Infelices. Javier Peña
ella gastaba su paga semanal en un autobús a la prisión de Corcoran. No puedo imaginarme a nadie peleándose con sus padres, perdiendo a sus amigos o huyendo de casa para casarse con un asesor. Por otra parte, ¿cómo iban a hacerlo si nadie sabe qué es en realidad un asesor? El concepto en sí es muy vago, agrupa a expertos en protocolo con periodistas y licenciados en Ciencias Políticas; abundan también, es cierto, los familiares del Partido. Que nadie tenga ni idea de qué es un asesor no excluye que se les culpe de la corrupción, el paro o la crisis económica. Seguro que lo habéis oído alguna vez. ¡Por supuesto! El culpable de la crisis es este asesor que hoy escribe un alegato con su voz como antes escribía discursos con la voz de otros. O eso dicen, porque yo me niego a considerar discurso al martilleo compulsivo de ideas banales que me obligaban a repetir una decena de veces por semana y que, como trabajaba en el departamento de Bienestar, variaban en su temática entre el alzhéimer, el síndrome de Down, la parálisis cerebral, la pobreza infantil, la adicción a las drogas o el descenso de la natalidad. El Prestidigitador siempre decía lo mismo: «Con el discurso del alzhéimer no te mates, total no se van a acordar». Lo peor es que tenía razón. La Consejera cuando visitaba a los enfermos llevaba consigo los folios que yo había escrito ¡y se los leía! A los críos con síndrome de Down, a los de la parálisis que apenas se tienen en pie, a los drogadictos que solo piensan en la próxima dosis de metadona. Les leía las plazas que se habían creado para ellos, el porcentaje de crecimiento, el dinero que se había invertido. Era admirable porque lo decía de tal forma que hasta ella misma se convencía de que había salido de su bolsillo; repasaba con ellos equipamientos y reformas, refuerzo del personal y avances tecnológicos, tantos por ciento, número enteros, números con decimales, números primos, números simpáticos, cifras y más cifras, cifras infinitas, la sucesión de Fibonacci. Lo decía arrastrando la erre, porque encima la tía no sabe decir la erre. Tal vez, con suerte, brevemente, antes de la despedida, le dedicase unas palabras a lo bonito que era trabajar para ellos mientras la cuidadora le limpiaba la baba teatralmente a uno de los niños con parálisis. Un día en mitad de un discurso un viejo se cagó del modo más ruidoso y oloroso que se pueda imaginar. Por primera vez en mi vida me atraganté reprimiendo una carcajada, hasta el punto de que un enfermero intentó hacerme la maniobra de Heimlich.
3
Junio: William Burroughs
Te escribo desde Nueva York:
A través de las cortinas del Hyatt veo resplandecer el acero del edificio Chrysler, da la impresión de que si alargo el brazo podría tocar una de las águilas encaramadas al piso sesenta y uno, que sobresalen como el puño amenazante de un boxeador. El televisor centellea sobre las sábanas deshechas, un rótulo recorre la parte inferior de la pantalla, el mismo rótulo que ayer pude leer en los neones de Times Square. «Rudolph Giuliani pone en duda que el presidente Obama ame a América». Contemplar la caída de ese otro Rudolph me causa cierto desasosiego, como si se tratase de un presagio. Lo decías a menudo: «Nomen omen». El nombre es el destino. Tú, Moritz, me diste el nombre de Rudolph. ¿Significa eso que también has marcado mi destino?
En Times Square cruzo la calle cuarenta y dos en dirección oeste con la cámara Nikon colgada al cuello. Al dejar Broadway a mi espalda, Manhattan pierde su encanto y me envuelve cierta melancolía de drugstores y pharmacies, de amplios gimnasios y sudorosos ventanales
De regreso al hotel me detengo en un Kentucky Fried Chicken. La cola de neoyorquinos aguardando su turno llega hasta la puerta. Ver a tanta gente esperando me ha abierto el apetito, como si hubiese racionamiento y los alimentos se fuesen a agotar si no me uno a la fila. No hay mesas libres y tengo que sentarme junto a dos chicas de veinte años, una negra con un traje beis de dos piezas y una pelirroja con vaqueros y camiseta veneciana. Dan cuenta de un cubo rebosante de pollo frito y sorben cocacola por una pajita haciendo estallar las burbujas y riendo tontamente. Hablan por los codos mientras devoran el pollo; cuento los pedazos que recorren el camino entre el cubo y su boca y me pregunto cuántos pollos habrá habido que colgar y desangrar para alimentar a dos jóvenes tan menudas.
Acabo con ellas en un local con música en directo en Washington Square practicando un deporte que consiste en introducir una pelota de ping pong en un vaso lleno de alcohol sobre el tapete de un billar. Quien encesta obliga al otro a beber el contenido. La más tímida, la negra, también la más guapa, atina siempre con el vaso ante las protestas de su amiga. «Fuck you, nigga!». A mí me falta práctica, pero mis lanzamientos pronto experimentan cierta mejoría. Curiosamente, la ebriedad mejora mi precisión. En la universidad solías decirme que me sucedía igual con las mujeres. Decías: «Rudolph, las peores decisiones las tomas cuando estás sobrio». No reparabas en que cuando estaba bebido eran ellas quienes decidían por mí. Anoto un punto y la pelirroja me ofrece con acento cerrado una compensación para no tener que beber: levanta su camiseta y me enseña los pechos. No lleva sujetador, tampoco lo necesita, sus tetas son tan diminutas que cuesta distinguir los pezones de las pecas. Propongo una última apuesta dejando caer sobre el tapete verde un billete de cien dólares tan nuevo que parece falso. La pelirroja se coloca el vaso sobre la cabeza, yo me sitúo al otro lado de la mesa de billar y lanzo la pelota de ping pong con todas mis fuerzas. Le doy de lleno en la nariz. El cristal estalla en el suelo y el whisky se derrama por los tablones de madera como la meada de un gato.
NO SOPORTO LA SANGRE
En 1951 William Burroughs y su esposa Joan viven en México. Se han marchado de Estados Unidos por un asunto turbio de drogas y posesión de armas. El 6 de septiembre están en casa de un americano llamado John Healey, junto a dos compatriotas, Lewis y Eddie, y un montón de botellas de alcohol que han sobrado de la fiesta del día anterior. Bill está allí para vender su pistola y obtener dinero para heroína. Aunque procede de una familia adinerada, cualquier asignación es poca para poder seguir inyectándose y no sabe hacer otra cosa que no sea cultivar hierba y drogarse. La Star nacarada del calibre 38 descansa sobre la mesa. Él bebe, Joan también; redondas gotas de sudor se escurren por la frente de Bill y se acumulan en el hueco que forma la axila de su mujer. Llevan juntos seis años, desde que los presentaron Jack Kerouac y Allen Ginsberg. La homosexualidad manifiesta de Bill no le ha impedido tener un hijo llamado Billy con Joan. El niño se ha quedado con unos amigos junto a su hermana Julia, hija de un matrimonio anterior de Joan. Quizás en ese momento de 1951 la relación entre Bill y Joan sea insalvable. Es difícil mantener cualquier tipo de relación con Bill, siempre está colgado, buscando cómo meterse o acostándose con chicos cada vez más jóvenes. Joan tiene 27 años, diez menos que él, pero parece mayor; apenas sonríe, su labio superior permanece inmóvil, Lewis y Eddie llegan a pensar que le faltan los dientes. Mientras beben, esperando a que John Healey aparezca con un comprador para el arma, Bill divaga. Dice que le gustaría vivir en Sudamérica cazando jabalís salvajes para alimentarse. Joan comenta con desdén que si tuvieran que vivir de lo que él cazara se morirían de hambre. Bill acepta el desafío: va a demostrar que es un buen tirador. Le pide a Joan que se coloque el vaso en la cabeza. Ella bromea. «Voy a cerrar los ojos, ya sabes que no soporto ver la sangre». William Burroughs dispara la pistola que ha ido a vender a casa de John Healy y le vuela los sesos a su mujer.
Vengo de estar arrodillado frente al váter en la postura más humillante en la que se puede hallar un ser humano, devolviendo un revoltijo de alcohol y bilis entre una letanía de ojalás. Ojalá no me hubiese parado en el Kentucky Fried Chicken. Ojalá no hubiese acompañado a las chicas a Washington Square. Ojalá tuviese mejor puntería. Ojalá durmiese plácidamente enrollado en las sábanas como hace la pelirroja de los pezones-pecas. Ojalá mi cuerpo tolerase el alcohol como cuando bebíamos agua de Valencia en las Galerías de Santiago. Una noche se me fue la mano y os perdí a ti y a Hans. En mi cabeza os buscaba sin cesar, pero es probable que no me moviese de la misma baldosa. A quien encontré fue a Asunción, que me preguntó si buscaba algo. Por mi forma de mirar al suelo, creyó que había perdido algo diminuto, una lentilla o una moneda de dos céntimos. Le dije que no buscaba nada, sabía que si le decía que os había perdido a vosotros no pararía de hacer