El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
que iba a ayudarme a conseguir mi sueño, con unos compañeros que me comprendían porque habían pasado historias parecidas a la mía, y con unos educadores que me daban muy buena espina. Además de Verónica, tan guapa ella… Su cara bonita aparecía en mi mente a cada rato…
A mis diecinueve años, no había tenido ninguna relación sexual, tampoco había besado a una mujer, y en los últimos tiempos no había dedicado mucho tiempo a pensar en ello, ya que había asuntos muchos más importantes para mí y para mi familia. ¿Qué se sentiría al besar a una mujer?, ¿cómo sería eso de hacer el amor?, ¿sabría hacerlo bien? Mohamed me acababa de decir que me iba a presentar a amigas suyas, ¿querría alguna ser mi novia? En Mali, un chico de mi edad ya se consideraba preparado para desposar a una mujer. En alguna ocasión, mi madre me había dejado entrever la posibilidad de casarme con Kadiatou, una vecina de la aldea, tocaya de mi madre y que parecía muy buena chica, aunque apenas había cruzado con ella algunas palabras en el barrio y, por supuesto, nunca había estado a solas con ella. Casarme no estaba entre mis planes inmediatos, ahora lo más primordial era encontrar un trabajo para poder ayudar a mi madre y a mis hermanas. No había otro pensamiento en mi cabeza. Esa era la prioridad, ya estaba en España. «El trabajo lo encontraré en cuestión de días», pensaba, ingenuo de mí, «y más con la ayuda de esta asociación que me ha acogido». Ese falso pensamiento de que en Europa el trabajo nos caería al doblar la siguiente esquina era algo muy generalizado en Mali y en toda África. Todos los niños de la aldea soñábamos con ser como Kanouté, o como Samuel Eto´o o Didier Drogba, grandes futbolistas que triunfaban en Europa, y hacían proyectos de beneficencia en sus respectivos países. Los que no éramos buenos en el fútbol, pensábamos que podríamos trabajar de cualquier cosa y ganar muchísimo dinero, y en unos años regresaríamos a nuestras aldeas cargados de regalos, como los Reyes Magos o Papá Noel, como hacen aquí en el primer mundo. Lo que nunca llegué a imaginar es lo difícil que me resultó conseguir un empleo, me lo llegaron a advertir algunos amigos que hice por el camino, pero no quise escucharlos, las ganas y la imaginación siempre podían mucho más que la cruda realidad. Tampoco podía imaginar, que tanto yo como mis compañeros habíamos llegado a Europa en plena crisis, sobre todo en España. Con algo que ya contaba, pero para lo que no estaba preparado, fue con el racismo de algunas personas, que me hicieron sentir mal, muy mal…
María me encontró tumbado en el sofá del salón viendo dibujos animados.
—Hola, debes de ser Amadou, ¿verdad? —me dijo con un tono tan amable que parecía forzado.
—Sí —respondí, con una voz que me sorprendió a mí mismo por lo bajo que había sonado.
—Yo soy María —me contestó aquella chica bajita, algo regordeta, de pelo castaño, con cara redonda y ojos pequeños.
Debía de ser la más joven de los tres educadores, no llegaría a los treinta años, aunque por poco. Me preguntó si había desayunado, a la vez que sacaba de una bolsa unos dulces alargados a los que llamó churros. Youssef y Fabrice salieron de sus cuartos con cara de sueño y bromearon con ella diciendo que cómo se notaba que había un chico nuevo, porque ya hacía mucho tiempo que no llevaba churros para desayunar. Me gustaron mucho, y los devoré rápidamente; no intervine mucho en la conversación porque su español en aquellos momentos era demasiado bueno para mí. Lo que sí percibí fue la buena relación que había entre María y mis compañeros. Cuando terminaron de desayunar, me llevó al despacho de los educadores y me preguntó cómo iba todo, si estaba a gusto, si ya conocía a todos y más preguntas por el estilo. Me propuso enseñarme un poco el barrio y fuimos a dar un paseo por los alrededores de la vivienda para que me empezase a ubicar. Todas sus palabras las acompañaba de gestos para facilitar mi comprensión. Fue así como descubrí dónde había que comprar el pan, dónde estaba la frutería, la ubicación del metro más cercano. Fuimos andando hasta la plaza de toros de Las Ventas, el edificio me impresionó mucho, nunca había visto nada igual. Pero más me impresionó lo que creí entender que María me dijo que allí se hacía. «¡Estos españoles están locos!», pensé. «Mira que ponerse delante de un toro…». Todo era nuevo para mí: los edificios tan altos, el tráfico…, y eso que María me dijo que al ser fin de semana la cosa estaba tranquila. «Menos mal», pensé sin atreverme a compartirlo con ella. Cogimos el metro para volver hasta Pueblo Nuevo y la verdad es que aluciné. Lo había visto alguna vez en películas, pero las escaleras mecánicas, para una mente como la mía que estaba acostumbrada a vivir en el medio rural durante casi toda la vida, eran simplemente impresionantes. María sonreía ante mi cara de asombro, aunque ella sonreía por casi todo, siempre estaba de buen humor y era algo que se nos contagiaba al resto cuando estábamos a su lado. Me costó subirme a las escaleras mecánicas porque me daba impresión, no sabía cómo tendría que hacer para bajarme una vez llegase abajo. Mi educadora trató de explicarme cómo orientarme con un mapa que me entregó, yo le dije que lo había comprendido, aunque la verdad es que no me enteré de nada y me imagino que ella lo sabía, pero los dos seguimos el juego como que me había enterado. Al llegar al piso, ya estaba todo el mundo en pie limpiando la casa. María me explicó que al ser mi primer fin de semana no me habían metido en el cuadrante para limpiar, aun así le eché una mano a Mohamed con la habitación, gesto que mi compañero marroquí agradeció y que María también apreció.
De nuevo a solas con María, me explicó qué iba a hacer en la siguiente semana, aunque la verdad es que me enteré de muy poco. Intuí que iba a empezar a dar clases de español y que iba a ir a varios sitios más, aunque no entendí ni a dónde ni para qué.
El domingo lo pasé con Mohamed, me llevó a que le viese jugar un partido con su equipo de fútbol 7, una modalidad que yo desconocía completamente. En la puerta del metro había quedado con sus amigos y amigas, los cuales me presentó, aunque no conseguí retener ninguno de los nombres. Bueno, solo me quedé con el nombre de María, yo creo que porque era igual que el de la educadora y eso me facilitó el trabajo. En total éramos un grupo de once personas: dos marroquíes, cinco españoles (tres chicas y dos chicos), dos chicos latinoamericanos, Mohamed y yo. No entendía nada de lo que hablaban, lo hacían muy rápido y solamente captaba palabras sueltas. Llegó la hora de coger el metro y todos tenían unas tarjetas con las que pasaban. María me había dicho que me daría un ticket de diez viajes para el metro, pero cuando se fue se olvidó de dármelo. No tenía dinero ni ticket, y así se lo comuniqué a Mohamed, que con una sonrisa me dijo que no me preocupase, que en Madrid mucha gente se colaba en el metro sin pagar y no pasaba nada. A mí la idea no me gustaba, mi educación no me permitía hacer esas cosas y, sobre todo, no quería meterme en líos; pero Mohamed le contó mi problema a los demás y todos me alentaron para que me colase.
El plan sería el siguiente, cuando Mohamed introdujese su ticket yo pasaría detrás de él, muy pegado, antes de que se cerrase el torniquete. Todo esto me lo explicó con gestos, ya que no lograba entenderle. Dudé, no estaba muy convencido de hacer eso y estuve a punto de darme la vuelta y volver para casa, pero tampoco quería causar mala imagen delante de los demás chicos, así que me armé de valor e hice lo que me dijeron. Fue muy fácil, y Mohamed me dijo:
—¿Has visto como es no es para tanto? No hay de qué preocuparse. —Al mismo tiempo echaba una mirada de complicidad al resto del grupo. Los demás me dieron palmaditas en el hombro a modo de felicitación. Todos iban muy tranquilos, pero yo no dejaba de mirar en todas direcciones esperando a que viniese un policía a por mí.
El partido me resultó aburrido. El equipo de mi amigo, en el que jugaban los demás chicos que nos acompañaban, perdió por tres a dos. Mohamed marcó uno de los goles y corrió a dedicárselo a una de las chicas. Yo me había quedado con ellas en la banda, sin nada de lo que hablar porque estaba muy cortado y porque mi español no daba para mucho. Además, las chicas estaban muy concentradas hablando sobre los jugadores, decían cosas y se reían. De vez en cuando me miraban para comprobar si yo había entendido algo de lo que habían dicho, pero hacían gestos como diciendo «tranquilas, que este no se entera de nada»; y qué razón tenían, porque para mí eso era misión imposible.
Cuando terminó el partido pasamos el tiempo en un parque muy grande, me gustó mucho el sitio. Había personas que paseaban a sus perros con una correa, algo que a mí personalmente me parecía muy ridículo. Gente que