Un mundo sin depresión. Alfonso Basco

Un mundo sin depresión - Alfonso Basco


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casa y a los componentes de la familia, como en las películas. Para mí fue una «tomadura de pelo». Me prohibió comer dulce y yo pensé: «una cosa es que sea lo que más me gusta, y otra que el resto de las cosas no las coma en igual cantidad y las vomite igualmente».

      Con ese panorama pensé, «o sales tú sola o nadie te va a ayudar». De hecho, hoy en día agradezco a ese equipo de profesionales su modo de actuar porque de alguna forma me obligaron a llevar la mirada hacia mi interior y buscar mis propias estrategias para salir de ese agujero negro. Así me di cuenta de que yo tenía las respuestas. Me di cuenta de que si había llegado a esa situación sola sabía el camino de vuelta. Claro que para la vuelta estaba más cansada y menos motivada, pero sabía cómo había llegado hasta allí. Me costó salir, no fue nada fácil… Recuerdo motivarme a mí misma con la misma idea cada día, fijarme el objetivo de dejar de devolver independientemente del peso que alcanzara. Me dejé de pesar y empecé a comer lo que quería y en la cantidad que quería. Y así poco a poco, día tras día, fui dejando los vómitos atrás. También me comprometí conmigo misma a reducir las horas de deporte; si iba por la mañana al gimnasio, no iba por la tarde. Si comía un paquete de galletas un día, no podía comprar otro al día siguiente. No cumplí todos los días esos compromisos conmigo misma, pero sí siguieron en mi mente, como una brújula indicándome la dirección. Que me parase puntualmente no significaba que no fuera a llegar. La buena noticia es que el camino de vuelta lo hice en menos de los cinco años que me había costado hacerlo de ida, que fue lo que duró mi depresión. En ese camino me ayudó un curso para entender cómo funciona la mente y enfocarme en el deporte como vía de escape de esa tristeza y soledad. El deporte me enseñó a interaccionar con la gente sin tener que «conectar», me aportó equilibrio para salir de mi cueva sin llegarme a «fusionar» con el otro. También a ir superándome a mí misma, ver que cada día tenía más resistencia, más coordinación, que aprendía más rápido que algunos de mis compañeros. Me ayudó a plantearme que lo mismo no era tan torpe como yo pensaba. Y, sobre todo, me ayudó a ir pactando pequeños logros conmigo misma y encontrar una ilusión: bailar. La música me permitió reducir el volumen de mi voz interior; incluso en algunos momentos solo existía el momento presente, ese baile con esa música. Y bailar con fuerza me permitía transformar mi rabia en vida, en fuerza, en descanso. Encontré así una «zona segura», un grupo de personas con las que compartir una afición sin exigencias, sin tener que estar delgada o gorda, sin tener que hacerlo mejor o peor.

      La principal señal que identifiqué para saber que estaba ya de vuelta es que empecé a contarme «por trocitos» lo que había vivido internamente. Luego empecé a contar en algún grupo que había vomitado la comida; incluso me atreví a pronunciar la palabra «bulimia». El día en que lo reconocí, que lo dije en alto, sentí que algo se había colocado en mi interior. Que esa etapa estaba llegando a su fin, que se estaba quedando en una anécdota y se estaba desligando del sufrimiento, el dolor, de esconderse, de la vergüenza. Me he dado cuenta de que tanto la bulimia como el duelo de mi padre estaban conectados y hoy por hoy, cuando hablo de ello, ya no me tiembla ni se me entrecorta la voz. Incluso cuando veo alguna película, anuncio… donde alguien ha pasado por alguno de esos acontecimientos, puedo mantener mi atención en ello sin que broten de mis ojos lágrimas o sin generarme el malestar que viví. Al contrario; siento empuje y fuerza para poder aportar con mi historia a otras personas. También sé que he salido de la bulimia porque la idea de devolver la comida ya no aparece por mi mente. Porque cuando compro ropa me da igual la talla, solo miro que me quede como me gusta. Porque puedo ir a comer fuera y elijo libremente sin pensar en grasas, azúcares, hinchazón, peso, etc. Sé que es un tema sanado porque puedo hablar de él.

      En la actualidad, a mis treinta y dos años, soy una persona feliz, muy emprendedora, disfruto mucho de cada momento, siento que «soy dueña de mi vida», tengo mucha ilusión por vivir, estoy descubriendo y aprendiendo muchas cosas, estoy muy cómoda. Hoy día me alegro tanto de la ida como de la vuelta, de la carrera de fondo, del pozo... Aprendí mucho sobre mí misma. No puedo decir que esté encantada de haber vivido algunos episodios de mi pasado, pero tampoco me arrepiento. Salir de ahí me ha dado mucha seguridad en mí misma. A día de hoy ayudo a otras personas a raíz de lo que yo viví. Estudié la carrera de nutrición y seguí estudios de cómo funciona la mente. Y todo eso me ha dado muchas pistas sobre lo que viví.

      Ya no busco el dulzor en el dulce, ni la aprobación de los hombres u otras personas para verificar mi valor. Ya no temo contarles a mis amigas cómo me siento; soy capaz de comunicarles si necesito su ayuda o que me escuchen o me apoyen en algo. Ya no pretendo que «me lean la mente» sobre cómo me siento, ni pretendo que sean como yo creo que deben ser conmigo. Ya sé que merezco respeto, amor y disfrutar de la vida… independientemente de que otros aprueben o no mi manera de ver y estar en el mundo. Ya no necesito ser perfecta. Simplemente trato de ser mejor que ayer, y de hacerlo cada día mejor. ¿Cómo? Practicando. He aprendido a dar las gracias y a pedir perdón. Y esas dos palabras me generan mucha paz interior. Dar las gracias por lo vivido, por los aprendizajes. Y perdón por el sufrimiento que causé a los que estaban a mi alrededor.

      Unos años más tarde es cuando siento que por fin voy pisando tierra firme. Siento que se van colocando las cosas a mi alrededor, o que por fin estoy capacitada para percibir que están colocadas. Ahora la comida es una cosa más del día a día y la báscula otro «mueble» más del baño. Puedo comer lo que me apetece, cuando me apetece, y aprecio más mi cuerpo. Lo cuido como el vehículo que me ayuda a sostenerme cada día, mi compañero de viaje. Cada día lo aprecio más y reconozco su perfección, reconozco que todo lo que tiene es útil. Y cuantos más casos de enfermedad escucho en consulta, más entiendo la frase de «uno no aprecia lo que tiene hasta que lo pierde». Por poner un ejemplo sencillo, el olfato. Me encanta oler, y hasta que no se me tapona la nariz y siento congestión… no digo, «qué afortunada soy, todo lo que me aporta la nariz y yo sin apreciarlo por considerarlo normal, por considerar que es su obligación oler correctamente y mantenerse despejada». Disfruto mucho más cada momento, cada cosa que hago porque sé que todos ellos son únicos y ningún minuto vuelve una vez pasado. Cada día descubro más capacidades del ser humano y lo lejos que una persona puede llegar cuando confía en sí misma. Y los días que siento que la fuerza decae, me esfuerzo en volver a conseguirla. Por ejemplo miro vídeos de YouTube de gente que disfruta haciendo lo que hace: cantantes, monólogos, castings… Y vuelvo a recordar que llegar a donde uno quiere es posible, y me permito contagiarme de la energía que desprenden los demás.

      Hoy día me definiría como una persona alegre, positiva, con fuerza, energía y dirección. Con una relación sana con la comida, con mi cuerpo y con los demás. Ya no me asustan los cumpleaños, comer fuera de casa, estar sola en casa, los atracones, el dulce… Ya no me asustan esos escenarios que antes eran un torbellino emocional para mí. Durante un tiempo temí que se volvieran a reproducir. Me preocupaba que «la curación» fuera un ciclo, y que lo normal para mí fuera el estar en el pozo. Tras llevar más de diez años sin vomitar siento confianza en que eso quedó atrás. Que esos monstruos del pasado ya no tienen espacio en mi futuro ni en mi presente. Ahora, por muchos pozos que puedan aparecer, sé identificarlos antes de caer, y, si cayese, tengo muchas herramientas para salir con mucho menos esfuerzo y más rápido. Me siento fuerte. Yo creí que lo mío no tenía cura, que sería para toda la vida, que tendría altibajos, que quedarían secuelas. Hoy me doy cuenta de que hay cicatrices que desaparecen y otras, aunque las vea, ni recuerdo de dónde vienen.

      Cada día siento que voy conectando más con las personas de mi alrededor y que he dejado de vivir en alerta. Que los momentos de cambios de humor son los menos, que prefiero vivir algo de dolor a estar ausente y también a perderme las alegrías. Tengo ilusión por construir mi futuro, que en mi futuro estén las personas a las que quiero, y que se unan otras más. Porque ahora sé que la gente, los ambientes… no son tóxicos «porque sí» como las setas venenosas, sino que son perjudiciales para mí o no en función de cómo las trate y de cómo esté yo. Cuanta más fuerza y más equilibrio interior siento, menos me contagio de esa toxicidad y más sencillo me resulta salir de ella. Ahora sé que en la vida unas cosas cuestan poco y otras las aprendes en un poco más de tiempo. Que ante la misma vivencia unas personas salen en unos segundos y otras tardan más. Entender que cada persona tiene sus ritmos me ayuda a mantener mi paz interior. ¿Esto quiere decir que todos los


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