Mientras haya bares. Juan Tallón
palabras de desconcierto: «¿Pero tú no llegabas mañana?». No era la típica frase de alguien que se alegra de ver a su novio. «¿Y tú de dónde vienes?», preguntó a su vez Óscar, al que se le hacía un poco raro que su novia fuese a trabajar con aquella pinta al hospital. «Me quedé sin sal y le he ido a pedir una poca a Abelardo. Hemos estado un buen rato de cháchara». Mi primo se quedó de piedra. En efecto, la sorpresa fue mayúscula.
Yo nunca olvido un bigote
Los malentendidos aclaran a veces muchas cosas. Allí donde hay un malentendido, existe una posibilidad de progreso. Nadie, después de todo, tropieza hacia atrás cuando corre. Me lo recordó la emisión de Juegos de guerra (1983), de John Badham, ante la cual en mi generación deseamos por primera vez ser hackers suicidas. Acabar con el mundo es un sueño perseguido por cualquiera. ¿A quién le amarga un dulce? En esta película, Matthew Broderick, gracias a un malentendido, casi lo consigue.
Todos coleccionamos equívocos. Hace un año, en el metro de Madrid, alguien me tocó un brazo. Me volví enseguida, por miedo a que me lo robasen. Era el derecho. Y estaba escaldado. En tres meses había sufrido dos atracos. «¿Qué tal?», me preguntó de pronto un hombre con bigote, en el que no reconocí a nadie familiar. «Hola», respondí por precaución. Debió adivinar mi desconcierto, porque me preguntó si «acaso» no lo conocía. Se metió en medio un silencio que duró casi un año, pero de los breves, que pasan en dos segundos. «Por favor, cómo no te voy a reconocer. Qué tontería. ¿Y qué es de tu vida?». Le tendí la mano. Sé cómo es sentirse un completo imbécil cuando le hablas a alguien que no te reconoce, y sonreí. Confesar que no lo reconocía me pareció de mal gusto. Entretanto, pensaba quién cojones sería. Yo nunca olvido un bigote.
Hay gente muy irascible por ahí, a la que conviene seguirle la corriente. Eso hice. Me arrepentí enseguida, pero todavía era de peor gusto rectificar. En cambio, él no disimulaba. Hasta sus gestos sugerían que éramos conocidos, casi primos. Chasqueó los dedos, como cuando estás a punto de saber una pregunta del Trivial, y sacó a relucir la última vez que nos vimos. «Fue en aquel pub de Sabadell, hace diez años». No había estado en mi puta vida en Sabadell. «¿Seguro?», me permití dudar. Después de todo, la duda también favorece el progreso. «Segurísimo. Ese día me contaste que te habían contratado en la Seat». Afirmé con la cabeza. «En efecto». Ni que decir tiene que nunca había trabajado en la Seat. Ni siquiera en un taller mecánico. Lo más parecido a eso había sido mi etapa de periodista en un diario en el que, de vez en cuando, tenías que apretar los tornillos de tu silla con un bolígrafo. Empecé a sospechar que me tomaba el pelo. Hay hijoputas así. «Joder, tienes razón. Yo estaba recién operado», decidí mentir, para dar continuidad a la farsa. «¿Operado?». El fulano arrugó el gesto, no tenía ni idea. Qué raro, pensé. Tan conocido mío y no sabía lo de mi operación. «¿Operado de qué?», se interesó. «Una fístula», improvisé. En ese momento, miré al suelo y advertí que llevaba botas de cowboy. Temblé.
Faltaban todavía tres estaciones para mi parada. Después de otro silencio eterno y breve, cambió de conversación. Quiso saber si mantenía contacto con el viejo grupo de amigos. «Con algunos», señalé, sin grandes concreciones. Él recordaba a María, porque hacía tres años la había visto precisamente en un tren. Me reventaba la curiosidad por saber quién era aquel tipo. ¿Y si realmente yo lo conocía? ¿Y si había trabajado en la Seat pero no lo recordaba, porque había coincidido con mi etapa de cubatas de Larios? Se me ocurrió preguntarle por sus padres. Tal vez eso me facilitase alguna pista. «Mamá bien pero papá no demasiado. Murió». De hecho, agregó, yo le había enviado un telegrama de pesame. «¿De verdad no te acuerdas?». Claro que sí. «Es que hoy llevo un día horrible», alegué. «Por cierto, no quería dejar de felicitarte por el nacimiento de tu hija. No hay nada más hermoso que dar vida a una criatura», me dijo. Ahí reventé. Aquello era un despropósito. «¿Hija? No he tenido una hija en mi vida». Ahora era él quien estaba desconcertado. «Pero es posible que... —musitó—. ¿Tú no eres Alfredo Balaguer?». En ese momento se detuvo el tren. No era todavía mi parada pero me apeé. Las botas de cowboy me ponían nervioso.
La última batalla del bebedor
En la noche de todo bebedor existe un momento insignificante y a la vez crucial, cuando ya has aplazado tus tragos hasta el día siguiente, en el que te pones a prueba. No importa qué hayas hecho hasta entonces. Ahí, en ese fugaz segundo, con tu defensa ya bajada, te retratas. Existe un tipo de bebedor que siente el oscuro impulso, una vez deja de beber porque se hace temprano, de ir todavía más allá. Quieres jugarte el todo por el todo y llegar hasta el final. No eres muy distinto, después de todo, de esos tipejos que se ganan la vida dando cartas, o apostando su alma en una cuerda floja.
Llegada esa hora en la que abandonas en la barra el último vaso, solo hay dos clases de individuos. De un lado están los fulanos que liquidan la noche cuando entran en casa, lentamente se arrastran hasta el dormitorio y mueren sobre la cama, como elefantes. Eso es todo. No creen que haya nada importante después del último trago. Solo desean que el día acabe, enfrentar la resaca como samuráis, y esperar que pase pronto la semana, hasta el viernes. No tengo nada contra ellos. Muchísimas noches, de hecho, soy uno de esos, alguien en busca de una muerte rápida y reparadora.
Cerca pero muy lejos, están aquellos otros que después de una noche durísima, borrachos y arrastrados por el desierto que abre el whisky, libran la ofensiva final en la cocina. Es la madre de todas las batallas. Solo ellos y la nevera. Comer acarrea entonces la agonía perfecta, el estertor último, emocionante y bello, el instante en el que superas la escarpada ladera y ves el mar, donde la borrachera se hace feliz y dulce. Ese enfrentamiento te rehabilita. En alguna medida, restituye tu crédito, debilitado durante las últimas horas, con sus copas y fracasos. No hay derrota posible cuando te detienes, por ebrio y rendido que estés, y cenas al amanecer en soledad, previendo que ha vuelto a ser otra noche de mierda. Pero no importa porque tienes hambre y comes lo primero que encuentras. En ese momento, todo empieza de nuevo, florece. Es primavera. El pasado no pasó.
Hay un momento en la vida en el que dejas de saber por qué todavía sales los viernes. Y los sábados. En realidad, también algunos jueves. Es una ignorancia molesta, que sitúa ante ti un precipicio, a modo de espejo. Yo la supero diciéndome que salgo para llegar tarde, medio ebrio y cenar un buen desayuno. Durante una época disfruté saliendo con un amigo de un amigo porque después de beber toda la noche, él daba lo mejor de sí mismo al llegar a casa, en la cocina. En una ocasión, de camino a la cama, se empeñó en pasar por la pescadería. Yo sabía que había sobrado empanada del día anterior. Justo una empanada de congrio, fría y dura, es a veces todo lo que necesitas en la vida antes de entregarte de rodillas a la resaca para que acabe contigo. Le disuadí de comprar una docena de sardinas. No pude evitar que se llevase una merluza de quilo y medio. Al parecer la preparó a la bilbaína, mientras todo nos daba vueltas. No pude recordar nunca aquel episodio. Su madre, por los restos que descubrió al día siguiente, asegura que era a la bilbaína. Lo doy por bueno. No importa tanto cenar esto o aquello, como someterte a la cuerda floja de la cocina antes de irte a la cama. Hace años, en un sentido parecido, le oí contar a Stephen King que no recordaba ser el autor de uno de sus libros porque lo había escrito borracho. ¿Qué cojones importa eso? El caso es que fue aplaudido y recompensado por ello.
Matarratas con hielo
Mi amigo Z. empezó a salir con María a los 19 años. Al principio les fue bien. Es decir, durante las primeras horas. Pero al tercer día notó que el amor funcionaba mal. Había sido testigo de eso que William S. Burroughs denomina en El almuerzo desnudo el «instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores», pero prefirió torcer la cara. Pasaron los semanas y un día por otro no encontraba el momento idóneo para poner fin al romance. En el último instante, con el discurso de despedida que yo le había preparado en la cabeza —«me parece que quiero cortar, tía»—, siempre ocurría algo suficientemente estúpido que aplazaba lo inevitable. Z. se dejaba llevar y se adaptaba a la calamidad. Me recordaba a menudo a la madre del protagonista de La vida de Brian, cuando en un momento delirante de la película, Brian le pregunta: «¿Te