Mientras haya bares. Juan Tallón
acabar, sin más. No nos pareció que nuestro objetivo se pusiese en riesgo por que el sábado, después de cenar, nos detuviesemos a tomar un gin-tonic y hacer eso que, los que sí ambicionan la victoria, llaman «visualizar» la carrera. Aquel combinado nos supo especialmente bien, así que pedimos una segunda ronda.
El mundo se ha puesto tan feo que a menudo las copas que sirven por ahí, en consonancia, saben a matarratas. Francamente, desaprovechar la ocasión de beber un trago como mandan los cánones sería de necios.
«Tres copas, si descuentas todo el espacio que ocupa el hielo, no hacen ni una copa; piénsalo», dijo mi amigo valiéndose de un punto y coma para restar transcendencia a una tercera ronda. Me convenció. Soy muy sensible al punto y coma. Me pasa como al profesor José María Valverde, que en una ocasión concedió matrícula de honor a uno de sus alumnos de Historia de las Ideas, y cuando este juzgó que la nota podía ser excesiva, Valverde alegó: «En su examen había un punto y coma tan bien puesto que era merecedor, por sí solo, de la calificación más extraordinaria».
A partir de ese momento todo se embadurnó. O simplemente nos creímos William Faulkner. «Cuando me tomo un Martini, me siento más grande, más sabio, más alto. Cuando tomo un segundo, me siento superior. Cuando tomo alguno más, no hay nada que pueda detenerme», solía decir el autor americano. Hay un momento, si no sabes detenerte a tiempo, en el que empiezas a pensar que todo se reduce a beber. No hay nada más allá del vaso. Te ocurre como en La leyenda de la ciudad sin nombre, de Joshua Logan, cuando una mujer se dirige a Lee Marvin y le dice: «Señor Rumson, ¿es que cree usted que todo lo que produce la tierra debe usarse para hacer licor?». «Sí, siempre que sea posible». Aquella señora, vista la respuesta, se permitió darle un consejo: «Debería leer la Biblia». «Ya he leído la Biblia, señora Fenty». «¿Y no le animó a dejar la bebida?». «No, pero frenó mi interés por la lectura».
No sé cómo, nos presentamos a la carrera. Todo estaba a favor: el sol, la temperatura, la presión atmosférica, la humedad, el ambiente festivo… menos nosotros. En el segundo kilómetro nos arrastrábamos apenas, sin ansias de vivir, cuando justo pasamos al lado de un puesto de pulpo. Nos miramos entre nosotros. No fue necesario ni hacernos una seña, simplemente nos subimos a la acera y, cuando recuperamos el aliento, pedimos a la pulpeira dos raciones con mucho picante. «Y sin cabezas», precisó Óscar. ¿La carrera? Yo solo pensaba en Oteiza, cuando rechazó toda forma de gloria. «No voy a manchar mi currículum de fracasos con una victoria de mierda», decía.
Yo salí con una traficante
El pasado no pasó, pero pasará, seguramente. A menudo viene del futuro, y eso lleva su tiempo. Hace 28 años, por el día de mi comunión, mi tío Agustín me regaló un tigre de bronce, de un metro de largo. Había escuchado, supongo, que me gustaban los animales. Naturalmente, guardamos aquel armatoste en un armario, horrorizados. No fue suficiente. Allí dentro, envuelto en una toalla, el animal seguía produciéndome terror. Lo trasladamos a la habitación de invitados. Al poco, lo subimos al trastero. Más tarde, lo bajamos al garaje. Cuando nos pareció, lo movimos al cobertizo de la leña, con la esperanza de que lo robase algún vecino. Entretanto, hice la confirmación, aprendí a fumar, aprobé el bachillerato, me enamoré de Gabriela Sabatini, me matriculé en Filosofía. Por hacer algo.
Cuando llegó el día de la mudanza, rumbo a la universidad, no recibí grandes consejos de mi padre, salvo uno: «Mira qué te digo: ¿por qué no te llevas el tigre?». Me pareció lo menos que podía hacer por mi familia, si finalmente pensaba tomarme la vida con calma y consagrar ocho años a acabar la carrera. Hablamos de leer a Hegel, a Kant, a Husserl, a Heidegger. De hecho, empleé los dos primeros cursos en aprender a escribir correctamente Nietzsche y Wittgenstein. Era fundamental. No puedes comprender qué piensa un individuo sobre metafísica, o qué entiende por eterno retorno, si no sabes cómo se llama. Esta lección vale para todo, no solo para la filosofía. Mi vida sentimental fracasó un par de veces porque me dirigí a mi pareja con el nombre de otra. Creo que lo digo todo.
En esos años confusos también trabé amistad con una camello. Se llamaba Estíbaliz, pero yo le llamaba «cuqui», para asegurar. No tenía yate. Ni un Renault 5. Tenía una Vespino trucada, que era muchísimo mejor. Hicimos un par de viajes de placer a la playa nudista de Area Longa, en Porto do Son. Pocas cosas hay más bellas que fumar un buen canuto en pelotas, escuchando a The Smiths. Una noche «cuqui» apareció por mi apartamento para ofrecerme la prueba de un material nuevo. Bocatto di cardinale, aseguró. Yo estaba tan colocado, que cuando dijo «me cago en diola, cómo mola este tigre», respondí que si le gustaba tanto, se lo cambiaba por el pedrusco de hachís. Así me deshice yo del regalo del tío Agustín, prosaicamente. Por desgracia, mes y medio después Estíbaliz cayó en una redada contra el menudeo de estupefacientes. Me sorprendió muchísimo, pues no tenía ni idea de que aquella chica traficase con drogas. Qué lástima, pensé. Pero aquello no fue lo peor. Pasado un mes, llamaron a mi puerta. Era el hermano de Estíbaliz, acompañado del taxista que lo había llevado hasta allí. Entre ambos sostenían el tigre de cobre. Me resigné.
Años después, en otra mudanza para irme a vivir tres calles más allá, la figura se extravió. Un amigo me aseguró que se había perdido, por error, en un basurero al que se llegaba tras desviarse varios kilómetros del trayecto que conducía a mi nueva vivienda. Di por buenas sus explicaciones. Errar es de humanos. Cuando el tío Agustín se presentó para conocer el nuevo piso, y preguntó por el tigre de la comunión, se llevó el disgusto de su vida, claro. Pero como digo, el pasado llega mucho después de pasar, en futuro. Hace dos años, a punto de mudarme a Madrid, llamaron a la puerta. Era domingo. Abrí con resaca y legañas. La sorpresa fue mayúscula cuando descubrí al tío Agustín con una pierna apoyada en el lomo del tigre de cobre, como si acabase de cazarlo.
Creo que me voy a morir
El miércoles fui a la oficina de empleo. Llovía y hacía sol. El funcionario estudió en silencio los papeles que le había entregado, y cuando finalizó, los volvió a estudiar. Quizá la primera vez los había leído pensando en un cruasán. O tal vez fuera un tipo exhaustivo, a pesar de que solo eran dos folios. Transcurrió un minuto, aunque no soy bueno en cálculo. Tal vez fueran dos semanas. En ese tiempo, no abandonó el silencio. En la función pública eso no es bueno ni malo. Malo es cuando el funcionario aprieta los labios y columpia la cabeza. Hostia puta. Significa que las cosas se complican inesperadamente para tus intereses.
No pasa casi nunca, solo a menudo. El hombre rasgó al fin la incertidumbre: «Está todo bien, pero…», dijo, mientras balanceaba la cabeza. Le clavé los ojos. No tenía otra cosa para clavarle. Revisó una tercera vez los dos folios. «Está todo bien, en efecto, pero… falta un papel», dictaminó, mientras me miraba con desagrado, como si fuese la quinta vez que me faltaba un papel esa mañana. «¿Qué papel?», pregunté, por no escupir, como Clint Eastwood. «La factura», aclaró. «La factura es esta», señalé el segundo de los papeles, y le clavé un dedo encima. No tenía, repito, otra cosa para clavar. «Ah, es verdad».
Cuando salí de allí había cambiado el orden de la mañana, y ahora hacía sol y llovía. Me habría fumado «un buen cigarro de cinco centavos», que según Thomas Marshall, vicepresidente con Woodrow Wilson, era lo que necesitaba ee. uu. para superar sus penurias de entonces. Pero ya no quedan cigarros así. Además, no fumo. Me sentía feliz. Había salido vivo a una de las frases más perniciosas que conozco. «Está bien, pero…». No sé cuántas veces la habré escuchado, pero sí que, después de oírla, las cosas se empiezan a torcer en mi contra. No le das importancia la primera vez. Solo es una frase inconclusa, piensas. Ya. Cuidado con las oraciones inofensivas.
«Está bien, pero…» es otro tipo de frase que «creo que me voy a morir...», pero igualmente perjudicial. Es como oír, digamos, tambores de guerra. Cuando vivía del periodismo tenía una jefa que la manejaba con maestría. Yo escribía mi página de sucesos, que a menudo se dividía —o multiplicaba— en cuatro páginas más, y se la entregaba para su corrección. Cuando acababa de leerla, me la devolvía precisando: «Está bien, pero quita esto, y llama al abogado, y habla con el comisario, y no titules así, hombre, que pareces un becario».