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hacerlo, pero la necesidad de pasear mis manos por su espeso cabello negro, por su hermosa barba, por su fuerte pecho, estaba ganando la batalla. Las ganas estaban pudiendo conmigo, y de nuevo me arrepentí de estar en la maldita silla y de aquel maldito juego. Restregué mi nariz por su vientre, aspirando su olor por un instante, y se movió hacia atrás gruñendo, como solía hacer siempre.
—Enma, no.
Mi nombre en sus labios sonó a amenaza; una amenaza terrible y tentadora que no pude sostener. Me arriesgué a ser una impertinente y no lo obedecí. Descendí mis manos atadas con rapidez, tanta que se le escaparon de las suyas, y las paseé por su piel hasta llegar a su abultada erección, que, en silencio, pedía a gritos ser liberada. Me levanté como un huracán, posé mis dedos en su pecho y serpenteé por él a toda prisa. Necesitaba acariciarlo.
Esa vez no dijo nada. Se apartó veloz, sujetó mis manos con una de las suyas y me giró con brusquedad, de manera que quedé de cara a la silla. Las ató con fuerza para impedir que me soltase y colocó una de mis rodillas en el asiento. Por último, tiró de mis caderas con rudeza y desesperación hacia atrás.
—Mal, nena, mal —me reprendió con tono mordaz.
—Edgar… —musité, llena de deseo.
De repente, desapareció de detrás de mi espalda, pero segundos después noté su piel junto a la mía. Una piel suave, perturbadora y apetecible, la cual deseaba que se rozara conmigo hasta desfallecer. Supe que estaba desnudo porque su erección golpeó mi trasero con esmero. Sus manos rozaron mi pelo, y una mordaza —efectivamente, tal y como me había dicho antes— se colocó en mi boca con agilidad. La mordí con una sonrisa que él notó y apreté mis dientes. Iba a ser duro, lo veía venir.
Antes de introducirse en el fondo de mis entrañas, le dio tal palmetazo a mi cachete que como mínimo me dejaría marca durante unos días. Pero eso no era suficiente para mí después de todo lo que había visto y vivido con él. Necesitaba más. Contoneé mi trasero para que supiera lo que estaba buscando, y no tardó en coger la indirecta. Otra fuerte cachetada resonó en la austera habitación cuando me golpeó en el mismo lugar. El placentero picor me hizo cerrar los ojos. Durante un largo rato perdí la cuenta, y dejé de sentirlas por lo acostumbrada que estaba la zona afectada a recibir aquellos impactos en mi piel.
Me penetró de una manera tan bestial que la silla se movió unos milímetros. Con una de sus manos me agarró la pierna que mantenía flexionada, y con la otra sujetó con firmeza mi cadera, clavando sus ágiles dedos en ella hasta casi hundirlos en mi cuerpo. Me movió a una velocidad de vértigo. Sus embestidas eran extremadamente salvajes. Mis pechos tocaban el respaldo de la silla con golpes rudos y secos. Intenté sujetarme a la madera, pero con el nudo que había creado alrededor de mis muñecas me fue imposible.
Mientras bombeaba como un demente, maltratando mi sexo de tal manera que creí que moriría de placer, me permití pensar en varias cosas. ¿Qué futuro podría tener con él? Estaba el tema de su familia, que, en cierto modo, era una de las cosas más importantes. Pero también debía ser consciente de que nuestros encuentros solo se reducían a cosas del trabajo —dado que era mi jefe en Waris Luk, la cadena de cruceros más conocida de Europa— y a las veces que follábamos como locos en cualquier parte. Daba igual si era en su despacho, en mi casa o incluso en el aparcamiento de la empresa. Y lo peor de toda esa situación era que mi pecho comenzaba a quemar cuando lo veía, indicándome que un sentimiento tan profundo como el amor estaba naciendo dentro de él.
Tuve que abandonar mi reflexión cuando un terrible orgasmo se apoderó de mí sin darme unos minutos para procesar lo que estaba ocurriendo. Seguía como un loco pujando, rasgándome el alma. Los rudos y continuos palmetazos impactaban en la zona contraria de mi trasero dolorido; sensación que no despreciaba, puesto que me llevaba hasta límites insospechables de placer.
Después de un intenso rato en el que nuestros cuerpos no se separaron y Edgar no me permitió tocarlo bajo ningún concepto, terminamos satisfechos y rendidos. Desató los nudos de mis muñecas con tanta delicadeza que me quedé hipnotizada mientras se afanaba por deshacerse de ellos y dirigirme a la cama. Al tumbarnos, contemplé su rostro tranquilo cuando cerró los ojos durante unos instantes. Grabé en mi retina a fuego lento cada facción suya: su fuerte y perfilado mentón; sus grandes ojos, que te arrastraban a un abismo con tan solo mirarlos aunque estuviesen cerrados; su pequeña nariz y sus carnosos y llamativos labios, que me pedían a gritos que los devorara de nuevo, y aquel cabello moreno, tan oscuro como el azabache, donde deseaba enterrar mis dedos hasta saciarme.
En ese momento, me di cuenta de una sola cosa: no podía volver a verlo nunca más.
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Enma
Dos años después
—¡Jane! ¡Jane! Como te hagas daño, ¡tus padres me matan! —le grité, dejándome la garganta.
Maldita fuera la hora en la que decidí quedarme con la renacuaja de Katrina y Joan, mis mejores amigos. Solo se me ocurría a mí, sabiendo lo terremoto que era, decirles que se marchasen a cenar, que yo cuidaba de mi sobrina postiza. ¡Me cagaba en la leche!
—Nooo acha ada —me contestó en su media lengua, como si supiese perfectamente lo que estaba hablando.
Tenía que intuir, según su idioma, que no pasaba nada, como si ella fuera consciente de que subirse sobre la mesa del salón no implicaba peligro alguno. Bufé con desesperación y di grandes zancadas hasta llegar a ella. La sujeté por la cintura y la deposité en el suelo mientras se dedicaba a patalear como una poseída y mi cabello rubio se estampaba en ambos lados de mi rostro al intentar sostenerla en mis brazos.
—¡Jane! ¡No estamos haciendo natación!
—¡Étameee!
—¡No voy a soltarte! —la advertí tajante.
No podía llegar a comprender cómo siendo tan pequeña era tan lista y loca. El teléfono sonó y, sin soltarla de mis brazos, me dirigí a la encimera de la cocina.
—¿Sí? —pregunté con brusquedad una vez que descolgué.
—Menudo humor. —Se rieron al otro lado de la línea.
—Mira, Susan, como te rías otra vez, te mando a tu sobrina en un paquete con un lazo —le espeté, mirando a la pequeña lagartija.
Ella puso morritos de esos que te dan ganas de comértelos a bocados y tuve que sonreír.
—¡Oh, vamos! No seas tan exagerada. Si es un amor de niña… —se recochineó su verdadera tía.
—¡Y una porra! —Se carcajeó a mi costa—. ¿Para qué me llamas, bonita?
—Tienes un genio que es imposible decir que no eres española.
—Y tú tienes un pavo que es imposible decir que no eres inglesa —la piqué.
Pero ella, como hacía siempre, volvió a reírse. Nunca imaginé que una persona como Susan —por lo menos cuando la conocí junto con toda la historia de Katrina, Joan y Kylian1— fuese a ser tan risueña en comparación con cómo se mostraba por aquel entonces.
—Te llamaba porque mañana tenemos una reunión con uno de los directivos de la cadena Lincón. ¿Sabes de quién te hablo?
—Sí, claro. ¿De qué se trata?
—Han concertado un viaje para varias agencias y entre ellas estamos nosotras. Lo típico: ver los nuevos trasatlánticos y sus instalaciones. Ya sabes, unas minivacaciones de una semana.
Hacía dos años que mi vida cambió de manera radical. Me compré un diminuto apartamento en un pueblo de Mánchester, nada que ver con el piso que tenía antes en el centro de la ciudad, supergrande y con una orientación que muchos envidiaban. Había pasado del lujo a algo mucho más discreto y, sobre todo, pequeño. Me fui del trabajo sin firmar siquiera el finiquito, y dejé una carta sobre la mesa del despacho de mi jefe, Edgar Warren, donde me despedía de la