Mientras haya bares. Juan Tallón
oportuno salir en defensa del marido, y respondió por él: «¿De dónde va a venir Paco? Paco viene de Francisco».
El libro es un chirimbolo yonqui
El libro también tiene una vida marginal y andrajosa, muy alejada de la literatura. En ese universo oscuro, lluvioso, solo es una especie de yonqui repelente, que nadie abre y sobre el que se acumula el polvo, cuando no otros objetos, que adquieren de pronto una inopinada superioridad sobre él. No fui plenamente consciente de esa existencia arrastrada hasta el día que me presenté por primera vez en Madrid, y cumpliendo un encargo de mi madre —«mira que no te olvides»— visité a la tía Mercedes, viuda de profesión. No la conocía más que por fotos en blanco y negro, deprimentes y envejecidas, lo que me había impedido hacerme una idea precisa de su bigote. En todos los retratos comparecía vestida de 1890, diluida entre dos o tres personas más. Ella destacaba, sin embargo, porque parecía llegar a la foto directamente de su entierro, haciendo una excepción.
Su primer marido había sido poeta, contemporáneo, a la luz de su estilo místico, de Alonso de Ercilla y San Juan de la Cruz. Tal vez por eso me había imaginado una casa llena de libros polvorientos, que nadie había abierto desde su muerte. En parte es lo que me encontré. Solo en parte. La visita estuvo presidida por el sobrecogimiento gris que me produjo advertir que los libros del difunto tío Andrés resistían el peso de una persiana averiada, equilibraban una mesa o elevaban una lámpara. En el caso más impactante, un ejemplar de Madame Bovary, que de buena gana habría robado después de maniatar a mi parienta, hacía de peana para un viejo trofeo de bridge.
Aquella visita me enseñó que un libro puede tener diferentes finales. Si hay suerte, perduran viajando de lector en lector, que es un modo de no tener final. La eternidad, en el fondo, solo es un boca a boca. Pero si caen en desgracia, los libros descienden a la condición de objetos yonquis. Es decir, cuñas para ventanas que se cierran o sillas con una pata más corta que el resto.
Me costó olvidar a mi tía, aunque cuando lo hice, con el tiempo me volví a acordar más veces de ella. Una fue cuando murió, para preguntarme morbosamente con qué vestido la enterrarían, y si la afeitarían, pero sobre todo qué sería de su biblioteca. Otra fue cuando leí que Evelyn Waugh era un fanático de las novelas epistolares de Samuel Richardson. «No me desplazo nunca sin mi ejemplar de Clarissa», explicaba cuando lo veían tomar el tren con la voluminosa novela de Richardson bajo el brazo. «Me sirve para mantener la puerta del vagón entreabierta», aclaraba. No en vano, Clarissa tiene 984.870 palabras, unas doscientas mil más que la Biblia.
Me pregunto qué soluciones puede aportar el libro electrónico a una literatura planteada en estrictos términos yonquis, donde el libro desciende a la condición de trasto harapiento, chirimbolo, cacharro. Porque me temo que mi tía Mercedes, que en paz esté, o Evelyn Waugh, que esté en más paz todavía, están lejos de representar casos aislados.
Hay sentidos en que el libro no sirve para nada —nada exquisito o enriquecedor— y, en esa medida, conviene admitir que resulta de gran utilidad en una casa. Su modo de ocupar el espacio representa su mayor valor añadido. La humanidad resiste mal los huecos. Una estantería vacía solo es menos triste que el agujero que ha dejado un cuadro o un plato al descolgarse. De ahí el prestigio —prestigio, especifiquemos, yonqui— que tanto el libro como el Aguaplast poseen en algunas familias. Los temidos huecos de la pared, que no son sino una versión posmoderna del miedo al vacío de siglos pasados, me conducen siempre a la lectura de Crímenes ejemplares, de Max Aub, donde decenas de asesinos relatan el móvil —casi siempre ridículo— que los condujo a acabar con la vida de la víctima. Hay un caso que se encuentra entre las pocas cosas que consigo recitar de memoria: «¡Me negó que le hubiera prestado aquel cuarto tomo...! Y el hueco en la hilera, como un nicho».
Un libro, muchas veces, es solo un libro cerrado, una piedra pulida. En el mejor de los casos, una madera bien tallada. Pero por todo ello, muy útil. Utilísimo. Su cuerpo muerto y pesado realza el entorno. «Está ahí como amenaza, no como lectura», decía Severo Sarduy de un ejemplar de Los cipreses creen en Dios que había en su casa, sobre el que nunca posaba las manos, pero hacia el que miraba periódicamente. Tal vez el libro electrónico acabe por conquistar un día a los lectores para siempre, pero ¿qué puede ofrecer a los enemigos de la literatura, a la decoración de interiores, a la industria del marcapáginas, a los caza autógrafos, a esos individuos que toman un libro prestado de la casa de un amigo por el gusto de no devolverlo jamás? ¿Qué futuro les espera en un mundo en el que el libro de papel, como objeto muerto, marginal, yonqui, ceda su sitio en silencio y lentamente al electrónico? Recuerdo cuando Roberto Bolaño, con su estilo provocador, aunque siempre inteligente, decía que uno roba libros y acaba leyéndolos, pero en su caso, en ocasiones «los compro y muchas veces ni los leo, los acaricio. Me gusta tenerlos cerca». ¿Satisfaría una expectativa así el e-book? ¿Puede permitirse un utensilio de esa naturaleza intangible, que el día que mueres desaparece contigo, el lujo de no servir para nada, de no ser leído, de matar una mosca, de sujetar una puerta o de encender un fuego, como hacía con las hojas de sus ejemplares Pepe Carvalho, y para de contar?
Existen muy diferentes formas de ser libro y prestar un servicio al propietario. Hay un tipo de libros —yonquis en su estilo— que compras aun sabiendo que no vas a leer ni loco, pero tú sabes que deben estar ahí, en tu espacio, llenándolo. Por si acaso. Tal vez por la misma razón por la que instalas una alarma en casa. No lo haces esperando que un día suene y disfrutar la experiencia, como un melómano más. La compras por si acaso, joder. Así adquieres muchas veces ciertas novelas, incluso ensayos. ¿Por qué, si no, le haces sitio a Hegel, o a Cioran? Para estar preparado para algo que seguramente jamás sucederá. Su presencia te tranquiliza y te ayuda a engañarte a ti mismo pensando que tal vez una noche de invierno… Es preferible su asistencia a su ausencia, punto. Incluso en aquellas circunstancias en las que su comparecencia te inquieta, porque sabe Dios a dónde te puede conducir una sobreexposición a Cioran. Para estos casos yo siempre guardo una anécdota reveladora de Visconti sobre la importancia de los libros que solo son un lomo y que se limitan a cubrir un hueco en la pared, pero que con ese efecto meramente físico enriquecen la escena, incluso facilitan un contexto histórico. Durante la grabación de una de sus películas, el director italiano ordenó detener la posproducción. «Esto es un desastre», lamentó. «¿Pero qué demonios ocurre?», preguntaban sus colaboradores. «Esta hermosa e insuperable escena, no sirve». «¿Por qué, si es una hermosa escena, y además insuperable, y ya no podremos volver a filmarla?». Pues porque en la biblioteca del fondo había un libro que no se correspondía con la época, y aquella presencia extemporánea, el lomo, nada más que el lomo, trastornaba a Visconti. Y desde Chesterton sabemos que «un hombre nunca debe dejar nada en el universo que lo aterrorice».
No la chupes tanto
En el colegio, si te complicabas con dos regates y perdías la pelota, el reproche de los compañeros de equipo se oía en todo el patio: «¡No la chupes tanto, hostia!». El balón era poder, y aunque desconocías qué significaba ese poder, experimentabas gusto al manosearlo. Freud, para entendernos, pero sin órganos genitales. Cuando llegabas al instituto —en caso de llegar— aquella frase sufría ciertas variaciones. Leves pero sustanciales. Si elegías chutar, y no ceder el balón atrás, podías oír un: «¡Mámala menos, tío!». En parte, el cambio de verbo también pretendía desgastar tu reputación, aunque, en general, se trataba de una invitación a distribuir mejor el juego.
Pasa el tiempo. Creces. Vas a la universidad. Te licencias. O te expulsan. Consigues un empleo. Te despiden. En silencio y lentamente, el tiempo se pone amarillo sobre tus fotografías, y un día adviertes que en la infancia —la infancia, cuando menos lo esperas, telefonea— se moldean verdades que luego olvidas, pero que siempre están ahí. Porque resulta que a tu alrededor, si te fijas bien, hay un pequeño grupo que la chupa todo el rato. Eso jamás cambia. Ellos la chupan y tú miras. No hablo de fútbol, sino de democracia, de libros, de música, de periodismo… de todo menos de fútbol. Mientras unos pocos la maman, digamos, de puta madre, el resto lanzamos vertiginosos e imponentes desmarques, pero nunca recibimos el balón. En el mejor caso, cuando todo acaba, alguien te dice: «Bien jugado, chaval». Naturalmente, «bien