Tres cuentos espirituales. Pablo Katchadjian
noche tocamos de nuevo y la pasamos bien, pero después del recital algo quedó flotando y oscureció nuestro ánimo; cuando dejó de flotar y bajó, entendimos que nunca la pasaríamos verdaderamente bien tocando porque de fondo estaba nuestra imposibilidad de volver. Y nos deprimimos. Entonces uno de nosotros dijo: «El problema es que esté de fondo». «Claro», dijimos todos, «porque eso la vuelve pasiva y la fija como imposibilidad». «Es que sin darnos cuenta dejamos que se fuera al fondo y casi dejamos de buscar», dijo una de nosotros. «Eso es lo que pasó: inventamos una forma de buscar que no dio resultados pero que nos gustó, y seguimos con la forma de buscar pero sin buscar», dijimos todos. Entendimos que la solución era sencilla: debíamos hacer que lo que se había ido al fondo volviera a primer plano, porque así dejaría de ser una imposibilidad. Uno de nosotros dijo: «Toquemos, pero nunca olvidemos que estamos buscando al poeta, siempre estemos atentos a ver si lo encontramos». «Claro», dijo otra, «recordemos que ya mañana empezaremos a tocar en pueblos vecinos, eso nos obligará a estar atentos». «Claro», dijo otra, «la cuestión es no pensar que hay dos planos cuando sólo hay uno: estamos tocando porque estamos buscando al poeta». Ah, hablar así nos calmó tanto que nos entregamos con desenfreno a la fiesta con amigas y amigos en un restaurant y luego en el hotel. Al otro día partimos rumbo a un pueblo vecino con la promesa de volver luego de la gira. Nos despedían y lloraban, pero a nosotros no nos costó nada contener las lágrimas porque sabíamos que la despedida no era una despedida sino parte de la búsqueda del poeta.
Todo fue bien, parecido, en los primeros pueblos que visitamos. Demasiado bien y demasiado parecido: amantes, excesos, lujos culinarios. En todos lados preguntábamos por el poeta, pero nadie lo había visto. Y entonces, de a poco y sin que nos diéramos cuenta, la situación, o nuestra sensación de la situación, empezó a cambiar; el cambio se completó cuando uno de nosotros dijo: «¿Qué sentido tiene para nosotros tener éxito en algo que no es más que una coartada?». Nos resultó fácil coincidir con él, porque esa pregunta ya existía en todos nosotros: si nuestro objetivo era encontrar al poeta, hasta que no lo cumpliéramos no estaríamos satisfechos, por más que la coartada fuera en sí misma una vida mejor y más deseable que la vida que nos esperaba luego de cumplir nuestro objetivo: ser siervos aburridos, monótonos matones de los sabios. Intentamos convencernos de cambiar de vida, de ser músicos para siempre y vivir de gira o incluso armar familias en alguno de los pueblos. Pero nos pareció que no podíamos cambiar lo que éramos ni lo que deseábamos: no podíamos desatender con nuestra obligación. Esto nos hizo odiar más al poeta: él era el culpable de nuestra desgracia y también de nuestros placeres; él nos estaba llevando por un camino que no era el que normalmente hubiéramos tomado y él no nos permitía disfrutarlo. Entonces nos amargamos y pensamos que nunca lo encontraríamos y que seríamos músicos desgraciados y exitosos para siempre, rodeados de lujos y placeres que no nos compensarían, de amigos y amigas a los que despreciaríamos, y que ese desprecio y malestar nos haría músicos más queridos y deseados, y que sería así hasta la muerte. ¡Ah, ironía! Nunca hubiéramos buscado esta vida, y si la hubiéramos buscado, nos dijimos, nunca la hubiéramos encontrado, y ahora, en cambio, buscamos al poeta y no lo encontramos y… «¡Ah!», dijo entonces uno de nosotros: «Si esto es cierto… Entonces…». Una energía repentina nos invadió: «¡Debemos dejar de buscar al poeta para poder encontrarlo!», gritamos.
Este pensamiento nos liberó. Nos liberó tanto que olvidamos todo lo que habíamos estado pensando. Ah, ¡qué livianos nos sentimos de repente! Fuimos a comer con los notables del pueblo en el que estábamos a un restaurant lujoso, donde pedimos carne humana y nos miraron con tanto asco que debimos decir que era una broma. La broma de todos modos les pareció de mal gusto. Pero nos dieron una carne exquisita, y no nos atrevíamos a preguntar qué era, así que empezamos a poner caras de placer. «¿Les gusta nuestra carne?», preguntó una de los notables. «Exquisita», dijimos. «¿Quieren saber qué es?», preguntó sonriendo con orgullo. «Nos encantaría saberlo», dijimos. «Deben saber, antes, que nosotros estamos en contra de la matanza de animales», nos dijo. «Ah, entonces…». «Exacto, la hacemos con animales muertos naturalmente en el bosque». Nos dio asco, pero era una carne tan rica que el asco fue parcial. «Animales muertos naturalmente…», repetimos. «Sí, y también humanos y plantas». «También humanos y plantas…», repetimos. Nos llevaron luego a conocer el pueblo. El centro histórico de la aldea estaba conformado por callecitas tan angostas que apenas se podía pasar; las construcciones eran más o menos de nuestra altura. Nos metimos por esas calles y llegamos a una zona donde los techos de las construcciones llegaban apenas hasta nuestra cintura y las calles eran ya demasiado angostas como para pasar. «Miren por ahí», nos dijeron los notables, y vimos, en el centro, una parte no más alta que nuestras rodillas. «Es una maqueta», dijimos. «No, no», nos explicaron: «hubo un cambio paulatino de escala en la población; de hecho, en el centro de ese centro histórico, si miran bien, hay otro más pequeño». Era cierto: en el centro de esa especie de maqueta de material había otro centro histórico. «¿Y dentro de ése hay otro?», preguntó uno de nosotros. «Sí, y dentro de ése hay otro, pero no se llegan a ver desde acá», nos respondieron. «¿Y qué pasó con esa gente tan pequeña?», preguntó una de nosotros, y ellos sonrieron, incómodos, levantando los hombros. Nos despedimos de los notables y atravesamos un centro histórico un poco más grande, y luego otro un poco más grande, hasta que llegamos a un centro histórico de nuestro tamaño, lleno de barcitos y mesas en la calle. Ahí, en una esquina, un hombre con la cara cubierta por un velo profetizaba el fin de la especie; decía que así como los ancestros pequeños habían sido liquidados por otros más grandes, y éstos a su vez por otros, etc., así seríamos liquidados nosotros por seres de mayor tamaño que construirían a nuestro alrededor un nuevo pueblo. La gente lo miraba y aplaudía y se reía o lloraba. «¿Es verdad lo que dice?», le preguntamos a uno que estaba ahí. «No, es un pobre y lóbrego loco: se creyó el cuento de los notables, que no es más que una alegoría arquitectónica, y ahora teme por nuestro futuro».
Seguimos nuestra gira por los pueblos donde teníamos contratos, y todo iba tan bien que no pudimos no notar que algo había cambiado en nosotros. Y el cambio, nos resultaba claro, no tenía su causa en la idea de dejar de buscar al poeta sino en otra cosa más espesa. Pero cuando nos deteníamos a pensar en la causa, la causa se escondía, y sin la causa no podíamos entender el efecto; sólo cuando decidimos ignorar el efecto, la causa, sola, se acercó a nosotros y se mostró sin velos. «Ah, ¡era eso!», dijimos todos, porque lo sabíamos desde un principio: la imagen de los pueblos crecientes y concéntricos, tan sabiamente construida por los notables del pueblo que se alimentaba de carroña, había producido en nuestras mentes una sensación de relativismo sanadora. Cierto, el poeta seguía en el fondo, al acecho, pero sin embargo, para nuestra sorpresa, podíamos disfrutar de lo que hacíamos plenamente, entregados por primera vez casi sin fantasmas. La gira se extendió y extendió con nuevos contratos y en todos lados juntamos dinero, amigos y amantes. Nuestra música ya se había profesionalizado en el mejor sentido posible; éramos verdaderos creadores: pensábamos todo el día en lo que hacíamos, nos conmovíamos con nuestras ideas y siempre dudábamos de lo que encontrábamos. «Quizá», dijo uno de nosotros, «no fue la alegoría arquitectónica sino nuestra música la que nos liberó de los fantasmas», y todos asentimos. «O quizá», dijo otra, «fue el hombre cubierto con un velo con su anuncio de ruina para todos». Rechazamos la idea, aunque dudando. Un día, bajo el efecto de un licor relajante, nos miramos en un espejo y nos sorprendimos de no haber notado antes que estábamos físicamente muy cambiados: mucho más atractivos e interesantes. Los rasgos de perro agresivo de los que siempre nos habíamos enorgullecido ya no estaban, y en su lugar habían crecido unas facciones suaves, inspiradas, un poco perdidas en algo infinito. Nuestros brazos y piernas ya no tenían los músculos de los matones: ahora nos permitían movernos con precisión por un mundo hecho para nuestros sentidos. El cambio exterior, nos dimos cuenta los días siguientes hablando sobre nosotros, venía acompañado de un cambio interior, porque nuestras ideas eran también diferentes: ¿realmente habíamos maltratado cruelmente a tantas personas? Recordamos las frases del poeta y algunas nos hicieron reír. «¿Qué haríamos con el poeta ahora?», nos preguntamos. «Nos haríamos inevitablemente amigos, usaríamos sus versos como letras de canciones, incluso lo invitaríamos a recitar tocando de fondo para él», nos respondimos, y la idea nos perturbó con una alegría profunda.