Ausencia de culpa. Mark Gimenez

Ausencia de culpa - Mark  Gimenez


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unos cálculos rápidos.

      —Boo, esto suma más de cien dólares.

      —La buena salud no tiene precio.

      —No con un salario de juez.

      —¿Es juez? —preguntó la cajera. También tenía los brazos tatuados y piercings en el cuerpo—. A lo mejor puede ayudarme. Me arrestaron por posesión de marihuana.

      —Soy juez federal. Solo te veré si eres capo de la droga.

      —Qué lata.

      —A veces. —Se giró hacia su hija—. Devuelve la mitad de estas cosas.

      Miró a su hermana alzando las manos.

      —Es como pedirle peras al olmo.

      Pajamae se encogió de hombros. Boo dejó cuatro frascos en la cinta y se marchó con otros tres refunfuñando en voz baja.

      Scott empujó el carro lleno de bolsas de la compra (reutilizadas a partir de productos reciclados) hacia la salida. La puerta automática se abrió de golpe, y aparecieron un viento frío y una cara familiar. La de Sid Greenberg.

      —¡Scott! ¿Cómo estás?

      —Sid.

      Se estrecharon la mano. Sid le presentó a su mujer y luego le dijo a ella que se reunirían en la tienda. Ella entró justo cuando salían las chicas. Ellas reconocían a un abogado en cuanto lo veían.

      —Bobby me ha contado lo que dijiste.

      Todos querían hablar de la trama de la Super Bowl; pero Sid quería hablar de su caso pendiente. Scott le había enseñado al chico a concentrarse.

      —Sid, no podemos tener una reunión ex parte en Whole Foods. Pero lo dije en serio.

      —Tú lo hiciste.

      —Fue un error.

      —No puedes sancionarme.

      —Puedo y lo haré. Puedes apelar a mi orden, pero yo puedo dictarla.

      —Scott…

      —Si insistes en hablar de trabajo, llámame juez.

      —Juez, si no hago este tipo de cosas, no representaré a mi cliente fervorosamente, tal y como requieren nuestras normas éticas.

      Tenía razón. Un poco. Las normas éticas parecían requerir unas maniobras legales así.

      —La corte federal espera de sus abogados que se adhieran a un estándar de conducta ética más elevado.

      —Me enseñaste todo lo que sé.

      —Y tú te quedaste con mi despacho, mi secretaria y mi coche. —Scott hizo un gesto hacia el aparcamiento—. ¿Está ahí el Ferrari?

      Sid asintió.

      —Disfrútalo.

      —Lo hago.

      Scott salió y se encontró el Ferrari aparcado junto al Expedition. Todos los recuerdos lo invadieron, como cuando alguien se reencuentra con un antiguo amor que lo dejó por un hombre más joven.

      —¿Cuánto habrá costado el trayecto? —preguntó Pajamae.

      Eran casi las cinco. Se habían pasado el resto del día en casa. Esteban había recogido a Consuelo y a María a la una. Pajamae había estado viendo el baloncesto en la tele, Boo había leído Los juegos del hambre y Scott había leído el informe del estado en el caso de inmigración. Pertenecía al tribunal federal.

      —Es el coche más largo que he visto nunca —dijo Boo.

      Las chicas estaban de pie frente a la ventana. Scott se acercó para mirar. Al otro lado de la calle había una limusina blanca. Una chica salió de la casa con un vestido corto de fiesta y tacones.

      —Esa es Brittany —dijo Pajamae.

      —Su padre es rico —añadió Boo.

      —¿De veras?

      Boo asintió.

      —Es un abogado famoso. Tiene su propia valla publicitaria en la autopista.

      —¡Guau!

      —Va a estudiar fuera el año que viene.

      —¿Ah, sí? ¿Dónde?

      —En Nueva York.

      —¡Cómo mola!

      Las chicas contemplaron la escena durante un momento. Se abrió la puerta del conductor y salió un hombre vestido con un traje de cuero negro.

      —¿Ese es Carlos? —preguntó Boo.

      El conductor las miró, sonrió y las saludó con la mano. Era Carlos.

      —Debe ser pluriempleado —comentó Scott.

      —¿Pluviempleado? ¿Qué tiene que ver la lluvia con conducir una limusina? —preguntó Pajamae—. Y Carlos odia los funerales.

      —¿Los funerales?

      Pajamae señaló con el dedo.

      —Es una limusina blanca, debe de ser un funeral.

      —¿Por qué?

      —En los funerales de negros del sur de Dallas siempre hay limusinas blancas.

      A Boo pareció impresionarle la noticia.

      —No es un funeral. Es el baile de promoción del instituto Hockaday. Brittany estudia ahí. Tiene dieciséis años.

      La madre de Brittany, desde el otro lado de la calle, hizo algunas fotos a las tres jóvenes parejas que estaban junto a la limusina. Los chicos vestían trajes oscuros, y las chicas lucían faldas cortas y tacones de aguja.

      —El vestido apenas le tapa el culo. Las faldas de mamá eran más largas. Cuando se siente en la limusina, los chicos van a verle la ropa interior.

      —Si es que lleva —comentó Boo.

      —¿Sin ropa interior? ¿Ni siquiera tanga?

      —¿Tanga? —intervino Scott.

      —Todas las chicas llevan tanga —explicó Boo—. Salvo nosotras.

      Sexo oral y tangas, como si ambas cosas fueran de la mano. Quizá era así. Un hombre no puede criar mujeres. Scott desvió la mirada. No quería pensar en chicas de dieciséis años que usaran tanga o no llevaran nada debajo del vestido corto. A sus hijas solo les quedaban tres años para cumplir los dieciséis. ¿Cómo se educa a unas niñas de trece años en la era de Cincuenta sombras de Grey? ¿Cómo les dices que sean mujeres fuertes e independientes cuando el mundo les está diciendo que sean objetos sexuales?

      —Seguro que habrá sexo oral en esa limusina —dijo Pajamae—. Hablarán, hablarán y hablarán.

      —Con esos tacones va tambaleándose —dijo Boo—. ¿Cómo va a bailar?

      Pajamae agarró a su hermana de la cintura.

      —Vamos a bailar.

      Las chicas se apartaron de la ventana y empezaron a dar saltos. Scott las observó.

      —¿Qué estáis haciendo? —preguntó.

      —Estamos bailando.

      —Eso no es bailar.

      —Sí que lo es.

      —No, no lo es. Esto es bailar.

      Extendió las manos hacia Pajamae. Ella las miró como si fueran una cosa extraña.

      —¿Qué?

      —Coge mis manos.

      —¿Por qué?

      —Para que podamos bailar.

      —¿Se baila cogidos de las manos?


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