El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
entró en la casa, mi padre y yo permanecimos en silencio durante los cinco minutos que tardó en salir de nuevo. Lo hizo con un narguile y una tetera, empezó a marear el té de un vaso a otro para darle cremosidad, el aroma a hierbabuena impregnó el patio rápidamente. Sirvió un té para cada uno y empezó a fumar el narguile.
—Bueno, ¿qué tal la familia? —preguntó Yaya para romper el hielo.
—Muy bien, aquí tienes a mi hijo Amadou, ¿no te dije lo guapo que era? —y ambos echaron una risotada.
Yaya me cogió de la mandíbula inferior e hizo que le enseñase el hueco que había dejado mi diente en la boca.
—Vaya, estos tuaregs no respetan ya ni a los niños.
—Con todos mis respetos, no soy un niño, ya tengo diecisiete años.
Esta respuesta sorprendió mucho a mi padre, el respeto hacia los mayores es algo sagrado en Mali, y el viejo Moussa no se esperaba que yo respondiera con esa gallardía; sin embargo, a Yaya no pareció importarle.
—Ya lo creo que lo eres —respondió, mientras expulsaba el humo por la boca y pasaba la manguera a mi padre para que fumase—. Aunque espero que llegado el momento estés a la altura.
Mi padre fumó y, aunque yo sabía que fumaba a veces cuando se juntaba con amigos, hacía mucho tiempo que no le veía hacerlo y me resultó extraño. Después de tres caladas, me pasó el narguile a mí, lo que me descolocó del todo. Hubo un momento de duda, pero Yaya me hizo un gesto para que fumase, miré a mi padre y este asintió con toda naturalidad. Yo no había fumado nunca, pero era algo que despertaba mi curiosidad, así que aspiré por el tubo. Enseguida empecé a toser ante la risa de mis dos acompañantes.
—Le queda mucho por aprender —le dijo Yaya a mi padre.
—Es un chico inteligente, aprenderá rápido —agregó mi padre, mientras le daba un sorbo largo a su espumeante té.
—Te lo diré sin rodeos, Moussa —empezó diciendo Yaya—. Ya han tomado dos de los cinco pueblos que componen esta comarca. Y esto es solo el principio; según dicen, están muy bien armados. —Hizo una pausa para beber un sorbo y continuó—: Es solo cuestión de tiempo que tomen también los tres pueblos restantes y, una vez que hagan eso, empezarán a bajar un poco hasta lo que ellos consideran los límites de sus territorios.
—Pero, ¿qué es lo que quieren? —preguntó mi padre.
—La independencia, quieren hacer un estado independiente de Mali, un estado tuareg, en el que campen a sus anchas y en el que ellos tengan el poder y el control de estas tierras, sin depender para nada del yugo de Bamako. Quieren dominar por entero el Azawad1.
—Pero si aquí no hay nada, ¡aquí solo hay polvo! —intervine lleno de ira.
—No te falta razón, hijo —dijo Yaya—. Pero ellos lo consideran su polvo, dicen que llevan viviendo aquí desde hace muchísimos siglos y no quieren que sus costumbres se pierdan, quieren perpetuar su modo de vida. Yo los conozco bien y son tozudos, sé que no cejarán en su intento hasta que lo consigan o hasta que los aniquilen a todos.
—¿Tú qué crees que pasará? —preguntó mi padre.
—¿Con sinceridad? —Hizo una leve pausa, reflexionó mientras expulsaba el humo en círculos y añadió—: Creo que va a haber una guerra civil y que habrá muchos muertos. En mi opinión, la cosa cambiaría si Francia, nuestros antiguos jefes, nos ayudasen; pero, sinceramente, no creo que lo hagan. Como dijo tu hijo, aquí solo hay polvo. Y tampoco creo que a occidente le interese mucho que nos matemos en esta parte del mundo. El asunto es muy delicado.
—Pero el ejército de Mali es poderoso y puede plantarles cara. —Mi padre dijo esto más por darme esperanza que porque verdaderamente lo creyese.
—No será una guerra al uso —siguió Yaya—. Será una guerra de guerrillas. Ellos conocen el desierto mejor que nadie e irán tomando los pueblos que ellos consideren legítimos uno a uno. No será una guerra en terreno abierto, donde tendrían las de perder, y no creo que se les ocurra ir a Bamako, allí el ejército los arrasaría. Pero se rumorea que en poco tiempo tomarán Tombuctú y Kidal. Esta gente del desierto no tiene escrúpulos y ya he escuchado historias terribles de lo que han hecho en los dos pueblos que han tomado. Moussa, deberías haber colaborado con ellos. Has sido un viejo estúpido.
Yo miré a mi padre para que me diese explicaciones, pero no pude arrancarle ni una sola palabra. Mi padre enseguida cambió de tema para no continuar por ese camino la conversación, pero ante lo evidente de la tensión de mi mirada le dijo a Yaya:
—Eso nunca, no quiero ser cómplice y vivir con esa losa el resto de mi vida.
—Son solo negocios, Moussa. Tú y yo somos gente de negocios, si cambiases de idea yo creo que a lo mejor se apiadarían de ti.
—La decisión está tomada. Hoy estoy aquí con mi hijo para lo que habíamos hablado, sigue en pie, ¿no es así?
—Claro que sí, soy un hombre de palabra. ¿Has traído el dinero?
—Sí, pero vamos adentro. Amadou, hijo, quédate aquí un momento.
Los dos hombres entraron en la casa y yo me quedé fumando y bebiendo solo. La situación me parecía de lo más surrealista. Por un lado, me sentía bien porque estaba siendo tratado como un adulto, pese a que no me habían permitido entrar en la casa para el intercambio del dinero; pero, por otro lado, me estaba enterando que en mi pacífico y tranquilo país se estaba declarando una guerra civil. ¿Qué sería de mi familia y de mis amigos? ¿Qué sería del futuro de Mali? Negaba dentro de mi cabeza lo que acababa de oír, no podía ser verdad. Pero, en el fondo de mi corazón, sabía que sí lo era. ¿Qué era eso de lo que hablaba Yaya, que mi padre se había negado a colaborar? Conocía a mi padre y sabía que no mencionaría lo sucedido, y menos delante de Yaya, pero en cuanto estuviésemos solos en el camión le abordaría a preguntas hasta sonsacarle la verdad.
Los oí discutir durante un rato, no lograba entender de qué hablaban, aunque escuché varias veces la palabra Marruecos y, alguna vez, la palabra Mauritania. Mi padre, un hombre inmutable, estaba elevando el tono de voz, en un registro que yo no conocía. Al cabo de unos quince minutos, los dos hombres salieron al patio como si no hubiese sucedido nada. Terminaron sus tés y fumaron del narguile. Permanecimos en silencio durante un buen rato. Cuando el humo del narguile empezó a ser casi inexistente dejaron la manguera a un lado.
Empezó mi padre:
—Amadou, como te dije en el camión, si a mí me pasa algo, debes ir de inmediato a buscar a Babá, el padre de Seidy, y te traerá hasta aquí. Yaya te llevará hasta la costa de Marruecos, donde en una barca llegarás a las Islas Canarias, territorio español y europeo.
—Pero… —empecé a decir.
—No hay peros que valgan, hijo —me cortó de raíz.
—He dado mi palabra a tu padre, Amadou, y así lo haremos —zanjó Yaya.
Sentí ganas de rebatirles, pero hubiese sido una gran falta de respeto, así que opté por guardar silencio.
—Acabo de pagar lo acordado a Yaya para que así sea. Cuando lleguemos a casa te daré más dinero para los imprevistos del camino, pero a Yaya ya no tendrás que pagarle nada. Es importante que lleguéis al pueblo de noche. Babá ya lo sabe, de día sería muy peligroso. No puedes hablar de esto con nadie del pueblo, ni con tus hermanas, cuanto menos sepan, mejor, ni siquiera con Faiatu. Tu madre sí lo sabe, pero te recomiendo que actúes como si no pasase nada.
—Es lo mejor —puntualizó Yaya.
Me parecía estar viviendo un sueño, mejor dicho, una pesadilla. Si no fuese por la solemnidad con la que hablaban estos hombres, pensaría que me estaban gastando una broma de mal gusto. La intervención de Yaya me hizo salir de mi aturdimiento mental.
—Es hora de que os vayáis, Moussa. No conviene que os vean en mi casa. Últimamente las paredes tienen oídos.