Tres cuentos espirituales. Pablo Katchadjian
había sido no prever que se esforzarían tanto por no entender sus humildes escritos. «Pedante, además de burro y mentiroso», dijo uno de los sabios. Algunos poetas oficiales dijeron, para sostener esta idea, que sus versos eran malísimos, y explicaron de una manera puntillosa y marcial por qué no había nada que entender en ellos. Hubo gestos de aprobación, y entonces alguien le preguntó al poeta si quería discutir con los poetas oficiales, pero el poeta se negó: dijo que sería como si un ganso discutiera con los ratones que debe comerse. Esto provocó risas e insultos.
Al otro día, a la mañana, el poeta se había escapado. Cuando los sabios inspeccionaron el palo para descubrir si alguien lo había desatado o si él se había desatado solo, encontraron una frase raspada en la madera que los enervó: «El que chupa flores se convierte en abeja». ¿Hablaba de él o de nosotros? ¿Quién chupaba flores? «Los malos poetas chupan flores», dijeron los sabios, e interpretaron el mensaje como una mala metáfora sobre su huida: se había ido volando. Y, dijeron, había grabado el mensaje con su aguijón, por lo que, como las abejas cuando lo usan, se estaba muriendo en algún lugar solitario. No teníamos ganas de volver a buscarlo, y nos esperanzó la idea de que quizá, si se estaba muriendo, los sabios nos eximirían del esfuerzo, pero una de ellos dijo: «No, estamos interpretando mal, esto es otra provocación: nos está llamando chupaflores, abejas, a nosotros». «¿Qué tiene de malo ser llamado abeja?», preguntamos, y otro sabio dijo: «Las abejas son trabajadoras, viven en comunidad, construyen, etc. Pero, para él, eso es chupar flores y ser un insecto. Otra vez, el poeta se burla de todos nosotros con un verso malo». Así que nos mandaron a buscarlo de nuevo.
Fuimos al tronco donde lo habíamos visto la vez anterior pero no estaba ahí. Seguimos camino y llegamos a un mercado de un pueblo vecino donde compramos cosas con dinero de la comunidad. Pero esas cosas no eran para nosotros: nuestra intención no era comprar sino buscar al poeta, y pensamos que él podía estar escondido en el mercado y que, para buscarlo, debíamos actuar como compradores normales. También comimos en una taberna y bebimos, porque nos pareció que de esa forma bohemia podríamos atraer al poeta o, en todo caso, pensar como él y, así, descubrir su escondite. Pero se nos había dicho que el poeta no bebía. Quizá como producto de este olvido al otro día amanecimos con dolor de cabeza y culpa. Esto no nos detuvo en nuestra búsqueda. Nos internamos en la espesura y, sin mucha expectativa, volvimos al tronco donde lo habíamos encontrado la primera vez. Seguía sin estar ahí, pero nos había dejado una nota, escrita con ramitas partidas pegadas con baba de caracol, que decía: «No soy yo el que está acá en este momento». Furiosos, dimos vueltas por el bosque todo el día sin éxito. Cuando volvimos a nuestro pueblo, agotados, el sol ya caía tras el horizonte nebuloso. El horizonte nebuloso indica un futuro espeso. No malo ni bueno sino espeso. Eso dicen nuestros sabios. ¿Significaba que debíamos dejar al poeta libre? ¿O el futuro espeso se debía a nuestro fracaso? Se interpretó lo segundo y se nos conminó a encontrar al poeta de la forma que fuera, sin reparar en medios ni gastos ni formas. Se nos permitió descansar esa noche y salir al día siguiente. Y se nos aclaró que sin el poeta nos estaría prohibida la entrada al pueblo. «Maldito poeta», dijimos. «¿Quién liberó al poeta de su palo?», preguntó uno de nosotros. «¿Se habrá desatado solo?», preguntó otro. «¿Y quién lo ató?», preguntó otra. Lo habíamos atado entre todos. «Bueno, basta de discutir», decidimos, y nos fuimos a descansar.
Soñamos con el poeta, que se burlaba de nosotros, que nos escupía la cara y los dioses lo aplaudían. Preocupados, comentamos el sueño con los sabios antes de salir y ellos nos explicaron que el sentido del sueño, contra lo que podía parecernos, no era que estábamos equivocados sino que el poeta nos daba miedo, pero que debíamos notar que el poeta sólo podía escupir, es decir, que era inofensivo; quizá los dioses aplaudían por ese espíritu travieso que a veces tienen, es decir, esa costumbre de disfrutar de las desdichas de los que están abajo, explicaron, pero de ninguna manera podía pensarse que los dioses aplaudían al poeta. ¿No habíamos leído sus versos? Sí, habíamos leído algunos, pero nos resultaban tan extraños que… Los sabios nos leyeron unos versos que decían «me como la mano de mi enemigo» en cierto momento, y en otro momento «me como la mano que me da de comer». Estas ideas tan sencillas y transparentes nos enervaron, y así, enervados, salimos a buscarlo sin saber bien por dónde empezar ni qué criterio seguir. ¿No podía ser que el poeta estuviera ya demasiado lejos? A mayor distancia, mayor cantidad de espacios donde esconderse. Primero pensamos en separarnos; nos asustó la idea, así que miramos el cielo para encontrar una señal, pero no la vimos. «¡Perros!», dijo uno de nosotros. «¿Qué?», le preguntamos. «Perros, necesitamos perros que nos guíen». ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Volvimos al pueblo. «¿Tan pronto?», nos dijeron los guardias de la puerta. «No tenemos al poeta», les dijimos. «Entonces no pueden entrar», nos dijeron. «Tenemos que comentar algo con los sabios», dijimos. «No se puede, nos dieron esta orden: que no los dejemos pasar si no traen al poeta», dijeron. «¿Ni siquiera para comentar algo con los sabios?», preguntamos. «No, ni siquiera», nos respondieron. Eso nos afectó, pero nos repusimos y dijimos: «Está bien. Sólo queremos entrar para buscar perros». «¿Perros? ¿Para qué?», nos preguntaron. «Para que nos guíen», dijimos. «Ah, es una buena idea, pero igual no pueden entrar, así que no van a tenerlos», dijeron. «¿Y no podrían traerlos ustedes?», preguntamos. «Ah, claro, por qué no, podemos tratar», dijeron. «Bueno, queremos perros que hayan olido el palo donde el poeta estuvo atado y también otras pertenencias que pueda haber del poeta, como por ejemplo sus escritos», aclaramos. Los guardias dijeron que averiguarían y enseguida nos dirían. Esperamos mucho tiempo en la puerta y eso nos hizo sentir unos desterrados, es decir, desterrados por culpa del poeta, y el pensamiento nos deprimió. Finalmente llegaron los guardias con varios perros de apariencia peligrosa; nos dijeron que los sabios estaban de acuerdo con la idea pero que les parecía, al mismo tiempo, que llevar perros nos quitaría mérito a nosotros. Dijimos que no nos importaba, que los queríamos igual, y nos los dieron.
Los perros al principio parecían desorientados y tristes; olfateaban pero distraídamente, como derrotados; se rascaban y se quedaban quietos, volvían a olfatear, lloriqueaban… Hasta que eligieron sin dudar una dirección. ¿Cómo podían elegir? Si el poeta seguramente estaba lejos, ¿qué podían oler? Nos dejamos llevar con desgano durante un buen rato: si nadie sabía, daba lo mismo cualquier dirección. Parecía, incluso, que los perros nos hacían caminar en círculos. «¿Los círculos son cada vez más chicos, quizá?», preguntó uno de nosotros. «No parece», dijimos todos. Por eso nos sorprendió cuando, con la tarde ya caída, los perros se arrojaron contra un árbol y comenzaron a ladrar enloquecidos: era el mismo árbol de siempre, pero el poeta no estaba en el hueco sino en la copa, muy alto. «¡La copa!», dijimos. «¿Quiénes son estas cotorras que chillan bajo mi árbol?», gritó él. Nos reímos de alegría: ése era nuestro poeta, nuestro enemigo, y estaba en nuestras manos de nuevo. «¡Bajá porque si no deberemos subir a buscarte!», le gritamos. «¡No voy a bajar, estoy pensando!», gritó él. Los perros ladraban rabiosos y arañaban el tronco. Uno de nosotros empezó a trepar, pero en cierto momento dijo que le daba vértigo y bajó. Así que empezamos a tirar piedras. El poeta se cubría y cada tanto atrapaba una piedra y la devolvía. Parecía un juego hasta que una de las piedras le dio en la cabeza a uno de nosotros. La cabeza ensangrentada nos puso en un estado parecido al de los perros y empezamos a trepar todos juntos; alcanzamos al poeta y nos colgamos de sus ropas, y el poeta cayó al suelo ruidosamente. Mientras bajábamos, el poeta trató de escapar y los perros lo retuvieron mordiéndolo por todo el cuerpo. «¡No lo maten!», gritamos. Tuvimos que golpear a los perros para que lo soltaran. El poeta estaba muy magullado pero seguía vivo. Cubierto de sangre, rengueando, nos dijo: «Estaba imaginando unos versos sobre sus vidas». «¡Sus vidas!», repetimos furiosos, y le pegamos un poco, lo atamos y, satisfechos, volvimos al pueblo.
Llegamos en medio de la noche, agotados, envueltos en una nube de ladridos. Al poeta lo habíamos hecho avanzar a patadas, y eso nos había cansado mucho las piernas. Los guardias nos felicitaron y se llevaron a los perros. Fuimos recibidos con alegría, pero los sabios nos dijeron que nuestro mérito era menor por haber llevado perros. «No nos importa, ahora sólo queremos que el poeta reciba su merecido». «Primero habrá que curarlo», dijeron, «ya que los perros, además de encontrarlo, lo lastimaron mucho, y no sólo los perros, por lo que vemos». «¿No se podrá obviar