Infelices. Javier Peña

Infelices - Javier Peña


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desnudo sobre ella, porque desde ese momento no hizo más que repetir: «No me vomites encima, por favor, no me vomites encima». Así que no, Moritz, borracho tampoco tomo buenas decisiones. Anoche mientras lo hacía con la pelirroja aguantaba las arcadas concentrándome en evitar que ella me pidiera que no le vomitase encima.

      Ahora me concentraré en no despertarla con el ruido de la ducha y poder abordar así el verdadero motivo de mi viaje. Quiero entrevistar a Julia, la hija de Joan Vollmer, la hijastra de William Burroughs. A su hermano Bill Jr. no podré entrevistarlo: le trasplantaron el hígado a los 28 años y murió de cirrosis con 33. Billy debía de tener una puntería terrible con la pelota de ping pong. Julia es la protagonista de esta historia, la niña de la madre muerta, la niña de la perdedora. Siempre he sentido una atracción irresistible por los perdedores.

      Julia será el corazón del primer reportaje de una serie que me ha encargado La Revista. Once asesinatos. Yo propongo los asesinos, ellos no se meten en eso, me han ofrecido un año de contrato, una cantidad fija, sin dietas, sin facturas, apenas llega para costearme los viajes. Me siento Bill Burroughs dependiendo de la fortuna familiar para las drogas. A cambio me piden cinco mil palabras por reportaje, fotografías con buena resolución y puntualidad en la entrega. No han mencionado la calidad, pero hablamos de periodismo, la calidad es la última de las preocupaciones. ¿Y cuál es la alternativa? ¿Redactar sermones como Hans? ¿Ser escritor como tú y pagar para que publiquen mis relatos? He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la mediocridad.

      Lo que veo en la ventana es la cicatriz que surca mi cara, esta cicatriz que ya es más parte de mí que los ojos porque nadie dice de mí es el tipo de los ojos negros, sino es el tipo de la cicatriz. Veo también el reflejo de la pelirroja subiéndose las bragas con un pequeño meneo del trasero. Siempre me han excitado más las bragas que suben que las que bajan, seguro que eso quiere decir algo sobre mí, pero ignoro el qué. Confieso que ahora me gustaría que la pelirroja susurrase lo que me susurró Asun la noche en que no le vomité encima. «Resulta que no eras tan gilipollas».

      Rudolph.

       4

       Adverbios

      MORITZ SCHLICK

      Número de Registro: AC-68-15

      Quiere que sea la novela perfecta.

      Por eso ha tardado tanto en escribirla. Toda una vida ha tardado en escribirla. Hoy ha puesto la última coma y le ha dado a imprimir. Se ha bebido una cocacola mientras iban saliendo los folios unos encima de otros. Ha aplastado el bote del refresco hasta rajar la hojalata y la impresora seguía escupiendo papel. Ha tenido que cambiar el cartucho de tinta y el mazo de folios para que las páginas continuaran amontonándose. Finalmente, allí estaba su novela, tan voluminosa que cuando la ha levantado en el aire a punto ha estado de salir volando y desperdigarse como en aquella película de Woody Allen en la que al escritor se le cae al agua la única copia, página por página.

      Quiere que sea perfecta, pero no quiere leer ni una sola palabra más de su novela. La reescritura del borrador ha sido dolorosa y sabe que si ahora la lee volverá a cambiarla. Probablemente deshaga algunos de los últimos cambios que luego rehará en otra relectura y así sucesivamente. Eso supondrá volver a darle a imprimir y beber una cocacola y rajar la lata y cambiar el cartucho y el mazo de folios.

      Escribir es lo único que sabe hacer, aunque le duela. Escribir le ha dejado sin amigos porque se ven reflejados en sus relatos y no se gustan. Las mujeres que se acostaron con él no quieren que se vean sus rarezas, y todas las tienen. No les gusta identificarse en las partes más oscuras del relato, aunque lo hacen y siempre aciertan. Hasta ahora ninguna se ha equivocado. Y eso que no da nombres a sus personajes. Los hombres que le contaron con quién se acostaron también se enfadan porque no quieren que sus mujeres los descubran, aunque lo hacen y siempre aciertan. Lo insultan y amenazan como en aquella película de Woody Allen en la que su cuñada blande un revólver contra el escritor por haber contado que se la comió delante de su abuela ciega.

      Al menos le queda un amigo, el único ahora, al que le da igual si cuenta algo sobre él; el único que le anima a que siga escribiendo aun con el dolor que le provoca. Es un hombre de mundo, que se acuerda de él y le escribe y le cuenta sus historias de asesinos y nunca lo hace desde la misma ciudad.

      Escribir le duele porque las ideas vuelan de su cabeza como los folios de la película si no las plasma pronto sobre el papel. Si le surge una idea, puede dejarte con la palabra en la boca y marcharse corriendo a sentarse junto al ordenador, la cocacola de lata y el cartucho de repuesto. A menudo cuando le hablas está ausente y contesta con adverbios que no encajan en la conversación. Le dices: «Cuántas horas tardas en coche hasta allí». Y él te responde: «Sí». Le dices: «Te vas a acabar el cruasán». Y él te contesta: «Más». Le dices: «Estás escribiendo algo ahora». Y él te replica: «Bien». Luego echa a correr junto a su ordenador y cocacola y cartuchos.

      Escribir le duele aunque es lo único que sabe hacer. Está obsesionado con que le plagien como en aquella película de Woody Allen en la que el escritor le plagia una novela al amigo que cree muerto y resulta que solo está en coma. Por eso cada vez que termina un relato, y es capaz de hacerlo a diario, se apresura en ir al registro de la propiedad intelectual y espera allí en la puerta a que abran a primera hora de la mañana. Y el funcionario lo ve y suspira y le dice que por qué no junta varios relatos y los lleva agrupados y así no tiene que ir todos los días. Y él le contesta que, claro, así le dará tiempo a alguien a robarle las ideas. Y eso es lo que le responde cuando no está concentrado en un nuevo relato y simplemente le dice «mucho» o «todavía» o cualquier otro adverbio y se marcha corriendo a escribir a su casa. Y el funcionario piensa que está loco.

      Pero ahora no son relatos, ahora está escribiendo una novela, la primera, y quiere que sea perfecta, por eso ha tardado una vida en escribirla. Y le ha enviado el primer borrador a su amigo, el único del que se fía, el que viaja por el mundo y le cuenta historias y no le importa que se sepan. Porque los otros, si no quieren que se sepan, ¿para qué se las cuentan? Y si ellas no quieren que se sepa que se han acostado con él, ¿para qué lo hacen? ¿Qué sentido tiene hacer nada que no se pueda contar después? Y si las amigas de ellas son capaces de identificar lo que han hecho en la cama, tal vez sea porque ellas mismas se lo han contado. Así que ellas sí pueden decírselo a una amiga, pero él no puede escribirlo. Además, ¿de qué quieren que escriba? ¿Hay alguien que escriba que no lo haga sobre su vida? ¿Hay alguien que sea capaz de hacer tabla rasa y escribir como si no viviera en este mundo? Admite que quizá sea posible en escritores de ciencia ficción, pero él no escribe ciencia ficción. ¿Cómo puede escribir alguien sobre sexo sin practicar sexo? ¿Cómo puede alguien escribir bien sobre el sexo que no ha practicado? O, en el peor de los casos, sobre el sexo que no le han contado. Y su amigo que tiene mundo porque viaja, le entiende. Tiene mundo y se nota, y buen gusto, porque le ha dicho que su novela le ha emocionado hasta la lágrima. Y eso que solo ha leído el primer borrador porque las reescrituras son mejores, aunque ahora no sabe si deshacer los cambios y volver a imprimir.

      En cualquier caso, mañana a primera hora estará en la puerta del registro, a pesar de que al funcionario no le gusta que espere sentado en el portal, y luego irá a celebrarlo con su amigo que, aunque viaja mucho, está aquí desde ayer para hacer una gestión que no le ha explicado. O puede que sí se la haya explicado y no haya prestado atención y le haya contestado «quizás» o «desde luego» o «estupendamente».

      Lleva consigo dos copias de la novela que él mismo ha encuadernado en espiral, aunque lo ha hecho con los ojos entornados para no leer ni una palabra más y no tener que hacer más cambios porque ya ni siquiera le quedan cartuchos de tinta para poder imprimir. Sí le quedan cocacolas y ahora tiene una en la mano mientras espera por el funcionario que cuando lo ve suspira, saca las llaves del registro y le pregunta qué va a ser hoy. Luego se acomoda en la silla de oficina y él le entrega dos copias de la que quiere que sea la novela perfecta. El funcionario enciende el ordenador y teclea el nombre del escritor, que sabe de memoria, entra en su archivo y desciende


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