Kundalini yoga para embarazadas. Gurmukh
ido a casa para dormir un par de horas. No tuvo ocasión de sostenerle en sus brazos en sus últimos momentos. Ni siquiera se pudo despedir de él.
El día después de la muerte del pequeño, al marido de Mary le dieron un puesto de interno para realizar su doctorado en una clínica psicológica, al norte del país. Le preguntó si debía ir. Ella le contestó: «No te preocupes, estaré bien». Y así, se quedó sola. No hay palabras para describir el dolor que sintió ni la locura, rabia y tristeza que la embargaron. Solo oía una voz muda y dolorida en su interior. Apenas era consciente de que se llevaba las manos a la cabeza, tiraba de sus cabellos y gritaba al cielo: «¡No! ¡No!». ¿Qué mal había hecho? ¿Acaso no había nadie con quien pudiese hablar, nadie que la pudiese ayudar? Pasó días enteros andando en círculo, por su apartamento vacío, silencioso, pero ni siquiera el movimiento constante aliviaba su agonía ni su sensación de pérdida y de culpa.
No tenía herramientas para enfrentarse al duelo, no sabía cómo superar su aislamiento. Mary tardó muchos años en comprender hasta qué punto entregar su poder a los demás e ignorar sus instintos naturales la había llevado a tan trágico desenlace.
Conozco bien esa sensación. Mary «la que se sienta y no hace nada» era yo.
De mi historia y de las muchas que otras mujeres han compartido conmigo a lo largo de los años, extraigo la conclusión de que los avances técnicos disponibles en nuestro tecnológico sistema médico suponen, a la vez, un reto para las embarazadas y parturientas. La autoritaria tradición médica occidental no solo hace caso omiso del conocimiento que las mujeres tienen de sí mismas, de sus cuerpos y de sus sentimientos, sino que, abiertamente, lo desacredita. En muchas ocasiones, los únicos datos que se consideran son los que dan los médicos o los que resultan de los análisis clínicos. Y muchas mujeres dan por sentado que, si quieren ser mujeres modernas y madres responsables, no se pueden dejar llevar ni por sus sentimientos ni por su intuición. Mi misión en esta vida es impedir que un número creciente de mujeres y niños sufran, como me ocurrió a mí con mi primer hijo, a causa de la ignorancia.
Ahora comprendo que Dios no comete errores. Toda vida tiene un propósito profundo. Creo que mi hijo fue una especie de ángel guardián para mí porque, de no ser por él, no habría buscado sanarme y tal vez no hubiese cumplido mi destino, que es el de compartir contigo la profunda sabiduría de la ciencia del yoga kundalini y la meditación que Yogui Bhajan puso al alcance de todos. La sabiduría de las antiguas tradiciones te ayudará. a reconciliarte con tu verdadera naturaleza. Si sabes ser persona, sabrás ser madre, ¡podrás ser lo que quieras!
Al final, me divorcié de mi primer marido. Más que cruel, fue una separación triste. Pasé años deseando volver a estar con alguien. La tristeza por la muerte de mi hijo y por toda una vida sintiéndome fuera de lugar, viviendo sin un propósito claro, me llevaron a cuestionarme el porqué de mi presencia en la Tierra y el fin de todo ello. Viajé por todo el mundo, como si recorrer miles de kilómetros fuese a hacer más fácil que encontrase lo que buscaba: a mí misma. Ahora, cuando pienso en aquellos tiempos, entiendo que había iniciado una búsqueda espiritual, que trataba de dar respuesta a las grandes preguntas de la existencia. Buscaba a mi gente, a mi tribu y mi casa.
Dejé de vivir en Haight Ashbury y fui hacia el Gran Sur, luego recorrí México en autostop y conviví con comunidades nativas de la zona. Tras eso, pasé dos años en una playa de Maui, viviendo como una hippie, bailando, cantando, ayunando, tomando drogas alucinógenas, haciendo surf y sin poseer nada. Para mí, la libertad era aquello, una vida sin compromisos, nada que ver con el ambiente estricto en el que me había criado. En un momento dado, Dios me condujo a una comunidad zen budista donde conocí el zazen. Durante un año, pasé siete horas al día sentada en silencio, meditando, sin tomar drogas y practicando el celibato. De hecho, tenía previsto hacerme monja zen, pero antes de viajar a Japón para formarme regresé unos días a casa para visitar a la familia y despedirme. No tenía ni idea de lo que la vida me tenía reservado.
Era el año 1970. Y nuevamente por la gracia de Dios, llegué a un ashram en Arizona en el que practicaban el yoga kundalini y la meditación. En el Gran Sur había coincidido con un viejo amigo. Bueno, de hecho, al cumplir los veintiuno, me buscó porque, según dijo, soñó que Dios le pedía que me llevase con él a un ashram en Arizona. ¿Un ashram? Ni siquiera conocía el término. Pero era alguien en quien yo confiaba plenamente y estaba tan seguro de que cumplía un encargo que no podía no hacerle caso. Así que pensé, bueno, ¿y por qué no? Llevaba años siguiendo el flujo de la vida. Podía retrasar mi viaje a Japón unos días. Metimos todo en su pequeño Volkswagen, un escarabajo, y partimos rumbo a Tucson sin imaginar lo que nos esperaba.
Al llegar, pagó setenta y cinco dólares por el alquiler de una habitación durante un mes y me inscribió en el ashram. Se quedó conmigo, meditando, durante siete días y, luego, simplemente se marchó sin decir adónde. No volví a verle jamás. No sé cómo explicarlo pero en cuanto crucé las puertas del ashram sentí una gran paz en mi interior, como si ya hubiese estado allí antes. Aquel día encontré mi verdadero camino, mi dharma. El cansado viajero había, al fin, vuelto a casa. De eso hace ya más de tres décadas.
Mi maestro espiritual, Yogui Bhajan, dio a conocer la tecnología del kundalini yoga y la meditación en Occidente. Durante miles de años, el kundalini fue una práctica mística secreta que pasaba solo de maestros a alumnos, pero Yogui Bhajan rasgó el velo del secretismo y puso esta poderosa técnica, antes destinada solo a ascetas, al alcance de todo el mundo. La vida de muchas familias y personas que viven en comunidad ha mejorado mucho y se ha vuelto más dichosa, sana y plena gracias a ello. Fue él quien me dio mi nombre espiritual, Gurmukh, que significa «la que ayuda a miles a cruzar los océanos del mundo». También me anunció que ayudaría a traer hijos al mundo.
Al principio, me tomé sus palabras al pie de la letra. Vivía en un ashram en el norte de Nuevo México. Fui a ver a un obstetra y ginecólogo de Santa Fe especializado en partos en casa. Me ofrecí a limpiar su casa y su despacho a cambio de que me permitiese ayudarle en los partos y me enseñase cuanto supiese de alumbramientos. Ver a tantas almas llegar al mundo y respirar por primera vez fue una experiencia divina. Aprendí mucho sobre cómo ayudar a esas almas a nacer y sobre el poder que tenemos las mujeres, nada que ver con la experiencia que había vivido dando a luz a mi hijo Shannon. Sin embargo, no me veía convirtiéndome en comadrona, me formé como profesora de yoga y me dediqué a ello a tiempo completo.
En 1977, fui a la India en yatra o peregrinaje espiritual y, al volver, me mudé a Los Ángeles, donde finalmente conocí a mi alma gemela, a mi pareja espiritual, Gurushabd Singh. Nos casamos en otoño de 1982. Nos levantábamos siempre a las 3:30 e iniciábamos la jornada con una sadhana, una práctica de oración, yoga y meditación diarias. Soñé que me quedaría embarazada el 15 de mayo. Guardo un recuerdo tan vivo de ello que, si cierro los ojos, puedo volver a contemplar las visiones como si se tratase de una película. Ya había cumplido los cuarenta y pensé que concebir no sería asunto sencillo. Pero, como no podía ser de otro modo, el 15 de mayo de 1983, a los cuarenta y dos años, me quedé embarazada de nuestra hija, veinte años después del nacimiento de mi hijo. Fue un milagro divino.
En aquella época, solo había una clase de gimnasia para embarazadas en todo Los Ángeles. Acudí pero no me pareció ni acogedora ni educativa. Me sentía gorda, rara y fuera de lugar. No hablábamos ni nos sentíamos en familia; nos limitábamos a movernos al ritmo de una música frenética, como si se tratase de una vulgar clase de aeróbic. Luego, me apunté a una clase de estiramientos en el estudio de Jane Fonda, un estupendo centro de entrenamiento situado a poca distancia de casa. La clase la daba Peter, un hombre muy amable que me apoyaba en todo y al que cogí mucho cariño durante mi embarazo. A medida que mi vientre crecía, él iba adaptando la clase a mis necesidades. Yo me salía antes de acabar, cuando empezaban la tanda de abdominales, le daba un abrazo a Peter y volvía a casa dando un paseo, agradecida, consciente de que los abdominales no eran para mí. Me sentía tan cómoda y feliz que acudía a clase prácticamente a diario; principalmente por el placer de compartir tiempo con otras personas.
Como profesora de yoga que era, ideé un programa de ejercicios para mí. Cada día caminaba, hacía una serie de los ejercicios que Yogui Bhajan recomendaba para las embarazadas y meditaba. Gracias