El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero

El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero


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que seguir dormido aún o el viejo Moussa debía de estar delirando, eso no podía ser verdad.

      —Si tardo mucho en aparecer por casa, o me encuentran muerto, tendrás que ir a casa de Yaya. Él ya tiene instrucciones sobre lo que tienes que hacer.

      Traté de articular palabras de consuelo, como que eso no iba a pasar o que estaba equivocado, pero mi padre me cortó llevando la mano a mis labios. Me pidió que no hablase, que me limitase a escucharle y a memorizar todo lo que debía hacer. De eso dependía el futuro de mi vida, la de mi madre y hermanas. Se echó a un lado de la carretera y apagó el motor.

      —A mí me van a matar, Amadou —me lo dijo con una tranquilidad que me heló la sangre por completo—. Me he negado a venderles productos porque sé qué harían con ellos, también me he negado a hacerles de transportista y me han declarado persona non grata. Van a matarme y se van a quedar con mi camión; y, antes de que me preguntes por qué no les damos el camión y nos vamos, te diré que ya lo he intentado.

      »Al día siguiente de lo que pasó en casa fui a buscarlos para decirles que nos dejasen en paz, que les daríamos todo lo que quisieran. Uno de ellos se rio diciendo que los muertos no hablaban y que yo ya estaba muerto. Siguió diciendo que tú también merecías morir por haberte atrevido a plantarles cara y que, solo dando lecciones de este tipo, los demás aprenderían. No sé si será una bravuconada, Amadou, pero hemos de ser precavidos y estar preparados para lo peor.

      No sé cómo describir lo que sentí ante esas palabras. Escuchar que mi padre asumía su muerte como algo inevitable y que mi vida también corría peligro, me dejó paralizado. Solo alcanzaba a soltar sonidos guturales, empecé muchas preguntas que se me entrecortaban antes de formularlas, eran demasiadas emociones juntas. Noté un nudo en el estómago y en la garganta, y me dieron arcadas, aunque no llegué a vomitar.

      Mi padre me abrazó. El mayor abrazo que nunca antes me había dado nadie, secó las lágrimas que brotaban de mis ojos con su mano arrugada, y me sonrió con la sonrisa del que se sabe muerto y no puede hacer nada para evitarlo. Como buen patriarca bámbara que era, nunca mostraba afecto hacia sus hijos en público y se cuidaba mucho de expresar sus emociones delante de los demás; pero en ese momento intuía que no le quedaba demasiado tiempo, sabía que su vida corría peligro real y no quería dejar pasar esta oportunidad para tratar de consolar a su primogénito.

      —¿Por qué no nos vamos, papá? Vayámonos hoy mismo hacia Senegal o hacia Guinea, o a donde sea.

      —Esta es nuestra tierra, hijo. Yo ya soy mayor. Podríamos hacerlo, lo he pensado y es lo que tu madre quiere hacer, pero yo pienso que no es buena idea, los ahorros que tengo los vamos a invertir en otra cosa. Es importante que prestes mucha atención a todo lo que vamos a hacer hoy, hijo. De ello depende el futuro de nuestra familia, pero sobre todo el tuyo. Sé que va a empezar una guerra en nuestro país, de hecho, ya ha comenzado. También sé que nuestra aldea es pequeña y no creo que se metan con tu madre y tus hermanas, pero no hay ningún futuro para ti, Amadou. A muchos de los varones que quedéis en Mali os reclutarán para pelear y tú no eres un asesino. Ni tu madre ni yo queremos que te conviertas en asesino, por mucho que los hombres del desierto sean malos, crueles y arrogantes. Nosotros no te educamos para matar y sí para amar.

      »Es por eso que necesitamos que llegues a Europa con los ahorros que tenemos. Es la mejor inversión que podemos hacer, y desde allí tendrás que mantener a tu familia hasta que la situación se arregle. Esperemos que sea pronto. En esta aldea te voy a presentar a un hombre que te va a ayudar para llegar a Europa. Es amigo mío, pero también conoce a los hombres del desierto, ya que ha comerciado con ellos durante años. Tienes que confiar en él. El día que a mí me pase algo tendrás que venir hasta su casa. Hazlo de noche. Te estarás preguntando cómo podrás recorrer los treinta kilómetros que separan Djennai de nuestra casa. La solución es sencilla: ya he hablado con Babá, el padre de tu amigo Seidy, él te traerá hasta aquí y te llevará a casa de Yaya. Desde ese momento estarás en las manos de mi amigo. Confía en él como si fuera yo mismo. Nos conocemos desde pequeños, aunque nunca te he hablado de él, es un hombre de honor. Un buen musulmán que hará todo lo que esté en su mano para ayudarte. ¿Lo has entendido bien?

      Asentí secándome las lágrimas de los ojos.

      —¡Pero tiene que haber otra solución, papá! —le dije gritando con la rabia que se estaba acumulando en mi interior—. Yo no sé nada sobre Europa, mi familia y mis amigos están aquí en Mali. ¿Qué voy a hacer para ganar dinero cuando llegue allí? ¿Cómo voy a poder llegar? ¡Europa está muy lejos!

      Mi padre perdió la mirada en el horizonte y apostó a que yo lo conseguiría, tanto mi madre como él creían ciegamente en mí; me dijo que confiaban en su instinto de padres para saber que su hijo tenía la fortaleza física y mental para llegar a Europa y convertirse en el cabeza de familia.

      «¿Yo, a mis diecisiete años, el cabeza de familia?». Me parecía una idea absurda, pero no podía contradecir al viejo y sabio Moussa, y mucho menos teniendo en cuenta la suerte que iba a correr irremediablemente.

      Me hizo jurar que lo haría, que llegaría a Europa y que mantendría a mi familia trabajando de lo que hiciese falta; trabajando duro para conseguirlo. Y así lo hice, le juré que así lo haría, pero yo no estaba convencido de lo que decía, no estaba convencido de la locura que pronto tendría que hacer, no estaba convencido de nada en absoluto. Pero aquel día, parados en la carretera desértica que conducía a la aldea de Yaya, le juré a mi padre que me haría cargo de mi familia y que sería capaz de llegar a Europa.

      Mi progenitor me miró con orgullo: «Sé que lo harás», me dijo tranquilizadoramente. Encendió de nuevo el motor de su camión y nos adentramos despacio en esa aldea que no había visto nunca en mi vida para buscar la casa de un hombre del que nunca había oído hablar, pero en el que tenía que confiar mi vida y la de mi familia, llegado el momento en que a mi viejo padre le pasase algo…

      La casa de Yaya estaba a las afueras del pueblo; se trataba de una aldea polvorienta, como casi todas en esa zona de Mali; las casas eran de adobe y paja, algunas forradas con los excrementos de los animales. Espacios para el ganado y para personas se mezclaban muchas veces con un olor característico que me era muy familiar. No tenía que ser mucho mayor que nuestra aldea y, si algún viajero viniese desde lejos, bien podría pensar que se trataba de nuestra misma población. La mezquita era el único edificio que destacaba del resto, aunque la de nuestra pequeña aldea me parecía más bonita, mi padre me indicó que eran iguales.

      El calor lo impregnaba todo, los perros callejeros estaban tirados en las sombras que encontraban, y no ladraban a los forasteros que nos internábamos en sus dominios. Un gallo entonaba su canto al paso de nuestro convoy. Atravesamos todo el pueblo como fantasmas dentro de un pueblo fantasma. Un par de viejos que estaban tomando el té a la puerta de una de las chozas saludaron a mi padre con aire cansado. En realidad, todo en ese pueblo resultaba cansado y viejo; no vi a ningún niño corriendo como era habitual en los pueblos malienses, no se oía ni una sola palabra. Parecía que, por arte de alguna hechicería, hubiesen arrancado de cuajo la vida y la felicidad de esa triste aldea.

      Al bajar del camión, una bofetada de calor nos dio la bienvenida, un calor que no por ser conocido dejaba de incomodarme; debería haberme puesto los calzones cortos, pensé, aunque ese pensamiento se fue rápido de mi cabeza cuando recordé de nuevo en lo que íbamos a hacer allí, y la gravedad del asunto precisaba de unos pantalones largos, viejos pero solemnes.

      Yaya salió a la puerta para recibirnos. Era la última casa del pueblo y la más grande, un poco más digna que el resto. Era un hombre de una edad incierta, sería unos años más joven que mi padre, pero tenía la piel tan curtida como él. Sin duda, el sol durante toda la vida hacía estragos entre los hombres malienses. Llevaba una túnica larga y blanca al estilo de muchos de los hombres de esa parte del país. Recibió con un cordial abrazo a mi padre, después fijó su mirada en mí, me dijo que yo debía ser Amadou, mi padre asintió y nos invitó a entrar en su casa.

      Era más grande de lo que yo había juzgado en un primer momento, tenía alfombras solemnes por todo el suelo y unas tazas de té con decoraciones muy bonitas. Nos hizo salir a un amplio


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