El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
burló de Souleymane, que era del Madrid.
Yo recelaba bastante de los chicos marroquíes, ya que mis experiencias en Marruecos habían sido muy traumáticas y me habían tratado fatal en aquel país. Siempre solía decir que los marroquíes eran mala gente, pero tengo que decir que tratar con Mohamed me hizo cambiar esa visión y, al final, con el tiempo, terminaría convirtiéndose en mi mejor amigo dentro de la casa.
En ese momento, Mohamed tenía veinte años y llevaba dos en el piso, al que llegó de un centro de menores cuando cumplió los dieciocho. Había llegado a España en los bajos de un camión, en una experiencia que le había resultado fallida en tres ocasiones anteriores. Me contó que era de Tánger, el menor de tres hermanos varones, un metro setenta de estatura y delgado. Hablaba bastante bien el castellano y apenas se le notaba el acento marroquí, cosa que me sorprendió un poco. Estaba estudiando mecánica de motos y soñaba con poder convertirse en piloto profesional.
Souleymane, por su parte, venía de la capital de su país, Conakry. Era de complexión fuerte e introvertido, tenía varias cicatrices visibles en la cara y en los brazos, y nunca me habló de cómo había logrado entrar en España; aunque Mohamed me contó que había llegado en patera hasta Canarias, hecho que me resultó familiar, como os contaré más adelante. Llevaba en el piso un año y medio, y hablaba el español de forma peculiar, le costaba construir las frases, pero se hacía entender bastante bien.
Mohamed me mostró de nuevo la casa. Había tres habitaciones: la nuestra, que era la más grande; otra más pequeña en la que vivían Yakub, guineano, y que me había traducido con Verónica, y Youssef, de Palestina. La tercera habitación tenía una sola cama, en la que vivía Fabrice, de Camerún. Según me explicó Mohamed, Fabrice era el cuidador del piso, algo así como el responsable de la casa cuando los educadores no estaban. Los demás estaban en clase y ya los conocería más tarde.
La cocina era amplia, con muchas cosas que yo no sabía para qué servían: un microondas, un horno, una cafetera y demás aparatos que había visto alguna vez en la televisión de Tenerife, pero que nunca había visto en persona. El espacio también disponía de una mesa y varias sillas para poder comer sin salir de la propia cocina.
Había un cuarto de baño grande con tres duchas, dos váteres y dos espejos enormes. Me sorprendió su tamaño, ya que nunca había visto espejos tan grandes. El salón era bastante espacioso, con un ordenador con conexión a internet, un sofá grande, varias sillas y una mesa. La televisión era tan antigua que no tenía mando a distancia. También se encontraba colgado un panel de corcho en el que estaban pinchados los cuadrantes con las tareas de la casa, así como el menú de las comidas y de las cenas. Varias fotos de chicos que no conocía decoraban las paredes.
Por último, estaba el despacho de los educadores, un espacio donde había una mesa y cuatro sillas, un ordenador con impresora y un teléfono; disponía también de un armario donde había un botiquín y un extintor.
El piso era un tercero sin ascensor, y los vecinos, según me contó Mohamed, eran bastante mayores, por lo que no había ninguna chica guapa. Mohamed me dijo que no me preocupara, que ya me presentaría a alguna amiga de las muchas que tenía. He de decir que se portó muy bien conmigo y me hizo de cicerone, tanto en el piso como en la ciudad. Gracias a él aprendí español muy rápido. Descubrí los secretos de Madrid, una ciudad que me encantó desde el principio. Me presentó a mucha gente y siempre se interesó por mí. Desde ese primer día nos hicimos inseparables dentro del piso y compartimos mucho tiempo fuera.
Ese primer día comimos Yakub, Souleymane, Mohamed y yo con Verónica y Gerardo. Nos apretujamos en la mesa de la cocina y devoramos un plato de espaguetis con atún que había cocinado Yakub. Estaba muy bueno, pero todos los demás bromearon diciéndole que le habían quedado muy mal. Cuando terminamos de comer, los educadores se fueron a una reunión y, en el transcurso de una hora, fueron llegando los demás chicos. Fue así como conocí a Youssef, un chico palestino, alto, moreno, que hablaba español perfectamente, muy educado, pero que apenas se relacionaba con el resto de los chicos del piso. Estaba estudiando peluquería, cosa que me llamó la atención, pues yo consideraba que eso era una cosa de chicas, pero que por lo visto en España lo hacían muchos varones. Youssef había llegado a España en avión con un pasaporte falso, huyendo del conflicto eterno que vivía su país. También conocí ese día a Bailou, mi otro compañero de habitación. Venía de Senegal, era muy alto y fuerte, estaba estudiando cocina y, según me contó Mohamed, todos los chicos se relamían cuando le tocaba preparar la comida a él. Entró a Europa saltando la valla de Melilla, y tenía varias cicatrices en los brazos y en las piernas. De todos, era el que menos tiempo pasaba en casa, ya que, palabras de mi nuevo amigo alcahueto «tenía una novia española y estaba todos los días en casa de ella, ya que sus padres solo volvían para dormir». Por último conocí a Fabrice, el cuidador, un chico muy alegre y que se llevaba bien con todo el mundo. Llevaba en el piso tres años. Al igual que Bailou, estaba estudiando un curso de cocina y ahora estaba realizando las prácticas en un restaurante de un pueblo de las afueras de Madrid. Era una persona que imponía respeto, tenía nuestra misma edad, pero se le veía más maduro; una de esas personas a las que la vida le ha dado una responsabilidad antes de tiempo. Días después, en una de las charlas que tuve con él, me contó que se tuvo que hacer cargo de su familia cuando apenas contaba con doce años. Guardaba todos y cada uno de los diez euros que le daban en el piso semanalmente para mandárselos a su madre y a sus dos hermanos pequeños. Un buen tipo, sin duda, que me enseñó muchas cosas en esos primeros días y al que le estaré siempre agradecido.
Los educadores llegaron al piso al cabo de una hora. Me pidieron que volviese a entrar al despacho para que les contara qué tal había sido la primera toma de contacto. Verónica, que me había parecido una chica atractiva desde el primer momento, ahora me lo pareció aún más. Utilizaba las gafas para conducir y leer, por lo que en ese momento no las llevaba puestas. El pelo le llegaba hasta la cintura, de un rubio que a mí me llamaba mucho la atención, rasgos finos, delgada y medía uno setenta. Una mujer alta, o por lo menos para mí lo era. Se podría decir que era bella. Como pude comprobar más tarde, tenía treinta y dos años, y un novio con el que vivía y que, de vez en cuando, pasaba por el piso a recogerla.
Gerardo, por su parte, tenía la misma estatura que Verónica, también llevaba gafas, pero al contrario que su compañera, las llevaba puestas todo el día. Era de complexión normal, ni gordo ni delgado, con el pelo negro y ensortijado. Inspiraba confianza nada más verlo, con cara de buena persona y de trato afable.
Me dijeron que en dos días conocería a María, la educadora de los fines de semana. Por lo visto, Verónica trabajaba por las mañanas, Gerardo por las tardes y María los fines de semana.
Al comunicarme que debían marcharse, me dieron los números de teléfono del director de la asociación, al que ya conocería, y el teléfono del cuidador, al que me remitieron en caso de que necesitase algo en su ausencia. Les dije que no tenía teléfono y me explicaron que debería ahorrar de mis pagas semanales si quería conseguir uno. En esos momentos ignoraba que mi nuevo amigo Mohamed me conseguiría uno en un tiempo récord y a un precio muy bueno, aunque de dudosa procedencia.
Me desearon buenas noches y me dieron la bienvenida por enésima vez, a la vez que me dijeron que los primeros días conociese a los compañeros y que, poco a poco, empezarían a hacer cosas conmigo, como estudiar español, enseñarme el barrio, etc.
El resto de ese primer día lo pasamos en la casa. Estaba lloviendo, algo que era poco común en esa época del año, según me dijeron, ya que estábamos en el mes de junio, por lo que nos dedicamos a ver el partido de fútbol del Sevilla contra un equipo que no recuerdo bien. El día dio para entablar conversación con mis compañeros, con mezcla de francés y español. Cuando finalizó el encuentro me fui a la cama sin comer nada. Fabrice me dijo que tenía tortilla de patata para cenar, pero entre vergüenza, timidez, cansancio y una sensación rara que no sé describir me fui al cuarto. La idea era dormir, pero estaba muy excitado por todo lo que había sucedido durante el día. Estaba feliz, ¡lo había conseguido! Estaba en Madrid, había hablado con mi madre y, aunque por el tono de su voz había percibido que las cosas no iban demasiado bien en casa, al menos estaban vivas, y dada la época que atravesaba mi país en