Infelices. Javier Peña

Infelices - Javier Peña


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pasillo gritando estas palabras: cambio en la agenda. La americana, dos o tres tallas más grande de lo debido, le confiere un aire cómico. Puede que la razón sea la obvia, que ha adelgazado y no ha renovado el armario, pero en cuatro años compartiendo gabinete con él siempre se ha mantenido en el mismo peso, kilo arriba kilo abajo. El peso no es lo único que mantiene, también los trajes y las camisas raídas en los puños; el peinado, siempre hacia un lado, rígido, pastoso; las corbatas, anchas, con brillos, rayas naranjas, cuadros rojos, diminutos lunares amarillos —amarillo, el color de moda—. Solo que la impresión almidonada que desprende a simple vista se borra de un plumazo cada vez que se pone a vocear en medio del pasillo. Es entonces cuando uno se pregunta si el tamaño de la chaqueta no tendrá que ver con haber dejado pasar de vuelta en algún momento anterior las mangas de una camisa de fuerza. «¡CAMBIO EN LA AGENDA!». Vocifera aún con más vehemencia y la chica del cáncer se ríe con los ojos, con sus ojos grandes y extraños, como clavados en las órbitas, como si al esculpirlos les hubiesen dado un martillazo de más. Sus ojos se ríen constantemente, más a menudo que su boca. Son ojos que dicen qué coño hacemos aquí y me recuerdan que al menos nosotros estamos cuerdos, que en cualquier momento podemos romper el gran ventanal que nos separa del mundo real, detrás de las carpetas, de los dosieres desbordados, del material de oficina desgastado, de impresoras inservibles, de botellines de agua a medio beber, de la orquídea blanca y reluciente que ella trajo el día que nos mudamos a ese habitáculo hace dos años y medio. Romper el ventanal y escapar corriendo. A veces sus ojos lloran de risa, esos son los momentos que realmente merecen la pena. «CAMBIO EN LA AGENDAAAAAA». El tercero debería ser ya el último aviso, el estiramiento de la a final es la señal de que da a todos por enterados. Poco a poco nos vamos acostumbrando a esta ceremonia, aunque no tiene más que un par de semanas de antigüedad. Todo comenzó tras una injusta reprimenda de la jefa de gabinete. El culpable no era el hombre de las americanas desproporcionadas, sino el encargado de protocolo, un afeminado con anchas caderas que balancea al andar, tolerancia a la cerveza que suele poner a prueba de buena mañana, y un don para escurrir el bulto. Llevar al día la agenda es una de sus escasas atribuciones, pero como no sabe manejar el programa informático en el que se registran los actos, necesita la ayuda de Americanas —llamémoslo así a partir de ahora—, de tal forma que también puede endosarle los errores. Le es muy útil, por ejemplo, para culparle de las veces que la agenda queda en suspenso porque tiene que hacer un recado y vuelve dos horas después dando traspiés con los ojos más enrojecidos que de costumbre. Desde el día de la bronca, Americanas se dedica a gritar los cambios a voz en cuello en mitad del pasillo, lo cual, además de condensar el aire de manicomio, tampoco supone una ventaja real, porque la mayor parte de las veces no es tan importante saber qué cambia como el motivo por el que lo hace. Sin embargo, el día en concreto del que hablo, el motivo es más que evidente para todos. Estamos a vueltas de nuevo con los uniformes. Seis meses atrás la Consejera había dado orden de renovar los uniformes de los centros de mayores y discapacitados dependientes del departamento. Hasta ahí, todo normal. Lo que sucede es que ha resultado ser una esclava de la moda y le encargó a una marca local muy conocida unos uniformes de diseño. Dijo que estaba harta de batas blancas o verdes, abotonadas, con el nombre bordado en el bolsillo. Dijo que si a ella esas batas le quitaban las ganas de vivir, no se imaginaba qué provocarían en los viejos. La Consejera, como el encargado de Protocolo —llamémosle Lúpulo a partir de ahora—, patina con el alcohol, y por las tardes no es raro verla llegar especialmente locuaz: entonces los mayores se convierten en viejos y los discapacitados, en tontos o tullidos. El caso es que diseñaron unos nuevos uniformes más modernos y mucho más caros, que no se abotonan, sino que se sacan por la cabeza como un jersey. No contaban con la poca gracia que les hizo a los enfermeros y cuidadores tener que restregarse el uniforme por la cara para cambiarse, a veces lleno de vómito, de saliva, de heces, de sangre, de alguno de los líquidos malolientes que los viejos sueltan como una cañería estropeada. Poco después llegó un brote de legionela, que seguramente fue una casualidad, pero coincidió con el contagio de ébola de una enfermera en Madrid, y dejó en evidencia, más si cabe, la técnica de extracción de los nuevos uniformes. No tardaron las primeras protestas organizadas de los trabajadores, que incluso acudieron al Parlamento a abuchear a la Consejera. Ella respondió que si de lo que la acusaban era de que le gustase la moda, entonces se declaraba culpable, ante la estupefacción y vergüenza ajena de diputados y periodistas. El cese planeó sobre nuestras cabezas durante unas semanas —el de la Consejera y el de todo su gabinete que, para bien o para mal, está ligado a su suerte—, hasta que la polémica se interrumpió de repente. Las culpables fueron las almejas; más en concreto, una toxina en los bivalvos que desvió la atención mediática hacia la Consejería de Pesca. Pero lo que se llevaron las almejas lo devolvieron las avispas siguiendo alguna mierda de ciclo lógico de la naturaleza. Una colonia de avispas asiáticas atacó a una enfermera en uno de los centros que tiene la Consejería en el rural. Las picaduras la dejaron en coma y se llegó a temer por su vida. «Tiene tanto veneno en el cuerpo que comerle el coño es como comer setas alucinógenas», había dicho el Prestidigitador después de hablar por teléfono con el departamento de Sanidad. La Consejera se enfada entonces con los periodistas: ella no puede controlar a las avispas, ha sido un desgraciado accidente, es el colmo que le echen esto también en cara, es increíble que hagan amarillismo —amarillo, el color de moda— con la tragedia y una vida humana. Con la ira, su tez brillante de bótox refulge como el uranio líquido y sus piernas se cimbrean sobre los tacones. En la radio, que tienen a tope de volumen los redactores de prensa, un experto se muestra asombrado por un ataque masivo de avispas asesinas tan lejos del nido. «Es un suceso extraordinario», dice, «algo las ha tenido que atraer, estamos investigando el motivo para evitar nuevos casos». Rebusco en mi memoria y luego en el montón de periódicos atrasados que guardamos en un desvencijado armario que desprende un desagradable olor a madera vieja. Olor a mendigo. No me cuesta mucho encontrar en el mueble maloliente el diario del día de la presentación de los uniformes. «Adiós, batas blancas. Amarillo es el color de moda». Los ojos de la chica del cáncer dejan de sonreír. «Mierda», me dice. «Mierda, mierda, mierda, Óscar. No me puedo ir al paro ahora, no por esta gilipollez, no así». Y se pasa una mano por su melena negra y lisa. Por su melena postiza.

       8

       No More Auction Block For Me

      CANCIÓN TRADICIONAL DE LOS ESCLAVOS AMERICANOS

      La quimioterapia le ha robado el misterio de su melena.

      La melena de Marga: un sauce de copa negra que la hacía inconfundible desde donde la vieses, un surtidor disparando tirabuzones, pernos, pasta oscura en espiral. Quien no sabía su nombre la conocía como la chica del pelo rizado o la chica del pelo de negra o, simplemente, la Pelos.

      Óscar le dice que el ciclo vital de cada cabello de la nuca de una mujer dura alrededor de ocho años en los que crece a razón de 0,3 milímetros a la semana de media antes de caer, por lo que en las 416 semanas que hay en ocho años, si no se corta, puede llegar a crecer casi un metro treinta. Marga no le cree demasiado porque no supera el metro sesenta y cinco, y antes de la quimio no veía razón para pisar una peluquería.

      Óscar le dice que el motivo de que el homínido perdiera el pelo en el cuerpo y no en la cabeza fue para protegerse de las insolaciones en la sabana africana de la que todos procedemos y que por eso los negroides mantienen aún hoy un cabello más rizado o ulótrico, en forma de elipse, para resguardarse del sol. Ella dice que de acuerdo y apunta mentalmente: no viajar a África durante el tratamiento.

      Óscar arrastra la calvicie desde los veintialgo, así que Marga decide dejar sus enseñanzas capilares en cuarentena.

      Óscar tampoco conoce al resto de las mujeres de la familia de Marga Resulta que todas tienen el pelo de negra. Llama la atención que los hombres, en cambio, mantengan el cabello lacio. Es difícil darle una explicación lógica al fenómeno, una solución al misterio de su melena.

      Las ramas masculinas de su árbol genealógico conforman una saga de patrones, marineros y pescadores que se remontan más allá de lo que nadie en su familia puede recordar. Hombres que han recorrido los confines


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