Infelices. Javier Peña
medio-primo o un medio-hermano negro. Pero eso no explicaría la llegada de la negritud a los genes de las mujeres de su familia.
A Marga tampoco le convence la hipótesis que tiene que ver con uno de sus bisabuelos; el único hombre de su familia que no fue marino sino farero de una isla que se divisa desde el muelle. Ahora la isla la habitan solo gaviotas, lagartos y ratas que se alojan en las casas desvencijadas. Su abuelo se lo ha contado un millón de veces. Su hermano Nico dice: «Otra vez, abuelo, qué coñazo eres». Ella pone cara de asombro como si fuese el primer día que lo oye:
«A principios del siglo pasado un vapor que partió de Bilbao rumbo a América encalló en un peñasco cercano a la isla y naufragó en mitad de la tormenta. Aquí, cuando hay temporal, las ventanas retumban como si el cristal se fuera a partir. El viento es capaz de arrancar de raíz los manzanos y los limoneros».
Nico chista y rebusca algo en una caja de lata que contuvo las piezas de un puzle de Renoir.
«Mi padre corrió a pie los cuatro kilómetros pedregosos que separaban el faro de su casa para dar la alarma», dice su abuelo con voz encendida. «Las olas rompían con violencia contra las rocas y los isleños se lanzaron en sus humildes barcas de madera calafateada a salvar a los náufragos. Solo sobrevivió una quinta parte del pasaje del vapor. A los habitantes de la isla no los hicieron héroes...».
Los acusaron de raqueros, dice Nico jugando con un mechero Zippo, encendiéndolo y apagándolo.
«No fue hasta varios meses después», prosigue irritado su abuelo, «cuando mi madre dio a luz una niña con una copiosa mata ondulada, que empezó a circular el rumor de que en el barco iba un negro llamado Richard Parker que continuaba oculto en algún lugar de la isla».
Esa parte es la que a ella más le gusta. Le hace gracia que en la isla se rumorease que su bisabuela se acostaba con un negro. Le hace gracia que su abuelo se lo cuente.
«Todo fueron maledicencias porque nunca lo encontraron, ni figuraba su nombre en el listado de pasajeros, ni los supervivientes recordaban haber visto ningún negro a bordo», termina el abuelo.
Y Nico enciende un Ducados que inunda toda la casa con su olor.
El pelo de Richard Parker es su identidad, la marca de familia, mucho más que un apellido para ella. Pero se le ha caído a puñados de un modo tan brutal que es imposible explicarlo si no lo has vivido. Casi cómico si no fuera porque no tiene puta gracia pasarse la mano por la cabeza y quedarse con mechones enteros entre los dedos, arrojar los genes por el desagüe, tirar de la cadena y atascar el váter.
Así que no se lo pensó dos veces. Bajó al supermercado, compró una maquinilla y puso la cuchilla al cero. Ahora lleva una peluca lisa de pelo natural que le ha costado el sueldo íntegro de un mes. Un flequillo abierto a los lados tapa el nacimiento inexistente de la melena.
Los que antes la reconocían desde donde la viesen, los que la llamaban la chica del pelo rizado o la chica del pelo de negra o, simplemente, la Pelos, ya no la conocen.
Otros, como uno de los funcionarios que trabajan con ella en la Consejería, le preguntan dónde se ha hecho el alisado. El problema con este funcionario es que se lo pregunta tres veces por semana. Qué bien te queda. Estás guapísima. No se te encrespa con la lluvia. Se lo quiero recomendar a mi mujer.
Así durante tres meses.
En una de estas va a quitarse la peluca y decirle: «¿Y así? ¿Te gustaría tu mujer así?».
El pelo que ya no tiene era la parte más visible de su atractivo con los hombres. No es que sea lo que más le preocupa ahora, pero sería absurdo no admitirlo. No se cree guapa, más bien al contrario, le parece que su cara es poco común. Y si eso le ocurre a ella que está harta de verla, qué no les pasará a los demás. Pero siempre ha tenido algo con los chicos. Quizá sean sus curvas. Sus pechos. Las mujeres de su familia materna son curvilíneas.
Esa es la paradoja. El cáncer ataca donde más duele. La melena ya no la tiene y una de las tetas se la van a trepanar.
Óscar le dice que trepanar no es una expresión correcta para referirse a una mama, porque trepanar significa horadar un hueso y una mama es una glándula.
Lo dice cauteloso, intentando no herirla con sus correcciones, le da mucho valor a las palabras. A Marga le da igual lo que le diga. Le gusta trepanar. En unas semanas la van a trepanar.
La banda interpreta ahora una versión de un viejo tema góspel contra la esclavitud. Canta el cantante: «No more auction block for me. Many thousands gone», y toca la armónica sujeta a su cuerpo con un hierro. Le recuerda a los que usaban en las piernas los niños con polio que vio en una exposición de fotografía.
En el bombo se lee un nombre: The Strangers; nunca los había oído. Mira al cantante besar la armónica y se enrosca un mechón postizo en el dedo, un acto reflejo que mantiene pese a todo. Es una buena peluca, entiende que el funcionario quiera a su mujer con un pelo así. ¿La querría también con una teta trepanada?
«No more auction block for me. No more, no more».
9
Enero: Christer Petterson
Te escribo desde Estocolmo:
Los mástiles del museo Vasa se entrevén desde mi habitación; también se distingue la isla de Skeppsholmen, el islote de casas-barco por el que decido pasear a mediodía. Compro un par de libros en la tienda del Moderna Museet, donde Niki de Saint Phalle exhibió una enorme instalación con forma de voluptuoso cuerpo de mujer al que se entraba por la vagina. Luego me detengo a probar langosta negra del mar del Norte en un restaurante que ocupa el espacio de una antigua caballeriza de la Guardia Real. Las langostas, sus pinzas, antenas y anténulas, me recuerdan inevitablemente a algo. Tú sabes a qué, Moritz, ¿verdad? Me recuerdan a ti, siempre a ti, al Círculo, al día que ganaste el premio de relatos de la Universidad e invertiste el montante íntegro en invitarnos a comer. Hans dijo que el marisco no era lo suyo y le pediste al camarero que le preparasen una hamburguesa. Cuando nos sirvieron dos crustáceos abiertos en canal, Hans apartó su silla para evitar que Karl le salpicase al quebrar las tenazas y dijo con su estilo enciclopédico que las langostas eran hace un siglo el alimento de los pobres, que los campesinos se las daban de comer a los gatos, que encontrar conchas de langosta en una casa indicaba estrechez, que la disminución de su población provocó el aumento de precio, que las langostas son como la felicidad, las valoramos porque escasean. Yo dije entonces que hay dos tipos de personas: las que fingen ser felices y las que no se molestan en fingir. Tú dijiste riendo: «¡Varo, devuélveme mis legiones!». Clavaste el tenedor en el corazón de la carne blanca y te llevaste un buen pedazo a la boca. Nos reímos nosotros también; todos menos Hans, que calló y no volvió a emitir sonido. A ti sus silencios nunca te incomodaron como al resto, ya hablabas tú por los demás. Aquel día nos describiste cómo sería tu carrera literaria, dijiste que Moritz Schlick comería a diario ostras y langosta, exigiste que celebrásemos tus ocurrencias, dijiste: «Es mi día, tenéis que reírme las gracias». Como si no lo hiciésemos el resto de las ocasiones.
En la antigua caballeriza se ha agotado la langosta, así que almuerzo con desgana unas albóndigas con nata y al salir me encuentro con que ha empezado a nevar. El invierno es desagradable en Estocolmo, el frío es un pequeño zorro ártico asustado que te mordisquea disimuladamente hasta perforar un agujero del tamaño de un puño. La isla de los barcos parece desierta y no cuesta imaginar la mancha de sangre que dos disparos por la espalda dibujarían sobre la nieve. Después de varios resbalones decido pedir un taxi y acuerdo con el conductor que me recoja media hora antes de la ceremonia. El auditorio dista un kilómetro del hotel, pero no quiero correr el riesgo de caerme y recibir el premio con aspecto de vagabundo que ha dormido a la intemperie con un traje robado a punta de bayoneta en un centro comercial.
De camino, el taxi rodea la Konzerthaus, el lugar donde se entregan los Premios con mayúsculas. Es irónico que yo vaya a recoger uno al otro lado de la calle, en un feo edificio