Mientras haya bares. Juan Tallón
—cuando no comer— cucarachas. Afortunadamente, aprendes a renunciar a tus mejores sueños por tu bien, y a disfrutar de las cosas sobre las que un día ni siquiera habrías escupido de lado, porque no merecían ni un espumarajo. Como cuando Oscar Levant, para evitar la felicidad, dio la espalda a la bebida: «Yo no bebo. No me gusta. Me hace sentir bien».
Yo soy así y soy de aquí
No me gusta tomarme en serio. Es una manía. No sé por qué sospecho que su utilidad es relativa. La última vez que me exigieron ser serio, para ejercer de padrino en un bautizo, me obligaron a renunciar a Satanás, y todo fue peor desde entonces. Todos conocemos ejemplos de gente que se da cierta importancia, y el resultado es esta mierda en la que estamos acomodados. Nada me hastía más que mi identidad. Uno no necesita tanto ser algo concreto, como tener un buen abrigo. Todo lo demás, sobra, incluyendo la partida de nacimiento. Godard sostenía que para hacer cine solo necesitas una pistola y una chica. En la vida, uno puede ser feliz incluso sin armas.
Cada día entiendo menos esa obsesión por decir «yo soy así y yo soy de aquí». ¿Por qué hay que ser algo en concreto, y toda la vida, y vivir con gloria esa manifestación abstracta? Personalmente considero que el verbo ser constituye una maldición. La vida, decía Benjamin Constant, consiste en salir de las cosas. En la medida en que quedamos ensimismados dentro de ellas comienza la obsesión. Luego, solo es cosa de tiempo ponerse serios, pensar en lo que representamos, en lo que somos, en la patria... Salir de las cosas, cuando comenzamos a adoptar su forma, evita dolores de cabeza. En esencia, se trata de huir de la identidad para buscar acomodo en lo extraño, hasta que ese asiento se vuelve común, y hay que huir de nuevo a lo desconocido. Uno debería poder ser hoy un artista abstracto, opinaba Andy Warhol, y la semana siguiente figurativo, o pop. Incluso, en determinados momentos, no deberíamos ser nada. Ni tener una familia. Ni pertenecer a un país. Estar solo con tu abrigo y tu chica. O tu chico. O tu perro Tobby. El Portnoy de Philip Roth lo exponía a su estilo cuando decía que «la minga era lo único que podía considerar mío en este mundo». Todo lo demás era un hostil desierto.
Un día le oí contar a Rodrigo Fresán que Chris Shaw, ingeniero de sonido de Bob Dylan, se acercó a este después de un concierto, y refiriéndose a la interpretación que acababa de hacer de It's Alright, Ma (I'm Only Bleeding), quiso saber si alguna vez la había vuelto a tocar como en la versión original. Dylan respondió: «Bueno, ya sabes, un disco no es más que un registro de lo que estabas haciendo ese día en particular. Y a nadie le gustaría vivir el mismo día una vez y otra, ¿no?». Esta es la idea. ¿Por qué hay que ser algo concreto todo el tiempo? La identidad, que consiste en ser algo eternamente, aburre.
Matar es una cosa muy personal
Todas las generaciones tenemos una «losa» encima de la que debemos deshacernos mediante un asesinato. Matar es algo muy personal, de modo que cada uno elige su víctima y su arma, pero no por ello menos necesario. William Faulkner lo expresaba en su estilo cortante con un consejo que, después de seguir, legó a sus discípulos: «Kill all your darlings». Algo así como «Mata a tus ídolos». Antes o después tus ídolos se vuelven tus enemigos. Si no te deshaces de ellos, pongamos que empujándolos al precipicio, corres el riesgo de perseguirlos eternamente. Antes o después, conviene que camines solo, siguiendo tu propia vía. Las revoluciones ajenas no sirven para que tú hagas tu revolución. A menos que tu ideal se compendie en aquello que el profesor José Luis López Aranguren atribuía al refranero navarro: «Por la mañana mi misica; por la tarde mi copica; por la noche mi putica».
A aquellos que soñaban con ser escritores, William Faulkner les proponía una fórmula de enunciado sencillo, fácil de confundir con lo difícil: «Sueña siempre y apunta más alto de lo que sabes que puedes hacer. No te limites a ser mejor que tus contemporáneos o tus predecesores. Intenta ser mejor que tú mismo. El artista es una criatura movida por los demonios». Era un consejo ampliable a no escritores. En realidad, a todas aquellas personas que, llegado el minuto, desean saltar del tren en movimiento. Hablar de literatura simplemente es un modo más de no hablar de literatura.
El método para abandonar la vía del tren —que siempre conduce al mismo lugar, por el mismo trayecto— admite muchas metáforas. Yo me quedo con la del asesinato. En la línea de Faulkner, pero también en la de Gombrowicz. Después de vivir en Argentina un exilio que duró 24 años, al escritor polaco le llegó el momento de regresar a Europa. Lo hizo en 1963. A punto de zarpar en el Federico, gritó a los colegas argentinos su consejo para hallar nuevos paradigmas a su literatura: «¡Muchachos, maten a Borges!». Ese Gombrowicz es el que se cruzaba con el escritor argentino en las calles de Buenos Aires y desde la otra acera le gritaba: «¡Hey, Borges, acá Gombrowicz!». El argentino era ya un autor institucional, canónico, intelectualista, frente a lo que se revelaba la propuesta dionisíaca y periférica de Gombrowicz, que sabía que siempre llega el momento de apartarse del buen camino en dirección al nuevo, que todavía no se sabe a dónde conduce.
En última instancia, nuestros crímenes nos proporcionan identidad. En ocasiones solo consigues saber quién eres a partir de tus cadáveres. Hasta ahora tus crímenes te hacían grande. O pequeño. En todo caso, te hacían alguien. Hablaban por ti. Cierto es que había ídolos a los que matar. La escasez de ídolos verdaderos, que no sean los que ya tuvieron las generaciones anteriores, nos amenaza con no cumplir nuestros sueños de ser algo. Anteayer eras algo gracias a tus víctimas. Ellas te otorgaban carácter. Tus crímenes te indicaban un camino, trazaban el mapa de tus obsesiones, que, a la postre, son lo que hacen que la vida valga la pena. Todo ha cambiado en poco tiempo. Como si matar, incluso siguiendo las instrucciones de la metáfora, estuviese mal visto. Todo recuerda mucho a Casino Royale, aquel filme surrealista en el que Woody Allen interpretaba al sobrino de James Bond, Jimmy. En una de las secuencias, a punto de morir, le decía al tipo que pretendía acabar con él: «No puedes matarme, mi país reaccionará. Enviará una carta».
Todos somos Mary Cheever
«Puede que fuera infiel, puede que fuera borracho, pero siempre estaba en casa a la hora de la cena», decía Mary en favor de su marido John Cheever, que tenía dos o tres vicios muy particulares. No hay defecto, cuando nos es demasiado próximo, que no nos parezca ínfimo. Ningún error alcanza notoriedad a cambio de que lo hayamos cometido nosotros, o uno de los nuestros. Esto es así, sin entrar en demasiados detalles. Todos somos Mary Cheever, personas dispuestas a pasar por alto cualquier afrenta a cambio de comer con cierta puntualidad. La vida solo se vuelve soportable si somos capaces de restar hierro a las crisis. Me ocurrió el sábado, cuando golpeé una figura del Apóstol Santiago de Sargadelos, se cayó del mesado y se desintegró. La figura, no sé por qué, era muy querida en casa. Oculté los restos en el fondo del cubo de la basura, para que no molestasen a la vista. Alguien los descubrió, por una fatal casualidad, y empezó a hacer preguntas. «Puede que haya sido yo», admití con arrogancia. «Pero después de pintar el dormitorio, techo incluido, y quedarme para el arrastre», alegué. La vida transcurre entre pretextos.
Todo error es relativo. En especial si lo cometes tú. Da igual qué hayas hecho. No será tan serio, digo yo, si no has matado a nadie. Como tus cagadas no son nunca graves, antes o después tampoco te lo parecen las de tu hermana, tu marido, tu novela o tu partido político. El pretexto se busca. Hay una escena en 99 River Street, de Phil Karlson, en la que uno de los personajes, afligido, le confiesa a su amigo: «He matado». La cosa parece espinosa, en efecto, pero su compañero toca la tecla exacta y lo consuela: «Hay cosas peores aún, como ir matando a alguien minuto a minuto».
En última instancia, conviene ejercer el olvido para dejar sitio a nuevos conocimientos. Nada dura más de tres días, según un proverbio árabe. Se trata de abandonar aquellos lugares en los que ya se ha estado. Como aquel intelectual que decía que el gazpacho se condimenta con sal, pimienta, perejil, tomate… y luego se tira por el váter. Pelillos a la mar, en fin. Es imposible mantener todo el tiempo los ojos abiertos. La podredumbre, en el fondo, es un parpadeo suave en el momento exacto. No hay error próximo, por grande que sea, que no quepa en el fondo de un bolsillo. Todos conocemos la historia de Paco, que después de una noche absolutamente degenerada, digna de Cheever, apareció por casa