Mientras haya bares. Juan Tallón
Tomé nota y cuando colgué y me aseguré de que nadie me vigilaba, rompí el papel y enterré el asunto.
El exabrupto, entendido no solo como palabra injuriosa contra Dios, la Virgen, las personas o los objetos, sino como tratamiento de las circunstancias adversas, es decir, como técnica, me parece digno de estudio. Cada uno tiene su manera de resolver problemas. Recuerdo que la protagonista de Laura decía que no tenía miedo a los policías. «De pequeña me enseñaron a escupir cuando viese uno», explicaba. Ese escupitajo, en su caso, arreglaba muchas cosas. Los insultos también. Son herramientas para afrontar una realidad adversa. La grosería llega después de un hecho hostil contra el que hay poco que hacer. Despierta sensación de impotencia. Y nada más frustrante, cuando somos humanos, que admitir debilidades insolubles. Se agolpa, entonces, una carga interna que hay que bascular como sea. Es cuando llega la afrenta. No corrige el discurrir de los hechos, pero sí nos proporciona fuerza para asumirlos sin tener que hacer algo peor.
Lanzar una diatriba como la del señor contra Balotelli, y no verter el gin-tonic —porque el gin-tonic es Dios— exige un entrenamiento que a veces dura años. Pasa como en Niágara, cuando Marilyn Monroe se pasea por la calle con un vestido capaz de conducir a cualquiera a la locura, y alguien dice al verla que «para utilizar un vestido como ese hay que tener costumbre desde los 13 años».
Sesión vermú
Entre personas, se tiene la idea de que mientras el cuerpo respira, está vivo. Podemos darla por buena. Una sociedad, en cambio, necesita algo más que aire y algo de beber. En cierto modo, sabemos que un pueblo está vivo en función del pib, de las librerías por habitante, de la cobertura social o, por qué no decirlo, de las barras de los bares. Probablemente, un pueblo que pierde la capacidad para convocar una reunión alrededor de la barra es un pueblo muerto. Da igual que aún tenga habitantes. Como pueblo, es un cadáver. Ahora bien, si hay orquesta, si hay barullo, si hay música, si hay protestas y un grupo opositor lamentando los gastos, entonces el pueblo tiene vida para un siglo. Los detractores acérrimos son tan necesarios como los partidarios.
Nunca hay que despreciar a los que sostienen que no estamos para verbenas. Una sociedad necesita gente que eche agua en el vino, para rebajar la euforia. Incluso fiscalizar posibles atentados. Ningún drama evita que necesitemos fiestas. Las necesitamos. Aún no estamos muertos. En los peores momentos —incluso en los entierros— el sentido del humor acude a nuestro rescate. ¿Qué cabe esperar de una sociedad silenciosa, tranquila, que solo piensa en lo que hay que pensar y hace lo que hay que hacer? Nada, salvo la garantía del aburrimiento. Detrás de un pueblo reposado, inexpresivo, silencioso, solo puede esconderse un vecindario soporífero. En el comedimiento del que hace gala gente así, los días se vuelven rutinarios. Y a nada le tiene más horror la sociedad que a experiencias desabridas. En el siglo en el que la variedad de entretenimiento es la razón última por la que no estamos todos suicidándonos, el mayor pecado es caer en la espiral del tedio.
No importa que las cosas vayan mal, que la situación sea crítica. Ningún problema es irreversible si hay sesión vermú. Tomemos el ejemplo del Titanic. Sí, golpeó contra un iceberg, el choque le metió un boquete carajudo al casco, pero hubo fiesta. Hombre claro. La orquesta no dejó de tocar por que la embarcación se empinara y finalmente se hundiera. No hubo singladura más feliz, por mucho que acabara en tragedia. La lección es clara. Hay que aprender de la historia y, a toda costa, ponerse de fiesta. Los indicadores se hunden, como el Titanic, el paro escala, la democracia expira, la banca se forra, nosotros estamos contra las cuerdas, pero por suerte alguien pinchará rock and roll para amenizar el desastre.
Cabeza contra puerta de armario
Piensas que conoces tu casa y te levantas de la cama sin encender la luz, descalzo. Solo vas al baño. Está todo controlado. Caminas a oscuras, tanteando con la mano las paredes, para asegurar. Todo va bien. Solo quieres mear y después dormir una hora más. Ayer te acostaste tarde. Te quedaste leyendo y roncando a Italo Calvino en el sofá. Aún son las seis de la mañana. Estás amodorrado, así que te cogerá el sueño enseguida. Pero en el camino de vuelta se produce el accidente. Pie descalzo contra pata de cama. Pocos golpes hay más representativos de las desgracias caseras, si no tenemos en cuenta el «cabeza contra puerta de armario». De alguna manera, es como un Barça-Madrid o un Boca-River. En realidad, como siempre gana la pata de la cama, se asemeja más a un Liverpool-Everton. Bill Shankly, entrenador del Liverpool en casi ochocientos partidos, llevó al equipo a las mayores victorias y alimentó la rivalidad con el otro equipo de la ciudad, aprovechando que casi siempre le ganaban, a extremos críticos. «Cuando no tengo nada que hacer miro debajo de la clasificación para ver cómo va el Everton», decía. No soportaba el mal juego que ponían en práctica los rivales. «Si el Everton jugara en el jardín de mi casa, correría las cortinas para no verlo».
En este contexto, tu pie se bate contra la pata de la cama. Naturalmente, como en el caso del Everton, sale derrotado y doliente. En este tipo de trompadas emerge siempre el individuo oscuro e irreconocible que todos somos. En el dolor se advierte que cada uno de nosotros es varios. Como mínimo, dos. Nos pasamos la vida negando el lado de cada uno que, inevitablemente, emerge en las grandes hostias y en los desengaños. Cuando emerge, y hay testigos, estos quedan impresionados. No conocían esa parte de nosotros. No es tanto decepción lo que sienten, como sorpresa ante un descubrimiento mayúsculo. Recuerdo cuando en la final del Mundial de Fútbol de Alemania, Zidane se volvió hacia Materazzi, le dio un cabezazo descomunal en el pecho y lo derribó como si fuese un bolo. La humanidad quedó asombrada ante aquel gesto. Todos conocíamos a un Zidane e, inesperadamente, conocimos al otro. Estos hallazgos siempre tienen algo de iluminador. Producen confort porque evidencian la imperfección personal. Todos somos así en el momento en el que nos enfrentamos a un abismo íntimo.
Cuando, acostumbrado a la perfección de los textos de Borges o a su corrección personal, casi británica, descubro de pronto una impostura en el escritor argentino, experimento gran alivio. Hace poco, leyendo en el váter los diarios de Bioy Casares, encontré la entrada correspondiente al 23 de noviembre de 1951. Ese día, Borges abrió The Perfumed Garden y leyó en una de sus páginas: «Women (...) would succeed in making an elephant mount on the back of an ant, and would even succeed in making them copulate [Las mujeres (...) conseguirían que un elefante trepase sobre el lomo de una hormiga, y aun serían capaces de lograr que copulasen entre sí]». El jardín perfumado, escrito por el Jeque Nefzawi en el siglo xvi, es un manual árabe sobre erotismo, donde se trata el sexo con un elegante estilo poético. Cuando Borges acabó de leer aquel párrafo, miró a Bioy Casares y dijo: «Aquí está la versión oriental, y desprovista de gracia, de “con paciencia y con saliva el elefante se la metió a la hormiga”».
En el tratamiento del sexo Borges se mostraba especialmente desinhibido. Era otro Borges. Como el día que le propuso a Bioy, para una antología pornográfica, los versos de Alejandro Sirio: «La señora de Pérez y sus hijas/ comunican al público y al clero/ que han abierto un taller de chupar pijas/ en la calle Santiago del Estero».
Mándame verbos, Ernest
«Mándame verbos», le pedía el redactor jefe a Ernest Hemingway cuando el novelista redactaba crónicas desde Europa. Aquel periodista —como los escritores y los poetas— creía posible dar información sobre la realidad que hiciese entendible qué ocurría en la misma. De puta madre. Pero la realidad, incluso en aquellos años, ya nos había desbordado. El mundo venció al hombre. Lo aplastó. Aunque parece que no tengamos noticia de esa derrota. ¿Importa lo que recojan los periódicos? ¿Cambia algo el canto de los poetas? ¿Podemos detallar la realidad? Thomas Bernhard estaba convencido de que nunca consigues trasladar al folio lo que piensas o imaginas. «La mayoría —decía— siempre se pierde en el traslado. En el fondo no puedes comunicarte. Aún no lo ha conseguido nadie». La realidad posee un mecanismo superior que, cuanto más realista pretenda ser su descripción, menos posibilidades hay de alcanzar su entendimiento. Llenamos millones de páginas a diario, pero nos quedamos lejos de la comunicación. «Tantos versos y tan poca poesía», lamentaba Jules Renard.
No hay nada que contar que dé la medida verdadera de lo que pasa en el exterior.