Infelices. Javier Peña

Infelices - Javier Peña


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resto por hablar de Foster Wallace o Palahniuk antes de que los editaran en España, adolescentes a los que todo les recordaba a tal o cual película de culto, adolescentes que manejaban datos, datos a raudales, pero datos al fin y al cabo, datos que no les aportaban madurez: sabían de la vida tan poco como ellas. La vida entonces se reducía casi exclusivamente al sexo. La promesa del sexo no realizado. La búsqueda del sexo que pedía a gritos una vía de escape. La cultura, la erudición forzada, preparada en casa ante el espejo, no era más que eso, una vía de escape para el sexo, plumas de colores, un ritual de apareamiento. ¿Y ellas? Ellas eran todo indirectas, nervios, rubores, antipatías fingidas, sonrisas de encías carnívoras... Qué ridículo le parece todo ahora. ¿Por qué tantas vueltas? ¿Para qué tantos desvíos? ¿Por qué inventaban juegos para follar? ¿Por qué no follaban simplemente?

      El juego exigía tres erecciones para no pagar prenda. El primero en meterse en la habitación con ella fue Moritz. Karl le dijo: «Haz lo que quieras». Él se sorprendió por la generosa oferta y, tras un segundo de duda, metió la mano bajo el elástico de su falda y le acarició las nalgas con una ternura insólita en el cínico que era. Muy pronto, como si quisiera responder a lo que de él se esperaba, sin soltarle el trasero, la atrajo hacia sí de un tirón. Al chocar sus cuerpos, ella sintió una extraña y cilíndrica opresión por debajo del ombligo y comprendió que había superado la prueba. El segundo fue Rudolph, con quien repitió la operación: «Haz lo que quieras». Aún no había terminado de pronunciar la última palabra cuando él ya le había llevado la mano al bulto del pantalón. Después de liberarlo, Karl cerró el puño alrededor del miembro y se maravilló de lo rápido que cobraba vida y de cómo la obligaba a ahuecar la mano. Cuando regresaron al salón junto al resto de los jugadores, la magnífica erección de Rudolph le valió el aplauso de Moritz y Asun, mientras la prima se mordía el labio inferior con sus pequeños incisivos. Hans cerraba el juego. De nuevo «Haz lo que quieras». No hizo nada. Carraspeó, la miró a los ojos como queriendo decir algo, pero no acertó a abrir la boca. Estaba tenso como Amara al abrazarla, incómodo como si le sobraran los brazos, como cuando duermes acurrucado con alguien y darías lo que fuera por ser manco, erizado como un gato que detecta la cercanía de un bebé. «Haz lo que quieras», repitió Karl, pero se dio cuenta de que no era necesario, que bajo el pantalón el objetivo parecía cumplido. Más o menos cumplido. Con lo que no contaban era que de camino al salón, en silencio y con pasos cortitos, cohibidos por lo que había pasado, por lo que no había pasado, el bulto se deshincharía, y al llegar a la meta la erección apenas perceptible sería recibida con compasivos abucheos ante el sonrojo de Hans, que se encogió de hombros como si dijera qué se le va a hacer.

      Si Karl tuviera que elegir el instante preciso en el que se encaprichó de él, diría que fue en aquella habitación, rodeada de láminas de Richard Rauschenberg y Jasper Johns, en una casa de diseño antes de que se popularizaran las casas de diseño, esperando a que Bartleby el escribiente le metiera mano.

      Desde aquel día procuró tropezarse con él más de lo normal, lo rozaba con sus piernas cuando se sentaban cerca, se apoyaba en él y aplastaba sus pechos contra la espalda de Hans para explicarle cualquier cosa, el contacto físico casual, antes inexistente, se convirtió en más frecuente de lo habitual. Él debía de notarlo. Tenía que notarlo. A no ser que sufriera una enfermedad de la médula espinal que ella ignoraba. Pero no hizo nada. Siguió sin hacer nada. Paradójicamente, esa inacción, en vez de disuadir a Karl, la atraía más y más. Su timidez llevada al extremo, su inseguridad, su «preferiría no hacerlo» lo convirtieron pronto en su preferido de entre los tres.

      Pero la noche de las erecciones su plan era otro, tan premeditado que aún hoy resulta vergonzoso, tan simple que era imposible que fallase. Una cartera escondida (no un pañuelo ni nada prescindible, sino un objeto que fuera necesario volver a buscar después de marcharse, bien escondido para que nadie lo viera antes de salir, bien escondido para que luego tuvieran que buscarlo los dos palmo a palmo), y de camino a la residencia llevarse las manos a la cabeza y decir ¡la cartera! Y total para qué, si a Asun no la podía engañar y la prima creía que todas querían acostarse con él. Tantos esfuerzos para disimular lo que todos sabían. Y, en el fondo, qué le importaba a Karl lo que supieran, fingir era parte del juego del sexo, otra vuelta, otro desvío, una prueba para no pagar prenda. Y les dijo que se fueran y llamó al timbre y el día que diría que se encaprichó de Hans fue el día que por fin pasó a mayores con Rudolph.

       11

       Tercera parte del testimonio

       de un asesor

      Los hechos no ocurren solos, no suceden, no se producen. Los acontecimientos no acontecen: los acontecimientos se desencadenan. Uno lleva al otro, el otro al siguiente, y el siguiente conduce a este testimonio. Para que se me entienda, hoy no estaríais leyendo estas palabras si yo no hubiese acabado sin pantalones en el baño de la Consejera, y eso no habría sucedido si no me hubiese ardido la entrepierna, y mi entrepierna no habría entrado en combustión si la secretaria de la Consejera no tratara de combatir el envejecimiento del útero con ejercicios de Kegel, etcétera, etcétera. No imagináis hasta qué punto, aquella tarde de hace dos meses, me tenía hasta la coronilla con los dichosos ejercicios. Es decir, me parece perfecto que quiera fortalecer su suelo pélvico, pero teniendo en cuenta que trabaja a media jornada, bien podía hacerlo en su casa. Llega a mear cinco o seis veces en cuestión de un par de horas, luego se sienta en la mesa delante del despacho de la Consejera y contrae y relaja la vagina, aprieta y suelta, estrecha y dilata, comprime y afloja. No es que me enseñe el sexo mientras lo hace, ni que me lance pelotas de ping pong, ni que escriba su nombre en tinta roja con el coño como en un espectáculo en Bangkok, pero no es difícil interpretar en su rostro cada movimiento de sus músculos vaginales, como si hiciera los ejercicios de Kegel también con los músculos faciales. Inspira y espira, suelta el aire con fogosidad, casi un gemido, luego se ruboriza, no de vergüenza, que tiene poca, sino por el esfuerzo. La ejercita tanto que apostaría que puede cascar una nuez con la vagina, lo cual sería, por otra parte, el mayor mérito de su jornada laboral. Las competencias de Kegel —llamémosla así a partir de ahora— se limitan a coger el teléfono y tomar nota de la llamada. El teléfono suena —está comprobado— cada vez que Kegel está en el escusado vaciando la vejiga y cada vez que prepara en el cubículo que usamos como office una infusión para llenar de líquido su tracto urinario. Hacer té-Beber-Mear-Contraer Vagina-Relajarla. Ese es el trabajo por el que Kegel cobra su sueldo. Fijaos en ella: otra vez va al baño. «Óscar, cariño, cógeme el teléfono si suena, por favor, cielo», grita desde el extremo de la oficina. Y yo sé que va a sonar, que es matemático, que alguna fuerza cósmica une el tránsito de la orina por la vagina de Kegel con el invento infernal de Alexander Graham Bell. ¿Podéis oírlo? Ahí está el timbre de nuevo, no han transcurrido ni treinta segundos. Secretario de la secretaria, a eso se ha reducido mi carrera profesional. Me he quedado hasta tarde para adelantar un par de discursos, pero Kegel no para de interrumpirme. Ya solo permanecemos los dos en el Gabinete, vacío y oscuro. Es un viernes de febrero y ni la luna casi llena da un respiro a la negrura exterior. Cuando entré a trabajar era de noche, cuando salga será de noche. Cruzo el despacho de prensa. Al otro lado de un pequeño patio está la parte en la que trabajan los funcionarios, las luces llevan apagadas ahí desde poco después de las tres, hace más de cinco horas. El último en marcharse fue el encargado de mantenimiento, al que he escuchado llamar con desprecio temporeros a los asesores en más de una ocasión. «Os dais aires, pero sois como los yogures, con fecha de caducidad», le dijo un día a Americanas. Tiene razón, pero ahora los yogures damos las órdenes que los funcionarios cumplen con parsimonia y displicencia. Cojo el teléfono: es la Consejera. Sobre la mesa de Kegel humea una de sus infusiones. «Ahora mismo no está, jefa, está en el baño». En ese instante, cuando aún estoy pronunciando la eñe, aparece Kegel de vuelta del váter corriendo con pasos cortos y arrastrando los pies. Me arrebata el auricular de la mano mientras golpea con su trasero achatado como una manzana la taza hirviendo que se derrama sobre mi pantalón a la altura de los testículos. Quema. Escuece. Duele. Pienso: si por lo menos colgase de una puta vez, podría gritar a gusto. Pero ni eso. La única solución que encuentro plausible es


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