Un mundo sin depresión. Alfonso Basco
ni tiene fortaleza para sobrevivir ante la adversidad?
Este niño desesperado tenía una vía de escape: el chalet familiar en la sierra de Madrid donde nuestra familia pasaba los veranos, los fines de semana y los festivos en general. Allí creé un grupo de amigos de verdad, hallé cierta protección y esa desesperanza tan profunda encontraba algo de luz. Solo quería estar allí: odiaba Madrid, odiaba el colegio y cada vez que pasaba el verano y comenzaba un nuevo curso entraba en pánico y volvía a caer en lo más profundo porque sabía a ciencia cierta que desde el primer día hasta el último me iban a machacar.
Y así estuve años ocultando mi verdadero yo, fingiendo que era el más macho, con miedo a todo y todos, sintiendo esa soledad abrumadora… razones suficientes por las que un niño de esa edad puede caer en una depresión, como así acabó ocurriendo. La causa principal… el «bullying». Otras causas podrían ser sentirme solo, sentir que nadie me ayudaba aun sabiendo lo que me pasaba, no poder crecer con mi yo auténtico, sentirme continuamente humillado, sentir vergüenza por el qué dirán, sentir culpa… mucha culpa.
Pasaron los años y llegó la adolescencia, esa fase en la que se forma tu identidad y aparecen esos conflictos que te hacen sentir peor por no ser quien debes ser; donde todos te preguntan «bueno qué, ¿tienes novia?», la eterna pregunta a la que no sabes qué contestar y siempre acabas contestando: «tengo muchos rollos…». Uf, qué patético. ¡¡¡Quería gritar!!! ¿Cómo saldría de esta, cómo ser quien yo quería ser?
Es cierto que me echaba novias para intentar que me gustaran las mujeres; yo también tenía mis dudas y pensaba que quizás todo era un problema hormonal, que sería cuestión de tiempo el sentirme atraído por una mujer, casarme y tener hijos, con lo que en esa frase adolescente sí tuve esperanzas de poder «sanar» de esa «enfermedad» que yo pensaba que tenía y que la sociedad consideraba como tal…
Pero no, eso nunca pasó; las novias no me duraban ni un mes, no me «ponían», me gustaban más los novios de mis amigas que ellas. ¡Dios mío! Volvía a estar en la misma situación pero peor porque ya casi era un hombrecito; todos los de mi edad empezaban a tener novia menos yo.
Qué lío ¿verdad? Pues sí, ese lío es el que se forma en tu cabeza cuando quieres ser tú y no se te permite.
Y a esa edad en la que se forma esa identidad que te definirá como adulto tuve que reprimir aún más mis deseos, mis sentimientos, mi todo, con lo que la desesperanza que me acompañaba desde niño era cada vez mayor.
A los dieciocho años, un día de verano justo antes de entrar en la universidad, los amigos de la sierra, con los que me sentía tan bien en mi infancia cruel, me hicieron «la putada de mi vida». Uno de ellos extendió el rumor de que yo había intentado abusar de él, que era un monstruo y que se anduvieran con cuidado conmigo. Mis amigos me dejaron de hablar, haciéndome un vacío tal que hizo que me rompiera en dos; toda esa torre de fortaleza sobre la que me apoyaba se derrumbó en ese instante.
Y, sin rumbo, caí en la más absoluta tristeza, en una gran depresión, sabiendo que era la comidilla, que todos hablaban de eso. Que todos me miraban y juzgaban como la peor persona del mundo… Incluso llegó a oídos de mi familia… Sufrí la mayor de las humillaciones.
Esa fue la gota que colmó el vaso de verdad; jamás pensé que aquellos amigos del alma me harían algo así, ¡jamás!
Mientras todo esto pasaba sufrí el más absoluto rechazo por parte de un familiar directo muy cercano, uno de mis referentes, uno de mis protectores, que de repente dejó de serlo; sentí que perdía otra de mis fortalezas de vida, mi hogar… otra cuchillada más a mi alma ya herida…
Comencé la universidad con un miedo aterrador y con la autoestima por los suelos después de lo que me acababa de pasar, no podía confiar en nadie.
Distraía ese dolor emborrachándome los fines de semana; la universidad y su gente eran mi vía de escape; al fin y al cabo ellos no sabían nada y no me juzgaban. Les caía bien y me trataban bien, pero yo llevaba la procesión por dentro. Hasta un día, cuando me llegó que me llamaban «violador». Mi alma no pudo más y fue cuando hice la cosa más absurda y dolorosa de mi vida…
Llegué a mi casa borracho y roto de dolor; estaba solo y me vino a la cabeza mi infancia y mi adolescencia, me vino todo de golpe, las humillaciones, los insultos, la crueldad… Mi mente me jugó una muy mala pasada porque tanta información cruel que hizo que, sin pensarlo, fuera al baño de mis padres y me tomara decenas de pastillas que encontré; me daba igual cuántas y cuáles eran; yo solo quería que todo acabase de una vez.
¿Qué había hecho yo mal para merecer todo eso durante tantos años? me preguntaba…
«Ah sí –me decía–, eres maricón, das asco, estás enfermo y todos se avergüenzan de ti…». Sí, eso es lo que pensaba y me repetía a mí mismo mientras hacía lo que nunca debí hacer… Terrorífico ¿no?
Cuánto daño puede hacer el ser humano pienso mientras escribo estas palabras… Uf, qué duro recordar esto…
Me senté en el sofá, solo y derrotado, esperando el fin de ese dolor…
Empecé a sentir malestar; me dolía mucho el estómago y comencé a quedarme dormido y a sufrir convulsiones. Me asusté, y mucho… y entonces fue cuando pensé en mi madre… en mi familia… ¡¡en mí!!
«¡Dios mío, qué has hecho! –me decía–. ¡Vas a destrozar a tu madre, a tu familia!».
Y en uno de esos ataques de lucidez, entre la somnolencia y las convulsiones cada vez más frecuentes llamé a unos familiares que sabía que estaban en Madrid (era verano y todos estaban de vacaciones).
Me dio tiempo a decirles lo que había hecho, que me estaba quedando dormido y que pidieran las llaves al portero porque no aguantaría despierto; ahí es cuando tuve miedo de verdad… ¿Y si no llegaban a tiempo? ¿Y si no podían abrir la puerta porque el portero no tuviera las llaves por la razón que fuera? Yo perdía fuerzas por momentos y empezaba a sentir que me desmayaba, y…
Me desperté en el hospital lleno de tubos por todos lados, muerto de miedo y sin saber qué había pasado. Vi a mi madre a mi lado, llorando, preguntándome: «¿Por qué lo has hecho, mi niño? ¿por qué lo has hecho, mi ángel? ¿por qué?».
Yo estaba desconcertado; me mataba ver a mi madre así. ¿Qué había pasado?; de verdad que no me acordaba de nada y me dormí de nuevo…
Esta vez me desperté en planta con un médico joven sentado a mi lado observándome.
Yo ya empezaba a recordar todo, me encontraba mucho mejor y sentía mi cuerpo, tenía fuerzas para moverme y hablar… Dios mío, ¡sentía una culpabilidad tan grande! ¡pero qué había hecho!
De repente, el médico se echó a llorar en silencio mientras me miraba (imaginaos mi cara de asombro…) y me contó su historia, su terrible historia… Entre lágrimas, y sin apenas voz, me dijo:
«Hace unas semanas murieron mi mujer y mi hijo de dos años en un accidente de tráfico; mi relación era idílica, de amor verdadero, de felicidad; nos habíamos casado hacía poco y todo era perfecto hasta que un día recibo la peor llamada de mi vida… ¿Tú crees que esa no es razón suficiente para quitarme la vida? ¿Cómo crees que me siento después de haber perdido todo? ¿Tú crees que yo no me he planteado hacer lo que has hecho…? ¡Pero no! Esa no es la solución porque ¿sabes qué? La vida es de los valientes, de los que luchan ¡y yo soy de esos! Sé que la vida me va a dar otras muchas cosas, que hay que seguir y que hay mucha gente que me quiere y me necesita… ¿Qué diría esa gente si me quito de en medio? Y vas tú y te intentas matar así sin más… ¿Cómo se te ocurre? ¡No vuelvas a hacer algo así! ¿Sabes cómo estaba tu madre? ¿Tu familia? ¿Se merecen algo así? ¡Piénsalo!». Lo recuerdo perfectamente. Así, literal de lo que me impactó…
Esas palabras hicieron «click» en mi cabeza. Yo no sabía qué decir; solo lloraba por él, por su desgracia, por la vergüenza que sentía por lo que había hecho porque no era justo lo que le había hecho a mi familia pero sobre