Ausencia de culpa. Mark Gimenez

Ausencia de culpa - Mark  Gimenez


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Unidos no empezamos una guerra si un juez dicta una sentencia contra nosotros, pero algunos aún se enfadan cuando ocurre. Son los gajes del oficio de juez. Algunos se enfadarán.

      Las chicas lo miraron con expresión reflexiva. A Scott le encantaban esos momentos en los que podía enseñar y compartir sus experiencias con ellas, prepararlas para la vida. Estaba bastante seguro de que otros padres no hablaban con sus hijas adolescentes sobre la ley constitucional y la teoría judicial. Pero a las suyas les encantaba aprender sobre esos temas. Eran tan inteligentes. Pajamae levantó un dedo como si estuviera comprobando la dirección del viento. A menudo hacían preguntas profundas después de una explicación, lo que hacía que Scott se sintiera orgulloso y un buen padre.

      —¿Sí, cariño?

      —¿Crees que debería hacerme trencitas africanas otra vez?

      Boo abrió mucho los ojos.

      —Si tú lo haces, yo también. Y podemos hacernos tatuajes. Justo encima del culo.

      —Lo haré si tú también lo haces.

      Y las lágrimas desaparecieron. Por el momento. Pero volverían, al igual que el acoso escolar.

      —Nada de tatuajes, ni por encima del culo ni en ninguna parte —dijo Scott—. Podéis haceros trencitas, pero no tatuajes.

      —Ni tatuajes, ni pendientes en la oreja, ni televisión por cable… Tenemos más canales en español que en inglés.

      Pajamae se encogió de hombros.

      —Nuestro español ha mejorado.

      —A. Scott, los demás niños tienen todas esas cosas.

      —Os he dado un móvil para que lo compartáis. ¿Es Facebook el problema?

      —¿Facebook? Los niños no tienen Facebook, solo sus madres. Es porque queremos convertirnos en chicas independientes.

      —¿Con tatuajes? Boo, me da miedo enviarte a la universidad. Volverás con los brazos cubiertos de tatuajes.

      —No, solo me haré un par donde nadie pueda verlos.

      —Ah, bueno…

      Sus hijas adolescentes no tenían tatuajes (aún) y ya no llevaban trencitas. El día que Pajamae le hizo trencitas a Boo la primera vez, cuando vino a vivir con la familia Fenney, Rebecca se puso hecha una fiera. Boo miró a su padre.

      —Mamá se hizo un tatuaje cuando se fue.

      —Otra buena razón para no hacerte uno.

      —Me dijo que nunca debía depender de un hombre. Excepto de ti. Decía que siempre podría depender de ti.

      Había pasado un año y medio desde la última vez que Scott vio a su mujer, en Galveston, después de la absolución de los cargos de asesinato.

      —También me dijo que la vida de una mujer es complicada. ¿Pajamae y yo tendremos vidas complicadas?

      —Solo si os hacéis tatuajes.

      Pajamae soltó una risita y Boo puso los ojos en blanco.

      —A. Scott, ¿tú has tenido una vida complicada?

      —La tuve, cuando me casé con tu madre.

      Boo frunció el ceño, lo que solo podía significar que estaba reflexionando sobre el concepto de vida complicada. Luego suavizó la expresión.

      —Creo que quiero una vida sencilla.

      Su hija era una chica de trece años atrapada en el cuerpo de una mujer de treinta. Scott llevaba años diciéndolo, y cada vez que lo hacía solo tenía que actualizar la edad biológica de Boo.

      —Me pregunto dónde está. Mamá.

      Por la expresión de la cara de su padre, Boo entendió que A. Scott estaba pensando en Rebecca. Otra vez. Nunca se libraría de ella, así que Boo tampoco lo haría. La madre de Pajamae estaba muerta. Su madre podría estarlo también. Necesitaban pasar página, como se suele decir. Pero no podían. A. Scott le había dicho que había adquirido un voto el día que se casaron: «Hasta que la muerte nos separe». Lo había adquirido él, pero los dos lo estaban viviendo.

      —Búscales una madre —había dicho Dan Ford esa tarde—. Un hombre no puede criar mujeres.

      Pero este hombre tenía un buen trabajo, un buen sueldo y grandes beneficios. Una casa. Dos hijas maravillosas. Buena salud. Pero ellas no tenían madre y él no tenía a nadie. No había ninguna mujer en su vida. Dios creó a Adán y Eva, no a Adán o Eva. Un hombre necesita una mujer, incluso si ese hombre es un juez federal. Eran las diez y media un viernes por la noche, y A. Scott Fenney estaba tumbado en la cama. Solo.

      Odiaba dormir solo.

      Pero lo hacía.

      Tenía que hacerlo.

      Lo haría.

      ¿Para siempre?

      Capítulo 3

      —¡FBI! ¡Estás detenido!

      El equipo SWAT entró con chalecos antibalas y armas de asalto, como si estuvieran irrumpiendo en una fortaleza en lugar de una mezquita. El agente especial, Eric Beckeman, siguió al equipo de asalto hacia el interior de la mezquita Masjid al Mustafá de Dallas donde, Aabdar Haddad había rezado a Alá. Haddad no había sido un lobo solitario; formaba parte de una conspiración más grande, cuyo líder era el imán de la mezquita.

      Omar al Mustafá era el hombre más peligroso de Dallas.

      La principal misión del FBI después del 11-S era evitar otro ataque terrorista en Estados Unidos. La Super Bowl es el mayor evento del país cada año. Cien mil espectadores ven el juego en el estadio; mil millones de personas en todo el mundo siguen el partido por televisión. Cada yihadista islámico practicante soñaba con que mil millones de personas vieran morir a cien mil estadounidenses en directo. La misión de Beckeman era matar o capturar a los yihadistas antes de que eso ocurriera. Tres semanas antes de la Super Bowl, su cuerpo especial había hecho exactamente eso: matar a un tipo malo y capturar al resto.

      Los agentes del FBI sacaron a los hombres esposados del interior de la mezquita y los dirigieron hacia las furgonetas que los llevarían a las celdas del juzgado federal. Beckeman había ordenado la redada durante los rezos de la tarde, cuando sabía que el imán y sus cómplices estarían en el templo. El agente Stryker salió acompañado de un hombre menudo de mediana edad que llevaba el atuendo musulmán tradicional —una quipa negra y una toga larga y blanca abotonada hasta el cuello— y se lo entregó esposado a Beckeman. Tenía el pelo blanco y barba y ojos oscuros y malvados: el mismo aspecto que todos los fanáticos islamistas que había matado o capturado.

      —Mira a quién he encontrado, capitán —dijo Stryker.

      Beckeman miró al hombre con desprecio.

      —Omar al Mustafá, queda detenido. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a un abogado y a tener uno presente cuando sea interrogado. Si no puede contratar a un abogado, le será designado uno para que le represente durante el interrogatorio.

      —¿Por qué?

      —Porque es su derecho constitucional. Vive en Estados Unidos, así que tiene un abogado.

      —No. ¿Por qué estoy detenido?

      —Terrorismo doméstico.

      —¿Puede ser más específico?

      —Por conspirar para hacer detonar una bomba en el estadio de los Cowboys durante la Super Bowl.

      —¿Por qué iba a hacer yo algo así?

      Beckeman se colocó cara a cara frente a Mustafá.

      —No lo sé. Quizá porque es un puto cabrón yihadista islámico. —Se dirigió


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