Infelices. Javier Peña

Infelices - Javier Peña


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divertida. Me dice que me quite los pantalones porque les va a dar con agua y jabón en el baño del despacho de la Consejera. Así es como llegamos a estar los dos frente al espejo, con las cremas antiarrugas de la jefa esparcidas en una bandeja junto a un cepillo de dientes de cerdas gastadas y una caja de laxantes con el prospecto desenrollado. Veo el reflejo sonriente de Kegel frotar con fuerza agitando sus extensiones negras de crin de caballo. Veo a una Baby Jane con el lunar en la mejilla equivocada. Veo a una adolescente de casi sesenta años recién liberada de un secuestro sexual donde la han mantenido media vida alimentada a base de muesli y zumo de arándanos. Veo una muñeca Barbie rescatada demasiado tarde del fuego como para salvar su firmeza, sus turgencias; ahora está medio deshecha, fláccida, llena de pellejos. Y me veo también a mí mismo, ya en declive, un puñado de años antes de cumplir los cuarenta —Kegel podría ser mi madre si se hubiese dado prisa—. Veo una nueva verruga, apenas perceptible, muy molesta a la hora de afeitarme, veo una mancha del sol en la piel que se expande con el paso de los días, veo venas rotas que se bifurcan una y otra vez como afluentes rojos sobre mi nariz, veo pelos enquistados que se enroscan sobre sí mismos creciendo ad infinitum en su madriguera y originando purulentas cápsulas en el exterior, veo mis incisivos inferiores separarse y montarse uno sobre otro milímetro a milímetro. Lo que me preocupa es lo que no veo: ¿no estará ahora formándose un minúsculo tumor, como esa pequeña verruga, en alguno de mis órganos, puede que en el hígado o seguramente el colon porque siempre he tenido digestiones difíciles? ¿No estará enquistándose un cálculo en el riñón, disponiéndose a obstruir el paso de la orina y generar un grave fallo renal, tal vez una infección mortal? ¿No estará el páncreas cansándose de segregar insulina y simplemente dejará de hacerlo provocándome el coma diabético? ¿No estarán mis arterias, rebosantes ya de colesterol y triglicéridos, preparadas para causar una angina de pecho, un infarto, un ictus? Envejecer para mí es más esa sensación de pudrirme por dentro que las manchas, las venas rotas o los pelos en las orejas; no es la virulencia de las resacas, ni siquiera la calidad menguante de las erecciones, menos duras, menos prolongadas, menos espontáneas, que me obligan a un parón en mi incesante monólogo interior bajo la amenaza de ablandamiento instantáneo, y aunque eso no sea un problema en el uso doméstico —para que nos entendamos, vivo solo—, podría llegar a serlo en el uso, digamos, a domicilio. Pero aquella tarde de febrero el uso a domicilio lleva inactivo desde tiempos inmemoriales. Desde el episodio de Lengua Rugosa. ¿Y cuánto hace de eso? Siete, ocho años. Eso pienso delante del espejo esa tarde malhadada: que no follo desde hace siete años. Kegel sigue frotando y contrayendo los músculos de la cara en una sonrisa un tanto forzada. Seguro que está aprovechando para ejercitar el suelo de su vagina.

       12

       Suite n.º 1

      MORITZ SCHLICK

      Pon la Suite n.º 1 de Bach para chelo en un cedé o será imposible que puedas escuchar esta historia.

      PRELUDIO. Me había cansado de oírla en casa. Comenzaba con un «tarará rarará...» y ella dibujaba con la mano izquierda el gesto de pisar las cuerdas y con la derecha movía un arco imaginario sobre el puente imaginario de un violonchelo imaginario. Sentada en camisón en el borde de la cama, arqueaba las piernas como si abrazara la caja con ellas. Sus muslos tensos señalaban el camino a la estimulante visión de sus bragas, pero cualquier acercamiento era repelido con un puntapié, en el mejor de los casos.

      —Déjame, imbécil, esto también son ensayos.

      Entonces detenía el cedé y lo volvía a poner desde el principio. «Tarará rarará...».

      En solo unas horas debuta como solista en el teatro al que la llevé la noche que empezamos a salir y, aunque no es más que un auditorio de provincias, supone un paso importante en su carrera. El paso siguiente a miles y miles de horas de ensayos de la Suite n.º 1 de Bach.

      ALLEMANDE. Los ensayos la dejan agotada: las noches las pasa en vela tocando un chelo imaginario, durante el día se duerme sobre el chelo real.

      Hace dos días la encontré tirada en el sofá, mientras el voluminoso instrumento, mal apoyado en la pared, no se quebraba contra el suelo por alguna matemática del equilibrio que no alcanzaba a comprender.

      —He tenido una sensación horrible —me dijo—, estaba despierta pero no podía moverme, solo los ojos, el diafragma, la respiración. Era como estar muerta pero viva, la muerte que más temo: no tener cuerpo, solo cerebro durante la eternidad.

      Le dije que tenía que dormir más y la acaricié con caricias que no rechazó hasta que me aproximé a su sexo. Sus miembros recuperaron entonces la firmeza y la fuerza perdidas y volvió a poner el cedé donde lo había dejado. «Tarará tarará...».

      COURANTE. Por la tarde está de mejor humor mientras tomamos un café aguado y bromeo con ella. Estoy lavando las tazas en la cocina, no sé lo que digo que le hace gracia. Cuando no está ensayando suelo resultarle gracioso. Esta vez se ríe con ganas y al momento se desploma con violencia sobre la mesa y empieza a sangrar por una brecha en la frente. Me asusto porque la sangre es oscura y abundante, unas gotas incluso se precipitan sobre las baldosas, pero con algodón y alcohol soy capaz de detener la hemorragia, y la herida se queda en un huequito que no notaría ni el más avispado de los espectadores de la primera fila del teatro. Le digo que son los nervios. Le digo que duerma un rato, cariño.

      La miro mientras duerme. Es una preciosidad, sin duda la mujer más hermosa con la que he estado. Con el pelo negro cortado a la taza, tupido y suave, con los ojos verdes, redondos y prominentes, que siempre miran fijamente, con los dientes perfectos, grandes y alineados, entre los que introduce la lengua cuando ríe (de hecho temí que al golpearse con la mesa de la cocina se la mordiera), con el cuerpo de Proserpina esculpido por Bernini en mármol blanquísimo. Me encapriché de ella cuando la escuché tocar en el húmedo túnel de una estación de metro, y la conseguí. Admito que tengo la habilidad de seducir a las mujeres y el don de echarlo luego todo a perder. Una vez un amigo me dijo: «Duras entre las piernas de las mujeres lo que tardan en recorrer la cicatriz de tu rostro». Entre las piernas de Proserpina, en todo este tiempo, el chelo siempre ha tenido preferencia.

      Mientras duerme tararea en sueños la Suite n.º 1 de Bach, que me adormece con sus arrumacos. «Tarará rarará...».

      SARABANDE. Me despiertan sus gritos un par de horas más tarde. Me pregunta muy enfadada cómo la he dejado dormir todo ese tiempo a tan pocas horas de la actuación. ¡Tenía que estar ensayando! Brama que me importa una mierda su carrera. Repite: «Es increíble, increíble, increíble». Cuando la beso para tranquilizarla levanta el brazo con la intención de descargar un puñetazo sobre mi hombro, pero no llega a bajarlo porque de nuevo cae dormida sobre el sofá. No más de diez o doce segundos. Aterradores segundos para ella. ¿Qué me pasa? ¿Qué es esto? ¿Por qué me duermo? Las lágrimas brotan de sus ojos verdes y se deslizan con la velocidad con la que el agua se desliza por el mármol pulido. Está claro, le digo, que debes evitar las emociones fuertes, pero tampoco puedes quedarte en reposo absoluto porque te dormirás: se trata de mantener un equilibrio, una armonía. Armonía, esa es la palabra.

      Pasa el resto de la tarde ensayando con un humor sombrío hasta que es la hora de subirnos al coche. De camino, en el cedé suena la Suite n.º 1, «tararará tararará...», y mientras ella mueve el arco imaginario con su mano derecha, yo utilizo la mía para acariciarle la pierna, pero me detiene, ¡imbécil!, porque está ensayando y yo le digo que tenemos que hablar. Que no es normal que me rechace todo el tiempo. Que no es normal que llevemos un siglo sin practicar sexo.

      —¿Y a ti te parece que este es el momento de hablarlo, cuando tengo un concierto en el que me juego la vida? Es increíble, increíble, increíble.

      Le digo que también es increíble que tenga que masturbarme en el baño a diario pensando en mi novia que está en la habitación de al lado, que no me acostumbro al rechazo, que en los viajes para la revista en que trabajo se presentan oportunidades que esquivo por ella, pero niega con la cabeza.

      —Sabes que no me


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