpo tatuado era su miedo mortal a las agujas. Scott rezaba para que nunca superase ese miedo. Había aprendido que, para un padre soltero, el miedo era la segunda figura paterna.

      —¡Mirad! —exclamó Pajamae—. ¡Muestras gratuitas!

      Pajamae nunca dejaba escapar una muestra gratuita en Whole Foods. Queso, panecillos, galletas, fruta, pescado; lo probaba todo. Disfrutaba de ese sencillo placer. Le dio una cesta a Scott y cogió otra para ellas. Después rompió la lista de Consuelo por la mitad y le alargó a Scott la parte inferior.


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