Tres cuentos espirituales. Pablo Katchadjian
brazo ejecutor del castigo del que vos mismo te hiciste merecedor». «Merecedor», repitió el poeta, y empezó a reírse como un loco, y después dijo «brazo ejecutor» y empezó a reírse aún más fuerte. Entonces lo desnudaron en público, según el proceder habitual, y los médicos enumeraron y señalaron en voz alta las heridas que debían ser curadas. Sobre cada herida enumerada el poeta hacía un comentario irritante, lo que obligó a los sabios a pedirnos que lo amordazáramos. Luego lo llevaron a la clínica. Antes de que la multitud se dispersara, uno de los sabios leyó un poema que, dijo, habían encontrado entre las ropas del poeta, y era un poema tan malo y agresivo hacia nuestra comunidad que todos se arrodillaron, llorando, y pidieron que el poeta fuera curado pronto para que pudiera recibir su merecido castigo. Pero algo nos llamó la atención: el poeta no tenía esos papeles cuando lo atrapamos, así que, ¿de dónde había salido el poema? Nos acercamos al sabio que había leído el poema y le preguntamos, y el sabio dijo que nosotros ya habíamos hecho nuestro trabajo, y con perros, y que no debíamos meternos con el trabajo de los demás. Le dijimos entonces que no queríamos molestar a los sabios, que era curiosidad, y el sabio dijo que la curiosidad era una virtud que había que manipular con delicadeza. «Perdón», insistimos, «es que no entendemos». «No entender es otra virtud», nos dijo. «Es que…», dijimos. «Bueno, ¿quieren saber dónde estaban los papeles?», nos preguntó el sabio con malicia. «Sí, porque no los habíamos visto y eso nos sorprende y pensamos que entenderlo nos va a ayudar a entender lo que hicimos». «Bueno», dijo el sabio, «estaban hechos un rollo y el rollo estaba escondido en una parte del cuerpo del poeta». Impresionados, dejamos de preguntar. La respuesta, de todos modos, nos pareció extraña, porque los papeles eran muchos y no parecían haber sido enrollados sino que se veían relucientes, pero decidimos dejar las dudas de lado y nos retiramos a brindar con nuestras familias.
A la mañana siguiente fuimos a la clínica a ver si el poeta ya estaba curado de sus heridas. «Ya se fue», nos dijo una enfermera joven y agradable, «uno de los sabios vino a buscarlo». Fuimos entonces a ver a los sabios, pero los sabios nos dijeron que el poeta debía estar en la clínica, que ninguno de ellos había ordenado la salida. «No está ahí», respondimos alarmados. Fuimos con los sabios a la clínica y preguntamos por el poeta. «No está acá», nos dijo una médica, «yo acabo de llegar y ya no estaba». «¿Y la enfermera?», preguntamos. «¿Qué enfermera?», nos preguntó la médica. «La enfermera que…», dijimos. «No hay enfermeras en esta clínica, sólo un médico cuyo turno acaba de terminar y yo, que acabo de llegar», nos dijo. «Y… ¿Có… ¿Dó…», balbuceamos, porque entendimos enseguida que el poeta se había escapado de nuevo. Encontramos al médico atado y amordazado dentro de un armario. «¡Ah! », dijo cuando lo liberamos. Luego nos explicó que lo habían sedado de alguna manera y lo habían encerrado. «¿Una enfermera?», preguntamos. «No hay enfermeras en esta clínica», nos respondió. «¿Y quién estaba con usted?». «Nadie, el poeta y yo, nadie más». «Pero…», dijimos. Se abrió un sumario para investigar lo ocurrido. Se decidió que la falsa enfermera era la hermana de la chica que había estado enamorada del poeta. Se buscó a su familia, pero se descubrió que su familia ya no vivía en nuestro pueblo sino en otro. Según la ley, cuando el culpable no está presente se debe culpar al culpable más cercano. Cayó el castigo sobre el médico y sobre uno de nosotros elegido al azar con el método del palillo más corto. «Nosotros no tenemos ninguna culpa», dijimos, pero se nos dijo que habíamos visto a la enfermera y no habíamos entendido que nos estaba engañando. El médico también dijo que no tenía ninguna culpa, pero no pudo explicar de qué manera había sido
sedado ni quién lo había hecho, y, como nosotros habíamos dicho que la enfermera era joven y agradable, se sospechó que había sido engañado mediante «ardides eróticos». En la plaza central ataron al médico y a nuestro compañero a dos palos y la gente los escupió e insultó. Nosotros también lo hicimos para no resultar sospechosos. Luego los liquidaron, pero eso no lo vimos porque ya estábamos buscando al poeta de nuevo, esta vez sin perros.
Vagamos por el bosque sin rumbo, bastante angustiados; para aplacar la angustia, fuimos al pueblo vecino y almorzamos y bebimos y dormimos la siesta bajo unos árboles verdes. Al despertar comentamos los sueños premonitorios que habíamos tenido: eran ominosos y prometían un futuro negro. Esto nos deprimió. ¿Pero qué podíamos hacer? Todo era culpa del poeta y sus versos estúpidos, sus mentiras, sus imposturas. También de esa enfermera… ¿Cómo podía ser que defendiera al culpable de la desaparición de su hermana? Y hablando de la enfermera, se nos ocurrió una idea: no podíamos encontrar al poeta, pero quizá fuera más fácil encontrar a la enfermera y, a través de ella, al poeta. Así se nos fue la depresión y sentimos una energía que no dudamos en calificar como divina.
Con la tarde ya oscura llegamos al pueblo al que se había mudado la familia de la enfermera, pero nadie sabía nada: la casa estaba vacía y los vecinos no pudieron darnos ninguna información. Así se terminó nuestro plan. Entonces ocurrió lo previsible: la energía divina se convirtió en energía oscura y nos atacaron enfermedades inexplicables que se manifestaron inmediatamente en forma de dolores, sarpullidos, hinchazones, apatía y depresión. «Vayan al brujo», nos dijo una chica con el pelo sobre la cara, y, como nos pareció apropiado para el mal que padecíamos, le pedimos que nos guiara hasta él. El brujo nos vio y empezó a reírse. «¿De qué se ríe?», le preguntamos, pero la chica que nos había llevado hasta ahí nos dijo que el brujo era medio mudo y que siempre se reía. Tenía la cabeza cubierta por una capucha y la columna vencida; parecía viejo pero al mismo tiempo un delicado monstruo. Nos tocó, nos miró, nos pidió que nos desnudáramos y lavó nuestra ropa en una palangana inmunda mientras cantaba con sonidos guturales y escupía en el agua. Luego nos hizo tomar el agua de la palangana, que nos descompuso y al mismo tiempo nos curó. «A buscar al poeta ahora», dijimos, y el brujo se rió. Era de noche, pero queríamos aprovechar la energía que teníamos. Una de nosotros le preguntó al brujo si nos podía ayudar a encontrar al poeta. El brujo nos miró de costado y se fue cantando una canción. «El brujo es un poco idiota», nos dijimos, furiosos.
Nos internamos en el bosque oscuro, corrimos en múltiples direcciones, sacudimos incontables árboles, tiramos piedras: todo sin éxito. Caímos rendidos bajo un árbol y dormimos hasta el día siguiente. Al despertar, uno de nosotros dijo que había soñado que el brujo sabía dónde estaba el poeta, y, después de la sorpresa inicial, nos dimos cuenta de que sí, de que el brujo sin dudas debía saber dónde estaba el poeta, que por eso se había reído, y nos indignamos por no habernos dado cuenta. «Debimos haberlo obligado a hablar», dijo una de nosotros. Corrimos al pueblo y preguntamos por el brujo, pero nos dijeron que el pueblo no tenía brujos sino médicos. Buscamos a la chica con el pelo sobre la cara que nos había guiado hasta él, pero no la encontramos. «¡Aggghhh!», gritamos, furiosos por la certeza de haber sido engañados de alguna manera que no entendíamos, y descargamos nuestra furia sobre un perro que pasaba. La gente del pueblo, al vernos maltratar al perro, nos apedreó, nos expulsó de ahí y nos prohibió la entrada bajo pena de muerte. Estábamos de nuevo en el bosque: la luz caía casi perpendicular sobre las hojas sucumbidas de los árboles; lloraban los pájaros, chillaban otros animales más pequeños. «¿Y si el poeta», dijo uno de nosotros, «está ahí, en el pueblo al que no podemos entrar?». Temblamos ante esa posibilidad. «Tal vez no esté ahí», dijimos, y eso nos tranquilizó un poco. Caminamos, dimos vueltas desganados y descubrimos que no encontraríamos energías para buscar al poeta si antes no comprobábamos que el poeta no estaba en ese pueblo, así que pensamos y pensamos cómo entrar sin ser reconocidos, pero no se nos ocurrió nada, y justo cuando, llorosos, estábamos por rendirnos, pasó por el camino, lejos pero no muy lejos de nosotros, un músico ambulante tocando su instrumento, y entonces todos al mismo tiempo recibimos una iluminación y entendimos que debíamos volver al pueblo disfrazados de músicos: «De músicos exóticos, de tierras lejanas, que hablan con acento y disfrutan de la bohemia y las relaciones fáciles».
Ya contentos, estábamos preguntándonos cómo hacer para disfrazarnos cuando vimos un cartel clavado en la tierra con forma de flecha que decía «modista» y apuntaba a una cabaña en medio del bosque; allí nos recibió una vieja extraña, muy maquillada y de voz juvenil, que nos preguntó qué queríamos. «Queremos ropas exóticas, de músicos», le dijimos. «Con mucho gusto las haré», nos dijo, y nos tomó las