Mientras haya bares. Juan Tallón
Levrero teorizó muy bien sobre ese pero fatal. Una de sus novelas más divertidas arranca así: «“La novela es buena —dijo el Gordo, e hizo una pausa significativa—. Pero...”. Podía habérmelo imaginado, porque sé desde hace unos cuantos años que mis novelas pertenecen a esa clase; buenas, pero... Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas, y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero…».
Permanezcan borrachos
Tu casa es ese sitio en el que vas acumulando tu chatarra inservible. No importa que sea una casa pequeña, que no tenga bidé, que oigas a tus vecinos cuando follan. Todos archivamos parte de nuestra mierda personal. Es un tic. Nunca la vas a necesitar, pero por si acaso el día que nunca llegará, finalmente llega, necesitas que tu basura esté ahí. En su sitio, contigo, bien perdida, para no tropezarte con ella. Alcancé esta conclusión el martes, buscando unos apuntes de la universidad que estaba seguro que jamás había tomado, y que encontré. Hay pocos momentos en tu vida tan felices como cuando descubres lo inexistente. La placidez del descubrimiento inaudito quedó bien definida en aquel grito exultante de Jaume Canivell, cuando descubrió la colección de vello púbico del marques de Leguineche en La escopeta nacional, de Berlanga: «¡Ostras, collons, pero si son pelos de coño!».
En el fondo, nos identificamos con las cosas nimias, como determinado disco, o el póster del Atlético firmado por Futre, o en el caso de Leguineche, por su colección de pelos de coño. Es nuestra basura. No necesitamos más para saber quiénes somos. No sé si se me entiende, o si tiene sentido lo que digo. Qué importa. Basta que tenga alguno, aun insignificante. «No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?», se preguntaba Mark Renton en Trainspotting.
Tengo un amigo que guarda, entre sus posesiones más valiosas, una mierda de maniquí femenino. Ahora está en el garaje, pero durante un par de años vivió en el salón. Mi amigo había terminado una relación con su novia de toda la vida, cuando al poco una noche salió de casa y descubrió en un contenedor de obra el maniquí. En realidad, él lo cuenta como si fuese un flechazo, y no un encontronazo con la basura. «Estaba desnudo, boca abajo, cubierto de escombros, como si acabasen de violarlo». De pronto, lo invadió una pena atroz, lo cargó a hombros y lo subió al piso. En el armario había todavía algunos trapos de su exnovia. Le puso una minifalda negra y una blusa blanca, además de unas bragas. «¿Qué hace esto aquí?», preguntaban al principio las visitas, desconcertadas. «Estamos saliendo», improvisaba él.
Nuestra biografía es a menudo el pequeño catálogo de los objetos inocuos que nos rodean, a veces a escondidas. Hasta hace cinco años tuve unas cortinas en el salón que me acompañaron a lo largo de tres mudanzas distintas. Siempre sobrevivían al terremoto que es una mudanza. Tenían cierta historia aquellas cortinas, sí. Y algo de suciedad. A veces una simple mancha encierra una epopeya, ese tipo de epopeya, claro, que forma parte de tu basura personal. Y de la que te cuesta deshacerte. La llevas contigo hasta que un día aparece tu madre de visita, pregunta si es que usas las cortinas de servilleta —estás a punto de contarle la verdad— y al día siguiente se presenta con unas nuevas, y tira las viejas. Fue un desastre. Respeto mucho las cortinas sucias. No conozco buenas historias con cortinas limpias de fondo. En cambio, historias de cortinas sucias, podría citar varias. Hace dieciocho años Fernando Arrabal pronunció una conferencia en el salón de actos de mi facultad. Aquel día el dramaturgo padecía un resfriado magnífico, y a cada poco, se sorbía los mocos. Producía algo de pena. También un poco de aversión. Instantes antes de subir a la tribuna, mientras acababa de llenarse el recinto, Arrabal se acercó a una cortina y se sonó los mocos con ella. A continuación disertó, curiosamente, sobre ética y estética. La vida es así de estrafalaria y radiante. Permanezcan borrachos, como recomendó Dean Martin.
Los típicos idiotas
Cuando vives en un sitio como Ourense y eres un desgraciado, como me ocurre a mí, la vida te parece maravillosa porque algunas mañanas te levantas, bajas a la calle, a cero grados centígrados, y ves a Yosi, el vocalista de Los Suaves, cruzando desde su portal al bar de enfrente en zapatillas de casa. No tienes trabajo, ni futuro, ni sueños, ni amante, pero tienes a Yosi, qué carajo. Es más de lo que mereces. Te entran ganas de entonar a capela, desde tu portal, «Las vueltas que da la vida,/ el destino se burla de ti./ Dónde vas bala perdida,/ dónde vas triste de ti». Pero en ese momento, con ese frío, no recuerdas nada, y menos la letra de Dolores se llamaba Lola.
Te conformas con observarlo lleno de admiración, hundiendo las manos en los bolsillos, para rascar algo de calor en el fondo, mientras te preguntas por qué no eres como él, en lugar de como tú. Naturalmente, es una pregunta retórica, incluso estúpida. Eres Tallón, y no Yosi, porque quisiste empeñarte en ser periodista, en vez de un músico de provecho. Por eso, solo por eso. Por nada más. Y porque no valías para otra cosa. Ni siquiera para ser periodista.
Se nota que Yosi acaba de levantarse de la cama. No lleva ni calcetines. Por cosas así, o como salir en bata, o con un moño, en el vecindario queremos tanto a Yosi. Nos gusta comprobar que hay gente más desastrosa que nosotros. Envuelto en su melena gris, como si fuese una manta, presencias cómo atraviesa la Calle Progreso lentamente y extiende una mano hacia los coches, para que frenen y no lo maten. Eso sería horrible. Probablemente echase a perder la gira con la banda. Notas, desde tu acera, que su resaca es perpetua y hermosa, como la cicatriz que te queda en la frente cuando te caes de la bici el día de la comunión. Es inevitable que te venga a la cabeza esa otra letra, que tampoco recuerdas, en la que él mismo canta «Whisky y cerveza son su comida/ el hielo el motor de su vida/ tan pesada como un fardo,/ así pasa por la vida». Nadie toca el claxon. Se le venera demasiado. Es Yosi. No se puede ser más. Cuando se detienen y lo reconocen, los conductores bajan la ventanilla y a veces le gritan, como el sábado, «Yosi, no te mueras nunca, por favor. ¿Qué te cuesta?». Él saluda con la mano, sin volverse, como si la eternidad fuese, justamente, esa clase de cosas que se la sudan. Me agrada pensar que entre dientes los manda a tomar por el culo, y después entra en el bar Niza.
Hace ocho meses, recién instalado yo en el barrio, coincidí con él en el Dia, haciendo cola en la caja. Estaba justo delante de mí, con las típicas zapatillas a cuadros, como las que usan nuestros padres, que ya no se fabrican. Creo que adivinó que yo estaba pensando en decirle algo superingenioso, porque se volvió y me preguntó: «Oye, ¿me pagas el pan?». Me fijé que también llevaba el típico chándal que es, en realidad, el típico pijama. No tenía bolsillos, así que me pareció normal —típico— que tampoco tuviese dinero. Ese día no tenía resaca —yo no tenía resaca— y reaccioné enseguida: «¿Baguette o artesana?». Entretanto, metí la mano en el bolsillo para contar lo que llevaba encima. Raro es el día que tengo conmigo más de tres euros. «Baguette», aclaró. «Entonces tienes suerte», dije. Llevaba justo. Una cosa condujo a otra, y pocos meses después, acudí a uno de sus conciertos, en un descampado, a las afueras de Ourense. Me admiró cómo fumaba un cigarro cada dos o tres canciones, y lanzaba la colilla encendida al público. Al parecer, solo unas semanas antes, en un concierto en Pamplona, se había lanzado él personalmente. Había bebido algo, para justificar la resaca a perpetuidad del día siguiente, supongo. Y quién no bebe, tal y como andan las cosas. No están los tiempos para poner la felicidad en peligro. Un hombre inteligente, sostenía Hemingway, a veces tiene que emborracharse para poder pasar el tiempo con idiotas, en clara referencia a gente como yo y mis amigos, los típicos idiotas.
Bares mugrientos
Cuando diviso uno de esos bares inhóspitos, congelados en 1983, en los que sirven cubatas a dos euros, entro y pido uno rápido y otro más despacio. No es que tenga problemas de alcohol, o de dinero, pero hace doce años me metí en un local así, en Santiago, y encontré a Paul Auster apoyado en la barra. Entonces atravesaba la peor etapa de mi vida, que es cuando bebes y bebes, y a cada copa estás más sobrio. Por otra parte, había acabado la carrera, mis días adquirían lentamente la forma de un error imperdonable, y aún creía que la vida, como dice la canción, es «a veces un porro, a veces una paja».
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