Mientras haya bares. Juan Tallón

Mientras haya bares - Juan Tallón


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dijo una tarde. «¿Te escribo otro discurso de ruptura?», le pregunté. Me sorprendió el modo en que me dijo «no». Fue esa clase de «no» que alegan los porteros de algunas discotecas para que te saques de su vista. Rotundo. Estaba decidido a dejarla y no necesitaba discursos ni hostias. Lamentablemente, en el último segundo recordó que eran las vísperas de la boda de su hermana. No quiso teñirle la fiesta de luto. Pasó el tiempo. Cuando se propuso retomar los trámites para que el idilio acabara, ella le presentó a sus padres por sorpresa. Le cayeron tan bien que no tuvo más remedio que enfriar la intención de abandonar a María unas semanas. «Cuestión de formas», alegó.

      Por esa época encontró trabajo en un periódico. Entre los horarios y alguna compañera de redacción, María pasó a un tercer plano. No renunciaba a dejarla, pero «cuando la ocasión sea más propicia». Se trataba solo de una estrategia para seguir a la deriva. En ese escenario, un día llegó la propuesta de matrimonio de María. Z. no encontró las palabras para decir «no». Algunos monosílabos requieren una compleja construcción sintáctica. No te salen si no eres Marcel Proust. Aceptó y la boda trajo un nuevo aplazamiento de ruptura. «Tiempo habrá de divorciarse», me confesó, ebrio, el día de la despedida de soltero. «Hoy en día —añadió— es un trámite más o menos ágil». Le di la razón: «Cuestión de juntar cuatro papeles». Entretanto, se liaba con algunas periodistas de vez en cuando, a las que persuadía para no tomarse el lío en serio alegando que estaba casado. Pero un día pasa lo que sucede. Con Z. lanzado definitivamente a la ruptura, María se le adelanta y, en cuanto él llega del periódico, le dice: «Quiero el divorcio». Fue un momento supremo, feliz, en el que quedó a la vista la jugada perfecta de Z., que tenía algo sucio e inevitable que hacer, y había dejado que otro lo hiciese por él. Después de eso llegó el martes, los antros, el matarratas frío y la típica resaca de miércoles, que dura hasta el sábado.

      Bragas en el tendal

      En una etapa de mi vida me tocó escribir en una habitación con vistas a los tendales del vecindario. Cuando apartaba la mirada del texto, buscando un punto de agarre para continuar la escalada, solo se me ofrecían camisas, bragas, sábanas... Si tenía suerte, veía a la vecina del segundo tendiendo la ropa. Aquella mujer, en mi recuerdo, es un milagro de verano. Solo por verla merecía la pena ser un escritor, incluso de los malos, encerrado en una habitación tétrica, que se entretenía contando pinzas en el suelo, a la espera, en vano, de que un día llegase la verdadera literatura. Pero casi nunca tenía suerte.

      Era su marido, cuando no su madre, el que se encargaba de tender y recoger la ropa. Por aquella época, tal vez como efecto de las vistas taciturnas e incomunicadas, sin horizonte, de los tendederos, mis personajes se suicidaban a menudo. Si alguno sobrevivía era porque su vida, en el fondo, resultaba tan desgraciada que ni merecía el alivio de la muerte.

      El tono de los textos, la sedación incluso de mi estilo por entonces, corrían paralelos al hastío del tendedero. Nunca hay que esperar gran cosa de unos calzoncillos al sol. Ni siquiera de un sujetador push-up. En ese contexto, apenas son tejidos suspendidos en el vacío. A veces resulta más alentador el silencio que te devuelve una pared sin ventana. Creo que solo Roberto Bolaño fue capaz de convertir un tendal en una explosión de luz cegadora, capaz de transportarte a un lugar maravilloso sin desplazamientos. Ocurre en 2666. En la segunda parte, Amalfitano encuentra dentro de una caja de libros el Testamento geométrico, de Rafael Dieste, y toma la decisión de colgarlo en un tendal de ropa, como una camisa mojada. No lo cuelga porque previamente se hubiera humedecido, sino «porque sí, para ver cómo resiste la intemperie, los embates de esta naturaleza desértica», le explica a su pareja.

      Es difícil calibrar en qué medida, si eres escritor, las cosas que te rodean se inmiscuyen en tu literatura por una ventana y la guían por ciertos caminos y no otros. Quizás aquellas bragas recién tendidas, goteando, o la vecina del segundo en el minuto de recogerlas, determinasen mi estilo más que la lectura y la digestión de Faulkner, Scott Fitzgerald o Borges. ¿Cómo saberlo? Imposible. Los acontecimientos decisivos de la historia son a menudo secretos. Cuántas veces no atribuyes a una acción la menor importancia, y de pronto, pasado un tiempo, descubres que cambia tu vida. O lo intenta.

      En mis años interno en un colegio de mercedarios, cuando me tocaba servir la comida a los frailes, aquel escupitajo que dejaba caer en la fuente de la sopa, en el trayecto entre la cocina y el comedor, me pareció siempre un gesto insignificante, aunque balsámico. Era mi respuesta pueril a las hostias que recibía. Me ayudaba a dormir. Al final de aquel curso, sin embargo, un compañero de internado me obligó a redactar su trabajo sobre la ii Guerra Mundial a cambio de no revelar a los frailes todos los ingredientes del consomé. Las cosas importantes algunas veces son solo una suma de idioteces que requieren un largo período de gestación. ¿Cómo puedo saber que aquel tendal, más el escupitajo para dormir, más algún libro irrelevante que fui intercalando, más las hostias que recibí del Padre Felipe, no me convirtieron en el escritor que tal vez un día llegue a ser? Simplemente, no puedo.

      A reírte de tu madre, chaval

      Hay que poner mucha atención en aquello de lo que te ríes. Yo intento que sea suficientemente serio. No basta que algo me haga gracia. Si así fuese me reiría a todas horas, por cualquier motivo, de todo el mundo. Procuro que además tenga gracia. El matiz es sutil pero brutal, como ese tipo de diferencia tenue, aunque atroz, que Truman Capote establecía «entre escribir bien y el arte verdadero». Este exceso de celo procede —cartas sobre la mesa— de una espeluznante experiencia durante la juventud. En mi teoría general de la especie, los traumas inconfesables no se cuecen tanto en la infancia como en el instituto.

      Nada marca una vida como esos cursos en los que perfeccionas la mecánica del morreo, te adentras en la literatura del boom o te compras tu primer Zippo. El bachillerato puede ser tu ruina. Te descubre los mejores y más peligrosos vicios. Ahí conocí yo a Angelines, con la que aprendí a poner cuidado con aquello que te hace gracia.

      Angelines fue una compañera de estudios de la que estuve seguro, el día que la perdí de vista, que jamás me olvidaría. De hecho, aquí estoy, hablando de ella. Me dio mi primera lección importante en la vida. Fue en los primeros días del curso, cuando llegas al instituto y en dos tardes ya crees que lo sabes todo, incluido cómo se escribe una novela o cómo se lía un canuto con una mano. Estábamos en pleno recreo cuando a Pedro y a mí —los dos igual de gilipollas— nos dio por hacer un comentario gracioso, es decir una babosada, a cuenta de Angelines. No sé si a propósito del tamaño de su cabeza o de su culo. Era corpulenta. No importa tanto el motivo por el que nos reíamos, por otra parte, como la tormenta que se desató cuando Angelines, a pocos metros, se volvió y nos sorprendió desternillándonos de ella. Avanzó hacia nosotros lentamente. No parecía, de hecho, que avanzase, ni siquiera parecía que se dirigiese hacia nosotros. Me acordé de la mujer fatal de Retorno al pasado, Kathie, cuando le dice al detective que interpreta Robert Mitchum: «Oh, Jeff, debiste matarme por mi conducta de hace un momento». Y Jeff responde: «Aún hay tiempo».

      Durante unos segundos de hielo pensé que no iba a ocurrir nada. Angelines parecía estar quieta, con la atención fijada en otro punto. Pero se desató el ciclón. A mí solo me puso un ojo como un pan. No vi venir el mango del paraguas. Me saltaron las gafas. En realidad, siempre he creído que ese día también me saltaron las dioptrías. De pronto, fui el doble de miope. Pero yo tuve suerte. Pedro recibió una paliza como nunca vi. Y como rendirse, con medio instituto pendiente, era peor opción que incorporarse y seguir encajando, Angelines le sacudió hasta que tocó el timbre. En ese momento, le dijo a mi pobre amigo algo que nos sirvió a los dos para el futuro: «A reírte de tu madre, chaval». La lección fue automática. En el instante que aquel paraguas me alcanzó y me arrebató la agudeza visual, supe que en adelante me reiría de otra forma. Menos. Si por cualquier razón algo peligroso me busca la risa, pienso en niños muertos, en pelos, incluso en esa escena de Pulp Fiction en la que Butch Coolidge (Bruce Willis) se libra de ser violado por un policía en un sótano, pero no así su compañero Marcellus Wallace (Ving Rhames).

      Una victoria de mierda

      A todos nos ha pasado creer


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