Ausencia de culpa. Mark Gimenez
Bobby y Karen criaban al pequeño Scotty; Louis estudiaba a William Shakespeare; Carlos tenía el gimnasio y un carnet de conducir de clase C.
Scott tenía a sus hijas.
Al menos, durante los próximos cinco años. Luego lo abandonarían, se irían a la universidad y empezarían sus propias vidas. ¿Dónde estaría él entonces? Estaría solo. No tendría a nadie. Sería un solterón de cuarenta y cinco años. Boo le cogió la mano derecha y Pajamae la izquierda. Las dos apretaron fuerte, como si hubieran oído sus pensamientos.
«Gracias, Dios, por otorgármelas», pensó.
Escogería a sus hijas por encima de cualquier mujer. Ya había hecho esa elección. Ellas eran su vida, él daría su vida por sus hijas. Sentado en la iglesia, aquella mañana de domingo, no podía saber que pronto la vida le daría esa oportunidad.
—¿Qué tiene de cuero?
—Balones de fútbol.
Carlos miró al dependiente con el ceño fruncido. Scott sonrió y buscó a las chicas con la mirada. La primera parada obligatoria al entrar en el estadio de los Cowboys —después de que lo cachearan en la puerta— era la tienda especializada de mil seiscientos metros cuadrados. Encontró a Boo y a Pajamae probándose camisetas.
—Me quedo con Dez —dijo Pajamae.
Llevaba una camiseta del número ochenta y ocho que ponía «Bryant» en la parte de atrás. Boo llevaba el número once con el nombre de «Beasley».
—¿Quién es Beasley? —preguntó Pajamae.
—No lo sé —respondió Boo.
—¿Entonces por qué quieres su camiseta?
—Si tú no sabes quién es, entonces nadie lo conoce.
—¿Y?
—Pues que nadie compra su camiseta. Es un poco deprimente para él. Si compro una yo, se sentirá mejor.
Pajamae pestañeó con fuerza.
—¿Hablas en serio?
—Creo que sí.
Scott les había dado un presupuesto cerrado a las chicas: cien dólares cada una. Estimó que sería la única oportunidad que tendrían de visitar la tienda durante al menos un año. Las camisetas costaban cien dólares.
—Sí, señor, en la línea de mediocampo —dijo Carlos—. Los Cowboys contra los Gigantes por el título de la división.
Él y Louis chocaron sus manos. Un asiento en la línea de mediocampo, la sección más cercana al campo, costaba trescientos cuarenta dólares. Pero Ford Stevens había tenido que pagar 300 000 dólares por la licencia que daba acceso a los ocho asientos, un pago anticipado por el derecho de comprar entradas para esos asientos. Scott quería llevar a las chicas a un partido, pero las únicas entradas disponibles las vendían los corredores de bolsa a 1 500 dólares cada una como mínimo. Ese precio le hizo cambiar de opinión, pero por lo visto no disuadió a muchos otros fans de los Cowboys. Los asientos que los rodeaban se llenaron rápidamente de fans que llevaban gorras y camisetas de los Cowboys y cervezas de 8 dólares. Scott se sentó entre Carlos y Louis, que estaban a su izquierda.
—Hombretón, ¿qué hiciste ayer?
—Leer a Shakespeare. ¿Qué hiciste tú?
—Beber Coronas y levantar hierros en el gimnasio.
—Querrás decir que levantaste hierros y luego bebiste Coronas.
—No, tío. Bebo cerveza antes de entrenar. Se llama carga de carbohidratos.
Louis refunfuñó.
—¿Por qué entrenas tanto?
—Quiero unos músculos más grandes.
—Ya tienes músculos grandes.
—Gracias, hombretón. Pero las señoritas siempre los quieren más grandes.
Bobby estaba sentado a su derecha; le señaló la enorme pantalla cuádruple.
—Los técnicos se sientan en una cabina en medio de esa cosa durante el partido, a nueve pisos de altura. Sería una larga caída.
Las chicas estaban sentadas a ambos lados de Karen para ayudarla con el bebé. El pequeño Scotty miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos, como el gran Scott. Las animadoras bailaban en el campo una música estruendosa; los cañones disparaban papelillos con los colores del equipo local; las luces de colores brillaban por doquier; la enorme pantalla reproducía vídeos de partidos anteriores, anuncios brillantes de cerveza y coches; los fans gritaban y daban voces; era una sobrecarga sensorial. Cuando estudiaba en la universidad, Scott había jugado varias veces en el estadio de Texas, el antiguo estadio de los Cowboys. Tenía un diseño funcional, un marco de acero con asientos y un campo de juego, sin florituras; era fútbol puro y duro. Pero este estadio parecía concebido para un espectáculo más que para el fútbol, más Barnum & Bailey que Vince Lombardi, más mercadotecnia y cerveza que la emoción de la victoria y la agonía de la derrota. Jerry Jones, el dueño de los Dallas Cowboys, había hecho del fútbol un entretenimiento; al estadio se le conocía coloquialmente como «Jerrylandia».
—Necesito una Corona —dijo Carlos.
—Te acompaño —dijo Louis.
Se levantaron. Louis llevaba un pantalón de vestir y una camisa de manga larga; parecía un luchador profesional fuera de servicio. Carlos llevaba botas negras de cuero y pantalones, una camiseta negra estrecha que le marcaba su cuerpo musculoso y revelaba sus tatuajes, y el pelo negro peinado hacia atrás. Remataba el look con una pulsera ancha de plata en cada muñeca. Parecía un torero mexicano.
—Vamos al puesto de comida —dijo Carlos—. ¿Queréis algo? Invita Louis.
—Cerveza —dijo Bobby.
—Zarzaparrilla —dijo Scott.
—Café con leche —dijo Karen.
—Margarita —dijo Boo.
—Muy graciosa —respondió Carlos.
—Queremos conocimientos —dijo Boo. Pajamae asintió. Carlos se rio.
—¿En un partido de fútbol?
Boo puso los ojos en blanco y se volvió hacia la única persona de la fila que podía ofrecerle ese conocimiento.
—Karen, ¿qué es el sexo oral?
Scott y Bobby saltaron del asiento.
—Os acompañamos —dijo Bobby.
—Desde luego —añadió Scott.
Karen sacudió la cabeza.
—Cobardes.
Los hombres salieron rápidamente y subieron los escalones, pero una vez fuera de peligro, Scott se giró para ver a las chicas vestidas con sus camisetas de los Dallas Cowboys alrededor de Karen; de pronto, Pajamae se irguió con expresión de incredulidad.
—¡No es verdad!
Boo la siguió.
—Voy a vomitar.
Bobby le dio una palmadita a Scott en el hombro.
—Salvados por un pelo.
—Joder con las niñas —dijo Carlos—, no avisan ni nada. Lo sueltan sin más.
Tony Romo lanzó un pase largo para ganar ventaja contra los Gigantes. Los Dallas Cowboys no jugaban en Dallas, y los Gigantes de Nueva York no jugaban en Nueva York. Pero ese día ambos equipos jugaban donde había vivido gente antaño. Pobre gente. La ciudad de Arlington había condenado y derribado noventa hogares para dejar espacio para el estadio. La ciudad de Dallas había tenido la oportunidad de traer a los Cowboys a casa; no habían jugado un partido en Dallas desde 1971, cuando cambiaron el Cotton Bowl por el