Mientras haya bares. Juan Tallón
en plancha. Caiga quien caiga. No me importa si tengo prisa, si es media mañana, si es el día de mi boda. Me gusta pensar que tal vez ahí dentro descubra a Paul Auster, incluso a Hemingway.
En la vida hay que saber descender a los terrenos en donde nunca crees que se te pueda perder algo. A menudo ponen bien de beber, y si tienes mucha suerte, coincides con alguien con peor reputación que tú, dispuesto a enseñarte algo de la vida. Se trata, en el fondo, de disponer de un buen plan, un plan cojonudo, para desecharlo a la primera, camino de lo desconocido. Hace cinco o seis años me eché una novia efímera en Vigo. Iba a visitarla un par de veces a la semana. El día que cumplimos dos meses hicimos el amor, discutimos y todo se acabó. Pilar me dijo que era un cerdo y, sin más, me pidió que me fuese de su casa. No recuerdo por qué. En aquellos tiempos felices las parejas no necesitábamos hablar las cosas. ¿Para qué? «Sin compromisos, sin ataduras, sin lágrimas», le dice Audrey Hepburn a Gary Cooper en Ariane, de Billy Wilder. Nosotros, igual.
Era media tarde. Justo al lado de su edificio había un bar que se llamaba Cheers. Nunca había entrado, en parte por miedo a encontrarme al doctor Frasier Crane. Ese día, como estaba cerrado, tampoco descendí a sus infiernos. El caso es que necesitaba un trago, y lo que había en el siguiente portal, dejando atrás Cheers, era una librería de segunda mano. Qué demonios, me dije, y entré. No tenía nada que perder. Todo lo malo me había pasado ya. No exactamente, en realidad. Llevaba diez minutos en la librería, preguntándome si entre tanta porquería antigua no habría una vieja botella de whisky, cuando descubrí seis ejemplares —¡seis ejemplares!— de un libro que había publicado yo cuando tenía veintidós años. Ni que decir tiene que era un libro lamentable, infame, mal enfocado, mal escrito, mal de todo. No valía ni para envolver vasos en una mudanza. Y no solo me lo había parecido a mí, a la vista de la media docena de ejemplares de la que se habían desecho los primeros propietarios. Esa constatación fue brutal y luctuosa, pero feliz, porque esa noche, y las siguientes, no volví a recordar que estaba enamorado de Pilar.
La belleza del cero profundo
Todo procede de la ignorancia. La literatura, el arte, todo lo grande, inteligente y bello parte del cero profundo. Somerset Maugham poseía una interesante teoría según la cual, para escribir un buen libro, existen tres reglas que hay que cumplir. Desgraciadamente, nadie sabe cuáles son. Así se avanza en las creaciones humanas: ignorando cómo se construye el camino. Forjar toda gran creación, sea en el ámbito literario, artístico, social, económico o etcétera, requiere cierta densidad de niebla.
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