El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero

El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero


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Yo les dije que no tenía, pero que estaba en la asociación Parterre y les entregué la tarjeta con el teléfono del director. Les imploré que le llamasen. Accedieron a mis peticiones, no sé si porque se apiadaron de mi estado o porque era un derecho que me correspondía.

      El caso es que llamaron tres veces y el teléfono del director del centro estaba ocupado, debía estar hablando con alguien. «¡Qué mala suerte!, ¿cómo puede ser?». Me calmaron diciéndome que no me preocupara, que luego llamarían de nuevo. Me cogieron el dedo índice y me tomaron la huella dactilar. De inmediato me devolvieron a la celda que me era familiar y donde continuaban muchos de mis ex compañeros, los cuales me reconocieron al instante y vinieron a hablar conmigo.

      Yo no quería hablar con nadie, solamente quería salir de allí, tan solo quería despertar de esta pesadilla…

      Ansiedad

      Había estado tres días sin poder pegar ojo, por mucho sueño que tuviera era imposible dormir en aquellas noches de verano; mas no era por el calor, o por el ronquido de mis compañeros de habitación por lo que se alargaba mi vigilia, era otro tipo de insomnio. Lo provocaban mis nervios hacia la que sería mi primera entrevista de trabajo. Hacía casi dos años que había ingresado en el piso de Parterre en Madrid. Las clases de español que recibí fueron lo suficientemente buenas para poder afrontar la importante cita con ciertas garantías. En el despacho de la asociación habíamos preparado la entrevista con mucha minuciosidad. Gerardo, junto a Verónica y María habían dedicado muchas horas a prepararme para todo lo que pudiera surgir en aquella entrevista.

      Llevaba seis meses realizando un curso de frutería en una asociación. El curso había sido eminentemente práctico y, lo que en un principio estaba haciendo para no defraudar a mis educadores, ya que nunca se me había pasado por la cabeza ser frutero, empezó a gustarme. No solo eso, sino que además se me daba bien; la mayoría de frutas y verduras eran desconocidas para mí, pero con el transcurso de los días se me fueron haciendo familiares. No tanto los nombres de algunas de ellas como chirimoya, alcachofa o zanahoria, que me costó mucho tiempo aprender y que, gracias a la perseverancia de Gerardo, entraron en mi cabeza para quedarse para siempre en mi memoria, al igual que todos los demás nombres de todos los productos que teníamos y vendíamos en la tienda donde realizábamos las prácticas.

      Por las tardes, Gerardo se sentaba conmigo en el despacho y, o bien con plantillas, o bien entrando en internet, repasábamos las frutas que había visto en la tienda durante el día, así como las características de cada una de ellas, que yo debía memorizar y explicar a los clientes de la frutería cuando la situación así lo requiriese.

      Para mí era una gran oportunidad desde que emprendí mi viaje desde Mali hacía ya casi cinco años. Trabajar en Europa, ese era mi gran sueño, esa había sido mi meta, y aquí se me presentaba mi primera opción para lograrlo. No les había dicho nada de la entrevista ni a mi madre ni a mis hermanas, ya que Ramón, el psicólogo de la asociación, decía que si no lo conseguía, mi decepción se uniría a la de mi familia y podría terminar cargando con esa culpa. Esta misma opinión la compartían mis tres educadores, por lo que opté por no contarle nada a mi familia.

      Allí estaba, sentado en una habitación pequeña, junto a Andrés, un chico con el que había compartido el curso de frutero y otra chica a la que no había visto nunca en mi vida, con aspecto de sudamericana. Se suponía que se iban a decidir por uno de nosotros tres para la vacante que había quedado en la frutería. A juzgar por el aspecto de los candidatos, yo era el más nervioso y, precisamente, era eso lo que más habíamos practicado Gerardo y yo en nuestras simulaciones de entrevista de trabajo.

      Siempre me decía que tenía que mirar a los ojos del entrevistador y aparentar mucha confianza en mí mismo, algo que me daba mucha vergüenza. Era raro ver a Gerardo tan serio y marcial cuando adoptaba el rol de entrevistador. Tanto era así, que yo realmente podía percibir que estaba en una entrevista de trabajo real y no solo en una prueba; me recalcaba que debía hablar con un tono fuerte y confiado, y que no tuviese miedo a equivocarme. Una y otra vez me decía que yo valía mucho y que la persona que me entrevistase seguramente habría oído hablar bien del trabajo que había hecho durante las prácticas, y eso sería una baza muy fuerte a tener en cuenta en la entrevista, que confiase en eso, que confiase en mí mismo.

      Siempre ha sido una de las cosas que más me ha costado en la vida. Por todo lo que me había sucedido, era un pensamiento que siempre rondaba en mi cabeza; el pensamiento de que no valía para nada y el de que era inferior a los demás. La llegada a Europa no hizo más que profundizar ese sentimiento y, creo que si no llega a ser por el trabajo que han hecho conmigo desde Parterre, no hubiese podido levantar nunca la cabeza. Gracias a ellos la confianza en mí mismo creció mucho en este tiempo.

      El primero en pasar al despacho fue Andrés, que cerró tras de sí la puerta con su fuerte brazo. ¡Qué envidia sentía de Andrés por tener esos brazos tan fuertes! A mi lado parecía incluso cómico, mis brazos siempre han sido muy delgados, cosa que me ha hecho sentir acomplejado muchas veces y, en especial, cuando teníamos que levantar las cajas en las prácticas de la frutería. El esfuerzo que yo invertía en levantar las cajas era más del doble del que empleaba Andrés u otros chicos del curso.

      Conforme pasaban los minutos me inmiscuí en mis pensamientos, ¿qué me preguntarían?, ¿servirían de algo las pruebas que había hecho con Gerardo? ¿realmente entendería las preguntas del entrevistador?…

      Tras un rato se abrió la puerta, Andrés me chocó la mano, se le veía contento, me deseó suerte y salió hacia la calle. Ahí caí en la cuenta de que con los nervios yo no le había deseado suerte a él y eso me hizo avergonzar. Durante unos instantes, ese sentimiento se apoderó de mí hasta que desde el otro lado de la puerta llamaron a Guadalupe, la otra chica que aguardaba en la sala junto a mí. Le deseé suerte, a lo que ella correspondió con una mirada de indiferencia. Esta chica estuvo casi el doble de tiempo, y cuando salió me dirigió un lacónico adiós.

      Fue en ese instante en el que escuché desde el otro lado de la puerta:

      —¿Amadou?

      Desconcierto

      Mi padre me despertó muy pronto en nuestra aldea de Mali, lo que me sorprendió, porque la noche anterior no me había dicho nada, tal y como acostumbraba a hacer cuando necesitaba ayuda para ir a repartir sus productos con el camión. Me pidió que no hiciese ruido y que me diese prisa. Le obedecí aún medio dormido y, en menos de un minuto, estaba en la puerta de la choza vestido con mis viejos pantalones largos, una camisa a la que le faltaban varios botones y las sandalias que completaban mi peculiar uniforme de trabajo.

      No pasamos por el almacén a recoger la mercancía tal y como siempre hacíamos, en un ritual que por esperado no dejaba de gustarme. Me encantaba entrar en aquel lugar que olía a viejo, pero que tenía mucho encanto, y en el que depositaban las mercancías muchos mercaderes de la zona. Cada uno tenía su hueco, en el que dejaban de todo: sillas de plástico, pienso para animales, garrafas de gasolina, utensilios de cocina y cualquier cosa que uno pueda imaginar. Pero no; esta vez fuimos directamente por la carretera hasta un pueblo que estaba en el límite del que se consideraba territorio seguro. Justo antes de la zona que controlaban los hombres del desierto. El pueblo se llamaba Djennai, había oído hablar de él, pero nunca había estado.

      Mi padre estuvo muy callado durante el camino, no es que fuese una persona muy charlatana, pero siempre le gustaba hablar sobre cosas triviales como el tiempo, las cosechas, el fútbol. Asuntos con los que romper el hielo y que hacían que los interminables viajes por las carreteras desiertas se hiciesen más amenos. El viejo Moussa, con su aspecto de haber vivido desde el principio de los tiempos, inspiraba seguridad, su sola compañía me hacía sentir tranquilo, me proporcionaba la paz que en ese momento necesitaba.

      Rompió su silencio cuando vislumbramos a lo lejos la aldea a la que nos encaminábamos. Me contó que la situación se estaba poniendo muy peligrosa y muy fea, que los tuaregs del desierto querían provocar una guerra contra las gentes pacíficas del sur, y que debíamos estar preparados por si esto sucedía.

      Estas palabras provocaron un miedo atroz en mí, escuchar a mi padre hablándome con


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