Kundalini yoga para embarazadas. Gurmukh
que tú aportas al alma de tu hijo os transformará a ambos a la vez. No exagero si afirmo que dar clases a mujeres embarazadas me apasiona. Tener un hijo es como vivir una oración, un estado de gracia extraordinario. El poder que se nos ha otorgado a las mujeres para crear una vida en nuestro cuerpo es de una grandeza inabarcable. En nuestra cultura, olvidamos con excesiva frecuencia que se trata de un milagro sagrado. Esta importante lección me la enseñó hace mucho tiempo una joven llamada Mary.
De niña, Mary era tranquila y tenía mucha imaginación. Podía pasar horas sentada junto a la ventana, soñando despierta mientras contemplaba el paisaje desde la ventana o jugando con sus muñecas. Como era de naturaleza reservada, en su familia la llamaban «Mary la que se sienta y no hace nada», un apodo que hizo que sintiese que era una decepción para su entorno. Dio por sentado que no debía de ser demasiado inteligente y que debía de tener algún problema porque era la única persona que conocía a la que le gustaba estar tranquila. Creció en la década de los cuarenta y los cincuenta, una época en la que éxito equivalía a acción. En su pequeña granja de un pueblo de Illinois, nadie había oído la palabra «meditar».
A principios de la década de 1960, cuando era adolescente, un médico le recetó a la hermana de Mary unas pastillas para adelgazar, algo muy habitual en aquellos tiempos. El médico no explicó que el medicamento en cuestión contenía anfetaminas y creaba adicción. Cuando la hermana de Mary le sugirió que las tomase ella también porque proporcionaban mucha «energía», ella aceptó de buen grado y pronto obtuvo su propia receta. Las pastillas hicieron que su mente se acelerara y su peso bajara y, además, le dieron una energía frenética. «¡Vaya! Ahora soy “Mary la que lo hace todo”», se dijo. Al fin podía satisfacer a sus padres y comportarse como una joven productiva más.
Mary se volvió adicta a las pastillas enseguida. En aquella época, la sociedad norteamericana desconocía el término «adicción», pero ella era consciente de que no podía estar ni un solo día sin las pastillas. Aun así, mantuvo su adicción en secreto. Al fin y al cabo, ¿con quién podía hablar de ello en realidad? Con nadie que conociese.
A los diecinueve años, Mary dejó su pequeño pueblo de Illinois para ir a la Universidad de San Francisco, California. En California le fue imposible conseguir recetas para las pastillas. Al principio sintió pánico, pero después se dio cuenta de que tenía que dejarlas. Y así lo hizo. El brusco abandono de las pastillas hizo que pasase un año enferma y apática. De noche, las pesadillas no la dejaban dormir.
Al cabo de un tiempo, conoció a un hombre y se enamoró. Se trataba de un estudiante de doctorado doce años mayor que ella. Mary le vio como un hombre sabio y fiable que, según pensó, podría sustituir a su padre, que había muerto de cáncer tras un largo y doloroso proceso meses antes de que Mary se enamorase de aquel hombre.
Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, no supo qué hacer. Tenía veintiún años. Pensar en llamar a su familia, tan conservadora, y explicarles que se había quedado embarazada le resultaba muy estresante y sentía vergüenza porque estaba segura de que sería una decepción para ellos. Y aunque ninguno de los dos estaba listo para el matrimonio, tanto ella como su novio pensaron que no tenían más opción que casarse. El aborto no era legal y la sociedad no estaba preparada para aceptar a una madre soltera. Fue un momento duro y lleno de confusión pero, a la vez, la entusiasmaba la idea de sentir una vida creciendo en su interior.
Buscó un ginecólogo en las páginas amarillas de San Francisco, y eligió el que quedaba más cerca de su domicilio. Por mucho que se esforzó por apreciarle y confiar en él, no lo logró. Era la clase de médico que ni siquiera decía «hola» cuando el paciente entraba en su despacho y hacía comentarios insensibles como «Si aumenta más de peso no podrá entrar en la sala de partos porque no pasará por la puerta». Se sentía humillada. Al haber dejado las pastillas para adelgazar, ya no tenía la falsa sensación de autoestima que proporcionan las drogas, ni mucho menos la energía o el sentimiento de que podía hacer lo que se propusiese. Su ánimo caía en picado y se sentía gorda y fea y el médico no hacía sino confirmar la mala impresión que se había creado de sí misma.
Al salir de la consulta, Mary lloraba sin parar, y le explicaba a su marido que aquel médico le daba miedo. A pesar de ello, a ninguno de los dos se le ocurrió que pudiesen cambiar de ginecólogo. Era como si les pareciese tan bueno que no se atreviesen a llevarle la contraria. Así, con un rictus de angustia, siguió acudiendo a la consulta del médico cada semana, sintiéndose como una auténtica fracasada en todo momento.
Dio a luz el 4 de noviembre de 1964, el día en que Jerry Brown salió elegido gobernador de California. Su marido no pudo acompañarla a la sala de partos, en la que había un televisor encendido, porque el equipo médico no quería perder detalle de las elecciones a gobernador. La extendieron en una camilla y la dejaron con las piernas abiertas y los pies en los estribos. Sin comentar nada ni pedirle permiso, el anestesista la pinchó en la espalda con una aguja muy larga. Más tarde, comprendió que le habían administrado la epidural sin su consentimiento.
Durante el parto, el anestesista fue el único que le hizo alguna pregunta. También le sostuvo la mano. Pensó que era el único a quien le importaba. Años después, se dio cuenta de que la única razón por la que le hablaba era para valorar el efecto de la anestesia. Pero ella no olvidaría nunca su mano en la suya porque era lo único humano en aquella sala de partos deshumanizada. Las paredes eran de un verde frío y apenas podía ver los rostros de quienes la atendían porque estaban todos pendientes de la televisión y de los resultados de la elección. Por supuesto, solo hablaban de quién iba a ganar. Mientras tanto, Mary estaba allí, bajo el peso de la política y de la cháchara, rezando para que alguien la ayudase, la animase, la tranquilizase y le dijese que todo iba a salir bien y que podía hacerlo. Nada de eso ocurrió.
Así fue como vino al mundo su bebé.
Mary era demasiado ingenua e ignorante y estaba demasiado asustada para exigir que se ocupasen de ella. De hecho, ni siquiera sabía a ciencia cierta qué necesitaba. Estaba totalmente desconectada de su propio sentir. No había oído hablar jamás del yoga, de las clases de preparación al parto ni de libros sobre embarazos. Finalmente, perdió la conciencia y no recuerda cómo salió su hijo de su vientre.
Después de tres días en el hospital —que en aquel entonces era el periodo habitual—, Mary se dispuso a volver a casa con su hijo, un bebé de 3 kilos y 270 gramos al que llamó Shannon Danuele. Había empezado a darle el pecho, a pesar de que nadie la hubiese animado a hacerlo. El personal del hospital le proporcionó biberones y leche, pero ella sentía en lo más hondo de su corazón que lo apropiado era darle el pecho a su hijo como su madre había hecho con ella.
De una cosa estaba segura: no quería circuncidar a su hijo. No tenía ni idea de qué aspecto tendría un joven sin circuncidar porque todos los hombres de su familia y todos los bebés a los que había cuidado de adolescente estaban circuncidados. Sin embargo, ella no veía por qué su hijo habría de pasar por la dolorosa extirpación de una parte natural de su cuerpo. Le dijo al médico que aquella táctica, además de algo bárbara, le parecía innecesaria. El hombre se subió por las paredes.
—¡Creará un monstruo que la odiará por no haberle circuncidado! —advirtió—. No permitiré que se lleve a este niño hasta que haya entrado en razón.
Ella lloró, suplicó, pero sentía que tenía las de perder. Una vez más, los demás tenían razón y ella estaba equivocada. Al final, consintió en la operación para que le permitiesen irse a casa con su hijo.
A los once días de nacer, Shannon sufrió un paro cardiaco. Había nacido con un defecto cardiaco congénito. Mary y su marido lucharon por mantenerle con vida. Shannon no podía llorar porque, de hacerlo, su corazón se detendría. Muchas noches, la pareja se subía a su furgoneta Volkswagen vacía y conducían por las calles solitarias de San Francisco, colina arriba y colina abajo, para evitar que el pequeño Shannon llorase. Y, aunque le costaba mucho mamar, Mary siguió dándole el pecho aunque completase su alimentación con leche maternizada y biberón. Casi siempre lo tenía en brazos, por lo que apenas dormía ni comía, pero sentía que aquella era su misión. Los médicos explicaron que si Shannon llegaba cumplir dos años, podrían operarle y salvarle