Infelices. Javier Peña
profesión durante nueve años en la, ahora ya extinta, delegación del Diario AS en Galicia. En plena celebración del Xacobeo 2010, aceptó una oferta para unirse al gabinete de la Consellería de Cultura de la Xunta. Durante los siete años siguientes su cometido sería escribir discursos para los conselleiros: llegó a contabilizar más de 1.000 discursos salidos del teclado de su ordenador. Tras una remodelación de gobierno en 2012 fue reubicado en Traballo e Benestar. Allí comenzó la escritura de Infelices, una novela sobre el fracaso y la tiranía de las expectativas que le ayudó a enfrentarse a sus propias frustraciones. Al terminarla decidió abandonar su puesto en la Xunta. Desde entonces escribe novelas, codirige la web cultural Inorantes, de la que también es fundador, colabora en diversas revistas y publicaciones, e imparte talleres de escritura creativa.
Diseño de cubierta: Setanta
www.setanta.es
© de la ilustración de la cubierta: Begoña García-Alén
© de la fotografía del autor: Ángel García Balseiro
© del texto: Javier Peña, 2019. Autor representado por la Agencia Literaria Rolling Words
© de la edición: Blackie Books S.L.U.
Calle Església, 4-10
08024 Barcelona
Maquetación: Newcomlab
Primera edición: abril de 2020
ISBN: 978-84-18187-31-5
Todos los derechos están reservados.
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A Paula
1
El Círculo del Viena
Se llamaban a sí mismos el Círculo del Viena, aunque la razón era tan prosaica como que el café en el que se reunían cuando se saltaban una clase se llamaba Viena, un local con mesas macizas donde los jubilados se juntaban a jugar al dominó y te servían un churro seco con cada consumición. No solo habían bautizado su pequeño grupo, también se habían dado un apodo para cada uno. Eran Rudolph, Hans y Moritz, quien como fundador ostentaba el honor de llevar el nombre de Moritz Schlick, el promotor del verdadero Círculo de Viena. A ella, más adelante, la llamarían Karl, por Popper, que colaboró con el Círculo sin llegar a ser nunca un miembro de pleno derecho. En un primer momento protestó porque la llamasen Karl siendo una mujer; parecía como si les molestase tanta feminidad en su club particular. Desoyeron sus quejas y poco a poco fue asumiendo el sobrenombre que hoy sigue presente en sus recuerdos.
Conoció a los miembros del Círculo en Santiago en el primer año de facultad, no pasaban desapercibidos ni se esforzaban por caer simpáticos. Asunción, que compartía cuarto con ella en la residencia universitaria, solía llamarlos simplemente gilipollas número uno, gilipollas número dos y gilipollas número tres. Santiago era entonces, a finales de los noventa, un enjambre de estudiantes que zumbaba al ritmo de los días lectivos. Hace ocho años que no recorre sus calles, desde que en 2007 se mudó a Madrid. Le han contado que ya no hay estudiantes, que solo hay turistas. Le han contado que el Viena ya no es un café, sino la recepción de un hotel. ¿Es posible que una ciudad de piedra esté tan cambiada? Si ocho años han hecho eso con Santiago, qué no habrá hecho el tiempo con ellos, con esos tres infelices de carne y hueso y traumas.
El nombre de Círculo del Viena era la típica broma de Moritz; le encantaban los juegos de palabras. Aquel cuatrimestre habían estudiado a Schlick, Carnap, Hahn y Popper en una materia absurda llamada Métodos de Investigación, que, como tantas otras de la licenciatura, nunca les serviría de nada en la práctica del periodismo. No cree que ni siquiera entonces, cuando la realidad aún no había apagado sus ambiciones, se considerasen filósofos, científicos ni genios, pero, a decir verdad, no ha vuelto a encontrarse con un grupo de seres humanos tan extraños y pagados de sí mismos como aquellos Moritz, Hans y Rudolph, aquellos tres gilipollas que disertaban de casi todo porque de casi todo sabían, mientras sostenían las tazas de café americano, menta poleo (Hans, que siempre ha sufrido del estómago) o cacao soluble.
Era Moritz quien dirigía el rumbo de las conversaciones, ya entonces un torrente de creatividad con jerséis de ochos desgreñados como sus rizos; no resultaba difícil intuir que acabaría convirtiéndose en escritor, lo que no imaginaban era que un día utilizaría ese talento para desnudar sus miserias, las de todos ellos. El pequeño Hans apenas hablaba en el Viena, aunque tampoco es que abriese demasiado la boca fuera de allí; visto en retrospectiva, se hace natural encajar a aquel hombrecillo paticorto de pantalones escurridos, los bajos deshilachados de tanto pisárselos, en el oscuro gabinete en el que terminaría trabajando, arrinconado como asesor mientras sus entradas se convertían en calvicie, pelo por pelo. Pero quien de verdad concentraba el interés de Karl en aquellos primeros meses de universidad era Rudolph, el más alto de los tres, en la actualidad cronista de criminales, el gilipollas número uno en la nomenclatura de la compañera de residencia de Karl, con la tez morena y una magnífica cicatriz que le recorría media cara de arriba abajo. No era una de esas cicatrices rojizas y dubitativas que avanzan a trompicones, sino un hachazo perfecto integrado en el rostro por un artista de la costura; camisas impecables a las que levantaba el cuello, la voz grave y el aplomo de quien detecta que quieres acostarte con él; y lo cierto es que ella, a punto de cumplir los dieciocho, se moría de ganas por perder la virginidad.
En las novelas americanas que leía Karl, las quinceañeras se lo hacían con el capitán del equipo de lucha en una fiesta clandestina con mucho alcohol y algo de marihuana, pero ella entonces no bebía, no le había dado una calada a un porro, y nunca se había cruzado con un miembro del equipo de lucha. No es que fuera una estrecha, un calificativo que rehuía como a la peste, más bien al contrario: le costaba decirle que no a los chicos, pero nunca pasaba a mayores, que era lo que decían sus amigas para indicar si habían practicado sexo. Ese era el problema: no encontraba el momento de pasar a mayores.
A los pocos días de llegar a Santiago, Karl había aceptado la invitación para dormir con un compañero de residencia al que todos llamaban Mofeta (no hace falta explicar el motivo del apodo ni por qué nadie quería compartir cuarto con él). Sabía que ir a dormir, como pasar a mayores, era un eufemismo, y que en absoluto significaba dormir. Se habían besado un buen rato y él le había palpado (apretujado más bien) las tetas por encima del jersey, pero eso era todo lo que ella estaba dispuesta a permitir de un tipo al que llamaban Mofeta. Nadie podía culpar a Mofeta de querer algo más (y ella desde luego no lo hacía), ni de que cogiera la pequeña mano de Karl y se la llevase a la entrepierna, donde permaneció posada durante algo más de un segundo, lo suficiente para notar la dureza y darse cuenta de que medio segundo más significaría una aceptación tácita del pasar a mayores. Por eso la retiró con brusquedad y tal mueca de disgusto que el pobre Mofeta se quedó sin ganas de una segunda intentona, apagó la lamparita de estudio oxidada que colgaba sobre la cama y se durmió dándole la espalda y roncando rítmicamente.
No quería perder la virginidad con Mofeta. No es que pensara que en el futuro fuera a recordarlo con lágrimas en los ojos: «Le regalé mi flor a un maloliente». Lo que recorrió entonces su cabeza fue una experiencia de ese verano, que no había sido en sí pasar a mayores pero tampoco se había limitado al besuqueo de costumbre. Sucedió en unas fiestas de pueblo en las que se celebraba una victoria insignificante contra Napoleón, la noche anterior al día grande