Infelices. Javier Peña

Infelices - Javier Peña


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fuera y a ellas llega el intenso azul cerúleo de la Konzerthaus. Parece como si algún bromista me hubiera escuchado el día que nos invitaste a langosta y más tarde a una piedra de hachís y jugamos a ver quién aguantaba más el humo. El que aguantase más tiempo tenía derecho a un deseo y yo dije: «Ganar ese premio que entregan en Estocolmo».

      QUÉ PAÍS TAN MARAVILLOSO ES SUECIA

      OLOF PALME. La noche del 28 de febrero de 1986 el primer ministro sueco Olof Palme acude al cine acompañado de su esposa Lisbet. Al finalizar la película, cerca de la medianoche, se cruza con un colega sindicalista que le dice: «Qué país tan maravilloso es Suecia que el Primer Ministro puede caminar de madrugada sin escolta». Palme responde con una sonrisa. Nieva, los termómetros señalan temperaturas bajo cero. Cerca de la boca del metro de Hötorget, un hombre de complexión fuerte y una parka azul de esquiador agarra del hombro a Palme y le encaja dos balas a quemarropa por la espalda. Después sale corriendo por Tunnelgatan, un estrecho callejón rematado en unas escaleras. El asesino asciende los peldaños y se pierde en la oscuridad.

      CHRISTER PETTERSON. Dieciséis años antes de la muerte de Palme, un hombre con aspecto de vagabundo llamado Christer Petterson está comprando regalos de Navidad en un centro comercial próximo a Tunnelgatan cuando nota un empujón en la fila que espera para pagar. Termina las compras y localiza en un callejón a los dos hombres que le han empujado. Desoyendo sus súplicas, le clava a uno de ellos la bayoneta que lleva en el bolsillo y la retuerce hasta que su víctima se desploma. Christer pasa seis meses recluido en un centro psiquiátrico. En los años siguientes intenta aplastarle la cabeza a alguien con una barra de hierro, apuñala a tres hampones, ataca con un hacha a un camarero, y casi mata a un traficante de un navajazo.

      LISBET PALME. Lisbet es la principal testigo del asesinato de su marido. Cuando se entera de que han arrestado a Christer Petterson y conoce sus antecedentes se convence a sí misma de que han encontrado al hombre de la parka azul. En la rueda de reconocimiento señala sin dudar al número cuatro. «El que tiene aspecto de alcohólico y drogadicto». Una declaración cargada de prejuicios que es suficiente para que el juez de apelación invalide el testimonio de la viuda. Christer es absuelto. Treinta años después, el asesinato de Palme sigue sin resolverse. Qué país tan maravilloso es Suecia.

      La azafata me ha recibido sonriente y me ha felicitado por el premio agitando sus pestañas largas como anténulas. Me ha estrechado blandamente la mano y me ha dado dos besos con olor a maquillaje. Le he devuelto una sonrisa que significaba «me gustaría introducirme entero en tu vagina como si fueras una instalación de Niki de Saint Phalle», pero se ha alejado de mí con la misma languidez con la que había llegado. Algún sensor en sus pestañas, como los bigotes de uno de esos gatos devoradores de langosta, ha debido captar mi vacilación, mi sentimiento de embaucador al recoger el premio de la Asociación Olof Palme por un reportaje que no dice nada nuevo, que está inspirado en mil y una noticias antiguas, que no aporta nada a nadie.

      He deseado hacer algo original por una vez. He lamentado haber llegado en taxi. Me sentiría mejor si me hubiese caído sobre la nieve, si hubiese aparecido con el traje manchado y arrugado. O si me hubiese presentado borracho y drogado como habría hecho Christer Petterson. Si hubiese extraído de mi bolsillo una bayoneta y la hubiese puesto sobre el atril, si hubiese sacado una hucha y hubiese recolectado dinero para el Estado Islámico, si hubiese blandido la pistola que mató a Palme y hubiese comenzado a disparar gritando «sic semper tyrannis», si después hubiese echado a correr...

      Pero no he hecho nada de eso. Les he mentido como hago siempre, como hacemos todos siempre. Les he dicho que estaba orgulloso y que La Revista estaba más orgullosa aún, he elogiado a Palme y a La Revista que me paga por mis mentiras. Mientras leía en voz alta un discurso anodino sobre la función del periodismo de investigación mi vista se perdía en el otro edificio, el azul cerúleo, el edificio de verdad, el del Premio de verdad.

      Recuerdo que el día que nos invitaste a langosta asistimos a clase de Periodismo Especializado. Aunque habitualmente por las tardes nos saltábamos las clases, cuando estábamos drogados hacíamos una excepción, nos excitaba que los demás se dieran cuenta. Jugábamos a escribir discursos de aceptación del Nobel, los cuatro en la última fila, el hachís en las pupilas, la risita ruidosa de quien intenta no hacer ruido. Ese día el profesor estuvo a punto de descubrirnos, Karl se guardó tu discurso en el escote entre las dos copas del sujetador, yo introduje la mano para recuperarlo, ella se ruborizó, Hans se ruborizó aún más, y tú me dijiste que yo no tenía derecho a hacerlo, que era una operación que te correspondía, que era tu día, que nos habías invitado a langosta. Recuerdo cómo comenzaba el discurso que extraje de entre las tetas de Karl y leí en voz alta al desenmarañar el papel: «Gracias a la Academia Sueca por concederme el Nobel por algo que no he hecho».

      Rudolph.

       10

       Haz lo que quieras

      La prueba era la siguiente: Karl debía irse a una habitación con los tres, uno por uno, y ellos tenían que regresar al salón con una erección que luego el resto de los jugadores aprobaría o no. No había transcurrido un mes desde su noche con Mofeta y de nuevo las erecciones se inmiscuían en el camino de Karl.

      Estaban en el apartamento que el padre de Rudolph había alquilado para él en el ensanche de Santiago, un piso de estudiante que parecía cualquier cosa menos un piso de estudiante, más bien una galería de arte o la vivienda piloto de una urbanización de lujo. Rudolph asumía con naturalidad su posición acomodada y no hacía gala de ella, salvo en el emblema de sus camisas y cuando se trataba de invitarles a algo; entonces decía que invitar era lo mismo que condescender, que lo mejor era que cada uno se pagase lo suyo.

      La noche de las erecciones se sentaron sobre la alfombra alrededor de una mesa baja en el salón discretamente amueblado. Fotografías en blanco y negro recubrían dos paredes, de otra colgaban las guitarras, la Fender blanca y negra y la Rickenbacker color madera, Rudolph se ofendía si las confundías. En un cojín se movía nerviosa la prima del anfitrión, que estudiaba Medicina y compartía residencia con Asun y Karl. Aunque se llamaban primos el uno al otro, en realidad no los unía ningún parentesco, sus madres eran solo viejas amigas. Saltaba a la vista que estaba enamorada de Rudolph desde niña, desde siempre, igual que era obvio que él la ignoraba, que para él era la prima molesta a la que tienes que sacar de paseo para contentar a tus padres.

      Era una chica alta, de piernas largas, pelo pajizo recogido en una cola y ojos verdes muy brillantes. La afeaba un visible defecto, dolorosamente visible: las encías engullían sus dientes, minúsculas piezas amarillas, más que dientes uñas de cerdo (Uñas de cerdo era como la llamaba a sus espaldas Asunción, que tenía una agudeza especial cuando se trataba de burlarse de los defectos físicos de los demás). Intentaba no abrir mucho la boca y eso le restaba naturalidad; tampoco era lo suficientemente brillante para los estándares de Rudolph, de hecho, había suspendido todas las asignaturas del primer cuatrimestre. Años más tarde comprendió que lo suyo no era la Medicina, sino el arte. Nunca habría pasado de pintora mediocre si «Unos cuantos piquetitos» no se hubiese cruzado en su camino. No fue el contenido del cuadro de Frida Kahlo (un marido que asesina a su mujer con un punzón) lo que cambió su vida, fue el uso que la pintora hace del marco, lleno de manchurrones de sangre roja y agujeros de punzón pequeños y profundos. Esos agujeros fueron la puerta que Uñas de Cerdo aprovechó para huir de la Medicina: empezó a ampliar sus pinturas utilizando no solo el marco, también las paredes, tres metros de mural rodeando un pequeño cuadro de 75 x50, un punto de partida sobre el que construir su obra, más vistosa que brillante, diferente en cada exposición temporal, obligando a galerías y museos a repintar las paredes al finalizar.

      Asun era la otra invitada a la fiesta; acudió a regañadientes, aunque Asun lo hacía todo a regañadientes.

      Visto con la perspectiva que dan los años, la escena es ridícula, casi bochornosa, pruebas adolescentes en las que pagar prendas, Asun en bragas tapándose con un cojín, Karl convertida en la Virgen de las Erecciones. Ahora no le cuesta darse cuenta


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