Infelices. Javier Peña
ella quiere, el que a ella le gusta, es algo diferente, y no está dispuesta a renunciar a él para siempre. Pero sí por ahora. Si algo le ha enseñado el cáncer es a vivir cada día, o mejor dicho cada tres semanas, de sesión en sesión de quimioterapia. En esta sesión tiene pareja, la siguiente, Dios dirá.
En esta sesión, el bajo toca los Smiths, el cantante canta Still Ill, y Marga está feliz, borracha por primera vez desde el 22 de diciembre. En esta sesión lo tiene claro: la vida para ella es solo tomar y no dar.
6
Amara
Quién le iba a decir a Karl que acabaría teniendo una hija con uno de aquellos tres gilipollas. Y quién que Amara acabaría pareciéndose más al pequeño Hans que a su padre biológico. A veces se pregunta si no habrán encontrado los espermatozoides alguna manera de ocultarse sigilosos en su vagina, aferrados a una pared del útero, esperando a acoplarse como si tal cosa a un chorro ajeno de semen. Si esto fuera posible, naturalmente posible, tampoco le habría extrañado; no como acto de venganza, no como ejercicio de rencor seminal, sino más bien como el reflejo de aquel hombre silencioso, de esa forma de ser tan suya, siempre agazapado y ausente cuando estaba con ella y, en cambio, tan presente en la distancia, incluso después de tantos años, incluso a través de Amara, el canal más insospechado para volver a su vida.
Ahora Amara está allí sentada en el borde del sofá, los hombros erguidos como es habitual en ella, mientras el televisor habla sobre Micenas con la voz apagada de los documentales que emiten en la televisión pública. Su mirada fija, casi perdida, la conoce bien; aquella mirada que asustaba a Karl cuando era más pequeña, tanto que consultó a varios pediatras la posibilidad de un retraso (ella prefiere la palabra disfunción).
A estas alturas, a punto de cumplir los ocho años, sabe que el cerebro de Amara procesa a más velocidad que el del resto de los niños de su edad; en realidad está procesando más rápido que su propio cerebro, aunque no podría culpar a nadie por pensar lo contrario. Como el verano pasado cuando fueron juntas a Roma, en uno de esos viajes estivales a los que la lleva para lavar su conciencia. Ella conoce al dedillo los Museos Vaticanos y eso le permitió, sentada en un banco, disfrutar por completo de la reacción de Amara, de esa mirada fija en la pared del Juicio Final, inmóvil minuto tras minuto, mientras los demás visitantes discurrían a cámara rápida y hacían fotos furtivas, desafiando la prohibición, con móviles, con cámaras compactas, con réflex camufladas. Solo si alguno usaba el flash se ganaba la reprimenda de un vigilante. «¡No photo! ¡No photo!». Miraban hacia el techo, daban un par de vueltas a la Capilla Sixtina y se marchaban con sensación de misión cumplida. Amara no, Amara seguía allí mirando hacia arriba, los brazos y el torso relajados, el cerebro procesando sabe Dios qué, y Karl, en ese preciso instante, no podía dejar de querer a esa pequeña rareza que había salido de sus entrañas ¿Era eso el instinto maternal? ¿Tenía ese instinto algo que ver con que la inclinación de Amara hacia el arte sea lo único que parece haber heredado de ella?
El arrebato de amor fue interrumpido por un turista español que quería fotografiar a su novia frente al Juicio Final y no deseaba que Amara apareciese en el encuadre. El chico hizo un gesto con la mano abierta a su compañera indicándole que esperase: «A ver si se quita la niña autista de ahí». La novia le dio un codazo y musitó entre dientes que la madre de la autista estaba detrás. Luego, en voz más alta, añadió: «gilipollas». Tal vez Karl debería haberse enfadado, igual debería haberles afeado el comentario, pudo haber presumido del cociente intelectual de su hija, pudo haber fingido el autismo de Amara, echarse a llorar y humillarlos, pero se sorprendió a sí misma disfrutando de la situación. ¿Cómo podría echarles nada en cara a dos extraños si ella misma había pensado que Amara tenía una disfunción? Cuando los chicos, visiblemente incómodos, se marcharon sin foto, ahogó una carcajada tapándose la boca con la mano. Al oírla, Amara salió del trance, se volvió y fue junto a ella. Karl abrazó con fuerza a su hija; toda la relajación del cuerpo de la niña viendo a las blandas almas hundirse en el infierno se convirtió en rigidez en el momento del abrazo (malditos espermatozoides escapistas).
Que Amara es diferente salta a la vista. No es que Karl sea la típica madre que cree que su hija es la más lista, de hecho, no soporta a esas madres, a esos grupos de madrazas, cuyos hijos juegan juntos en el parque o el colegio, que se ponen verdes cada vez que tienen la ocasión, cuando no se acuestan con el marido de otra. Esas madres a las que les regalan tarjetas de eres la mejor madre del mundo. Esas madres que celebran que un niño de cinco años haya dejado de mearse en la cama con una fiesta de cruasanes y emparedados como si el niño hubiese descubierto la vacuna de la poliomielitis. Esas madres que te cuentan que su hijo ha preguntado por qué papá tiene pito y ella no y que añaden un «qué listo es, a ver si vamos a tener un Einstein en la familia». No se refiere a esa sublimación absurda del proceso normal de maduración, del descubrimiento del cuerpo y del mundo, del desarrollo del lenguaje que tanta gracia les hace a los familiares y que, de ninguna manera, convierte a los niños en especiales. ¡Si no lo hicieran tendrían un retraso! (Y ahí sí utiliza la palabra retraso). Amara es realmente inteligente y ella no lo celebra; al contrario, le asusta, porque ya lo ha vivido de cerca y sabe que es el camino más corto hacia el dolor, que en pocas ocasiones va a servir de ayuda real; sabe que será un foco de decepciones y, a medida que vayan pasando los años, después de la sorpresa, los elogios y las buenas calificaciones en el colegio, la utilidad práctica de esa inteligencia superior a la media se va a ir diluyendo y poco a poco va a dar paso a una intensa sensación de fraude. No solo no lo celebra, sino que se siente culpable. No deja de pensar que ese mundo interior que Amara apenas muestra es su creación involuntaria por haber hecho de ella una niña solitaria, sin padre, sin abuelos, sin hermanos, con un primo al que nunca ve, con una madre siempre de viaje, con cuidadoras por las que no demuestra ningún tipo de afecto, sino más bien indiferencia.
Amara, a ojos del resto del mundo, es un remanso de paz. Gladys, la mujer que la cuida, le dice a Karl que tiene la impresión de estar robándole el dinero, que es imposible ser más tranquila. Karl no le recuerda ni una sola pataleta, lo cual no quiere decir que no intente salirse con la suya, pero utiliza otras armas, como en el centro comercial con el abrigo de pelo rosa. No quería comprárselo porque le parecía demasiado caro, pero la niña le habló del frío que pasaba camino del colegio. Ella le enseñó un plumífero negro, pero la niña le dijo que necesitaba algo rosa, porque en clase la llamaban marimacho, un gordinflón incluso había empezado a llamarla Amaro. Ella, aunque no la creyó, porque Amara de aspecto es muy femenina, quiso comprarle un plumífero rosa, pero la niña la miró con esa cara de condescendencia, de qué normal eres, de qué razonamientos más pueriles, de aparta del camino de un genio, esa cara que tan bien conocía de Hans (maldito semen escondido).
Y ahí está ahora, con su abrigo de pelo rosa, en el borde del sofá, un gorro de lana con dos cordones a los lados como los que llevan en Alaska en las películas, un mechón negrísimo cayéndole sobre la frente, la nariz roja por el calor de esperar siempre en casa con la ropa puesta como si fuera a declararse un incendio y no quisiera tener que huir en pijama, abrigada en el mes de mayo como si previese que se avecina una catástrofe, con la mirada profunda y a la vez distante del auriga de Delfos del que acaban de hablar en el documental, esa mirada azul que, como el auriga, parece seguir observando algo que ocurrió hace 2.500 años.
Apaga el televisor y le dice a Amara que van a llegar tarde al colegio. La niña sigue con los ojos clavados en un punto de fuga de la pantalla ya completamente negra. «Mamá», dice, «¿podemos ir a Grecia este verano?». «Claro que sí, cielo», le contesta Karl acariciándole suavemente la mejilla, con cariño, pero también con pena.
Y ahí sigue Amara sentada en el borde del sofá, preparada para sufrir todo el dolor del mundo. Preparada para ser un nuevo fraude.
7
Segunda parte del testimonio
de un asesor
Quiero