Un mundo sin depresión. Alfonso Basco

Un mundo sin depresión - Alfonso Basco


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de las cosas que tenía, y sobre todo de dar gracias a la vida por tantas cosas…

      Estuvimos hablando un buen rato. Me escuchó, me dio calor y me ayudó a pensar.

      Yo admiré su generosidad al haberse abierto de esa manera contándome su historia, su fortaleza y sus ganas de vivir, porque en el fondo, a pesar de su tristeza, él quería vivir. ¡Qué lección me dio!

      Parecerá una tontería pero ese «ángel» fue el que hizo que de repente yo saliera de ese pozo, que me diera cuenta de que en la vida hay cosas más importantes que el que te llamen «maricón», que las cosas duelen y hay que buscar la vía para afrontar ese dolor; en definitiva: hay que ser fuerte y no compadecerse tanto de uno mismo… Siempre hay alguien que seguro te puede ayudar, el que menos te esperas incluso.

      Los siguientes años fueron felices. Por fin era yo mismo, lograba mis objetivos y, lo más curioso, desde que me quise y respeté a mí mismo los demás también lo hicieron; jamás volví a recibir un insulto ni una falta de respeto. Creo que esa seguridad y alegría que transmitía hacían que las cosas fueran bien y simplemente fluyeran.

      En esos años, algunos de los que me habían hecho ese vacío incluso me pidieron perdón de forma sincera.

      ¿Cómo es que de repente todo iba tan bien? ¿Cómo es que los que me habían machacado parecían avergonzados y suplicaban mi perdón? ¿Cómo es que la vida me sonreía tanto después de lo vivido? No daba crédito pero no pensaba; simplemente la vida me estaba haciendo un regalo y yo me dejé querer, me dejé querer mucho…

      De repente, ese familiar que tanto me había rechazado enfermó y quedaba poco tiempo. Dentro de toda esa felicidad estaba ese asunto que me quedaba por resolver, porque llevaba muy mal ese tema y la poca rabia que me quedaba era toda para él. Y justo antes de que partiera a mejor vida, me llamaron. ¡Quería hablar conmigo! ¡Pedirme perdón por el daño causado! Quería verme antes de marcharse. Salí corriendo al hospital pero llegué tarde… Pero no pasa nada porque me quedo con la intención, me quedo con que le perdoné y por fin hallé la paz.

      Quizás no tenga una respuesta exacta de cuál fue la causa real que me hizo salir de ese pozo porque fueron muchas cosas… Quizás la experiencia que viví, esa conversación, ese perdón, no sé… Solo sé que algo ese día hizo ese «click» en mi cabeza de repente… Y en el fondo sé que todos ansiamos la vida porque vivir es muy bonito; solo hay que saber encontrarse a uno mismo, escucharse, quererse, ignorar a los que te hacen daño, aprender a vivir en soledad sin dependencias ni apegos extremos y aprovechar la vida que se nos ha dado porque muchos no tienen la suerte de tenerla… Pensando bien en todo eso, desde mi humilde opinión creo que se sale de cualquier pozo.

      Sé que arrastraba mucha desesperanza y tristeza desde la infancia, demasiados años con esa oscuridad interior fingiendo que todo estaba bien; sé que es muy duro que un niño deba pasar por eso, pero ahora me doy cuenta de lo fuerte que aquella experiencia me hizo. Me enseñó a quererme, a aceptarme, a perdonarme, a perdonar y, sobre todo, me enseñó a vivir. Me he dado cuenta de que en el otro extremo de ese dolor hay una vida maravillosa; sin sentir dolor, no puedes saber qué es la felicidad. Es como un aprendizaje de vida y me lo tomo como tal.

      Eso no quita que cuando lo recuerdo me duela y mucho porque fue una etapa aterradora. Pero todo pasa… de verdad… todo acaba pasando…

      La vida me dio una nueva oportunidad que no debía desaprovechar, y así fue. En efecto, mi vida cambió. Hasta mi madre me decía que parecía otra persona, que no me reconocía porque de repente estaba feliz. Siempre he pensado que cuando transmites positividad esta se te devuelve multiplicada por tres y así lo he vivido yo.

      Superado esto, queriéndome mucho y creyendo en mí, he conseguido todo lo que he querido en la vida:

      Terminé mi carrera, me especialicé y ahora estoy terminando mi segunda carrera (y pensando en hacer mucho más…)

      Tengo trabajo, y no uno sino varios, con jefes y compañeros maravillosos, y sobre todo trabajando en lo que me gusta.

      Tengo amor, un amor desde hace diecisiete años que me llena de vida y que sé que es para siempre.

      Tengo amigos, los mejores que uno puede tener, que me cuidan, me quieren y me llenan de vida.

      Tengo a mi familia… esa maravilla que siempre estuvo ahí en lo peor y ahora en lo mejor: son mi vida entera.

      ¿Quién me iba a decir cuando estaba en lo más profundo que tenía tantas cosas bonitas esperándome ahí fuera…? ¿Y si me hubiera salido mal la jugada? Me habría perdido taaaaantas cosas…

      Perdóname vida porque te desafié y tú, generosa, me diste la oportunidad que necesitaba para darme cuenta de que eres maravillosa.

      Por eso te doy las gracias cada día, por todo, sin más, sin especificar… Simplemente soy agradecido y estoy seguro de que con esta actitud las cosas siempre me irán bien.

      «Llegar a donde uno quiere es posible»

      La historia de Marta

      Si respondiera a qué me llevó a la depresión, me doy cuenta de que había varios ingredientes. Digamos que mi depresión la podría llamar «ausencia de perfección». Si la depresión fuera un tipo de pastel, mi pastel se llamaría así. Los ingredientes que lo componían eran: sentirme fea, gorda, tonta, rara, diferente, que no encajaba… Con ese pastel tan pesado, ¿qué podía hacer?

      Todo empezó a los trece años. Estudiaba mucho para sacar buenas notas, para alegrar a mis padres, para ser la niña buena, perfecta, modelo, obedecer, hacer lo que yo creía que se esperaba de mí. Pero vomitaba la comida y hacía mucho deporte porque creía que teniendo un cuerpo bonito llamaría la atención de los chicos y así tendría pareja y sería feliz, completa, estaría acompañada.

      Con esfuerzo conseguí perder unos veinte kilos. Dirás, ¡qué barbaridad! Pues yo me veía igual. En alguna parte de mi cerebro se quedó grabada la imagen de mi cuerpo con 65 kilos y nunca llegué a verme con 45 kilos. Sé que los tuve porque la báscula lo marcaba. Lo único que no conseguí fue gustar a ningún chico… o si lo hice no me enteré. Demasiado trabajo tenía yo con mi pastel de «ausencia de perfección» como para dedicar tiempo a otra cosa. Tiempo que no dedicaba ni a mis amigas porque me sentía incomprendida. Ellas pensaban que yo lo hacía para llamar la atención… Y yo pensaba que si fuera para eso lo haría todo a plena luz del día, no me escondería para devolver, no cerraría la puerta. Lo hubiera contado, lo diría. No tendría necesidad de comer, pesarme, hacer deporte a escondidas. Ahora entiendo que ellas construían otro pastel, con más amor propio, con el tonteo, con experimentar con drogas, tabaco, alcohol. Cada grupo de amigos tenía unas preferencias. Dudo que si alguno hubiera estado elaborando un pastel como el mío lo hubiéramos construidos juntos. Era como una necesidad de hacerlo sola y al mismo tiempo gritaba en silencio, ¡ayuda!

      No recuerdo muy bien qué más factores me llevaron a acabar así… Recuerdo que la primera vez que devolví fue después de enterarme de que mi mejor amiga tenía novio. Es como que me sentía inferior y a la vez tenía miedo de que se fuera con él, miedo a que me dejase de elegir a mí, miedo a distanciarnos, a perderla. La idea de devolver llevaba rondando mi cabeza unos meses pero ese fue el detonante. Recuerdo mi primer vómito como si fuera ayer, el lugar, mi ropa…

      A partir de esa primera vez, hubo muchas más. Al principio fue esporádicamente; solo devolvía cuando consideraba que me pasaba comiendo o que comía mal. Luego pasé a devolver cualquier comida, incluso una manzana, y por último devolvía hasta el agua. El agua solo cuando sentía que estaba hinchada, cuando sentía sensación de pesadez. Recuerdo que se me retiró la regla y la doctora me dijo que tenía los ovarios inmaduros. No me hicieron más pruebas, ni una pregunta, ni un comentario sobre mi peso. Imagino que era bajo pero normal para mi edad y constitución. El diagnóstico de esa doctora fue otra excusa para seguir con mi plan. Sentía que me estaba matando poco a poco a escondidas. Sentía que yo misma me había generado un problema «de la nada» y al mismo tiempo no podía parar. Era como si una fuerza más grande que yo me empujase a devolver y a ir al gimnasio a hacer deporte varias horas al día.


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