El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
me dijo que no me preocupara y que poco a poco me irían comentado más cosas. Yakub, a través de mi educadora, me preguntó si tenía alguna cuestión. La verdad es que tenía más de mil y ninguna al mismo tiempo, ¿cómo podía ser? El caso es que respondí que no y entonces Verónica me acercó el teléfono y me dijo que podía llamar a mi casa para hablar con mi familia, y poder decir que me encontraba bien y a salvo.
Llevaba tiempo sin poder hablar con mi madre, y las veces que había hablado con ella últimamente era para dar malas o muy malas noticias. Pero esta vez era diferente. Tenía unas ganas locas de poder contarle que por fin estaba en Madrid, que lo había logrado después de tantas vicisitudes, que en breve podría empezar a mandarles dinero, o al menos eso esperaba; pero, sobre todo, que mi vida había dejado de correr peligro al fin, que me encontraba en un lugar seguro.
Marqué el número muy nervioso. Tras un rato que me pareció eterno se puso mi vecina, ya que en mi casa no había teléfono, y le expliqué muy excitado que fuese a buscar a mi madre, que tenía muy buenas noticias que darle. Me pidió que esperase un segundo; al cabo de lo que me pareció un siglo retomó el aparato para decirme que mi madre no estaba, pero que su hija había ido corriendo a buscarla y que llamase de nuevo dentro de unos diez minutos. Le comenté que lo intentaría, pero que tendría que pedir permiso y no sabía si eso sería posible.
Cuando colgué, Verónica adivinó por el gesto de mi cara que no había podido hablar con mi madre. Le conté como pude, ya que Yakub había salido del despacho, lo que me había dicho mi vecina, y me respondió que no me preocupara, que en diez minutos podría volver a intentarlo. Se lo agradecí profundamente y me quedé con ella durante ese tiempo. Ella trataba de decirme cosas y algunas las entendí y otras muchas no, la verdad es que mi cabeza solo estaba pensando en qué iba a decirle a mi madre cuando por fin hablase con ella.
Me ofreció de nuevo el teléfono diciéndome que ya habían pasado quince minutos y que volviera a intentarlo. Marqué y esperé:
—¿Amadou? ¿Amadou, eres tú?
—¿Mamá?
—¿Estás bien, hijo? —A continuación se echó a llorar.
Tuve que controlarme para no llorar yo también. Fue difícil, pero lo logré. No quería que Verónica viese aflorar mis sentimientos, ¡qué iba a pensar de mí!
—Mamá, cálmate, estoy bien. Lo conseguí, por fin lo conseguí, estoy en Madrid.
Tuve que repetírselo muchas veces porque mi madre no paraba de llorar desconsolada.
—¡Ay, Amadou! He rezado mucho por ti, para que no te sucediese nada. ¡Ay mi chico! Dime cómo estás, por favor.
Me mostré más enérgico y le imploré que se calmara y me escuchase. Fue así como le hice un breve resumen desde la última vez que pude hablar con ella. Hice énfasis en los acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, recalqué que ahora estaba en Madrid, y que estaba libre en una asociación donde viviría con más chicos africanos y donde me ayudarían a aprender español y a buscar trabajo. La conversación se centró luego en cómo estaban mis hermanas y ella, y por las evasivas de mi madre intuí que no demasiado bien, pero su felicidad y la mía en ese momento hizo que nos centráramos de nuevo en hablar sobre mí.
Mi madre me aconsejó muchas cosas, que estudiase y me esforzase, que por favor les mandase dinero, que realmente lo necesitaba, y que no hiciese tonterías; que siguiera rezando siempre, y no me olvidase de quién era y de dónde venía. Tras un rato más de conversación la llamada se cortó. Verónica me hizo saber que la tarjeta telefónica se había agotado, pero que no me preocupase porque en los próximos días me darían una para que la pudiese utilizar cuando yo quisiera. La amabilidad con la que me trataba esta chica sin conocerme de nada me abrumaba y, a pesar de no entendernos bien a través del lenguaje, la comunicación era fluida. La expresividad de su cara me daba confianza y me hacía sentir confortable.
Le di las gracias a la educadora y me fui para la habitación, me tumbé en la cama y lloré y lloré. Toda esa emoción y rabia contenida salió como un torrente fuera de mí, no sabía por qué, no podía comprenderlo, pero lloré y lloré. Eran lágrimas diferentes a todas las que había derramado hasta entonces en mi vida, no podría explicarlo mejor. Lloré y lloré con todas mis fuerzas.
Unos ruidos en el salón hicieron que me recompusiera.
Perturbación
Me desperté muy desorientado en el hospital, estaba dolorido, debían de ser entre las 18:00 y las 20:00 h, ya que era de noche pero no muy cerrada aún. A mi lado se encontraban mi madre, mi padre y mi hermana menor.
Lo primero que noté fue un hueco entre mis dientes, una extraña sensación, no podía dejar de pasar mi lengua entre el hueco del incisivo que me faltaba. La cabeza me dolía muchísimo, como si estuviesen martilleándome desde dentro; he de reconocer que me encontraba fatal. De repente, mi madre me dio un abrazo como si acabase de resucitar y enseguida se echó a llorar, me acercó hacia su pecho como hacía bastantes años que no lo hacía y yo agradecí ese afecto. Mi padre retiró a mi madre a un lado y me preguntó cómo me encontraba con un leve gesto de la cara, sin saber bien qué decirme, pero que interpreté de una forma afectuosa. Le respondí que bien, aunque era obvio que no lo estaba.
Mi padre era quince años mayor que mi madre y la diferencia de edad se acentuaba aún más porque mi padre estaba muy desmejorado debido al intenso trabajo físico que había realizado durante toda su vida y a la exposición al sol, que hacía que su piel estuviese curtida y agrietada. En cambio, mi madre, la bella Kadiatou, tenía un aspecto mucho más juvenil; a veces parecía la hija de mi padre en vez de su esposa, poseía una belleza que era la envidia de las vecinas, las mismas que no dejaban de pedirle sus ungüentos para la piel. Mis padres se querían muchísimo, y así lo sentíamos nosotros en el calor del hogar.
Era la primera vez que yo estaba en el hospital como paciente, acababa de recibir un culatazo en la boca por parte de los hombres del desierto al intentar defender a mi madre de sus ofensas. Se trataba de un edificio ruinoso de camas sucias y paredes desconchadas; ciertamente tenía un aspecto fantasmagórico, un olor nauseabundo impregnaba el ambiente. Todos estos elementos juntos hacían que la permanencia en el mismo resultase de todo menos cómoda. La última vez que había estado en el hospital fue acompañando a mi madre con la menor de mis hermanas para que le pusiesen una inyección, algo muy rápido, pero que tuvo a mi hermana todo el día llorando.
Conforme me iba recobrando del aturdimiento, un sentimiento de culpa tremendo iba reptando poco a poco en mi interior. Si estaba en el hospital significaba que mis padres tendrían que pagar una suma de dinero muy elevada que seguramente no podríamos permitirnos. ¡Qué estúpido había sido!, seguro que me llevaría una buena reprimenda por parte de mis padres, y bien merecida. Ellos rara vez me regañaban, nunca les había dado motivos serios, pero cuando alguna vez había hecho una trastada me habían puesto en mi sitio, como cuando de pequeños mi amigo Seidy y yo robamos golosinas en la tienda del viejo Mamadou. Recuerdo que ese día mi padre me cogió de la oreja y me llevó a rastras hasta detrás de la casa. Su cara estaba encolerizada y la reprimenda se oyó en toda la aldea, hasta tal punto que los chicos de la escuela se estuvieron burlando de mí durante toda la semana imitando la bronca de mi padre. Cuando traté de explicar que había sido idea de Seidy, mi padre me levantó la mano y pensé que me iba a abofetear. En lugar de eso me dijo una frase que aún tengo grabada a fuego en mi memoria: «Nunca eches la culpa a alguien de algo que es solamente responsabilidad tuya y de nadie más».
Mientras me encontraba sumido en estos pensamientos, el médico hizo su aparición en la estancia, un hombre de mediana edad, con la cabeza afeitada y una perilla al estilo de los actores de Hollywood. Explicó a mis padres que había perdido un diente incisivo y que tenía el otro bailando, que como era joven no hacía falta que lo quitásemos, pero que me dieran mucha leche para fortalecerlo con el calcio. Me palpó la cara con suavidad, pero aun así sentí un intenso dolor por debajo del ojo. Siguió diciendo que había tenido suerte, que podía haber sido mucho peor, y dijo algo así como que había sido muy valiente, pero que con ese tipo de hombres más valía ser cobarde y no plantarles