El autobús de la miel. Meredith May

El autobús de la miel - Meredith May


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      «Así trabajan las abejas, criaturas que por ley natural le enseñan el arte del orden a los reinos de la gente.»

      William Shakespeare, Enrique V

      Prólogo

      Enjambres

      1980

      La temporada de enjambres siempre llega por teléfono. El teléfono rojo de disco cobraba vida todas las primaveras cada vez que las personas llamaban frenéticas para reportar abejas en sus paredes, en sus chimeneas o en sus árboles.

      Vertía la miel del abuelo sobre mi pan de maíz cuando él salió de la cocina con esa sonrisa pícara que indicaba que otra vez habríamos de dejar enfriar nuestro desayuno. Yo tenía diez años y había atrapado enjambres con él por casi media vida, así que sabía lo que seguiría a continuación. Engulló su café de un sorbo y se limpió el bigote con el brazo.

      —Nos conseguí uno más —dijo.

      Esta vez la llamada provenía de un racho de tenis privado, aproximadamente a kilómetro y medio de Camel Valley Road. Al sentarme en el asiento del copiloto en su camioneta destartalada, pisó ligeramente el pedal para darle aliento y revivirla. El motor al final encendió y salimos rechinando de la cochera, revolviendo una nube de terracería detrás de nosotros. Zumbó al pasar por los letreros del límite de velocidad, los cuales, me enteré al viajar con la abuela, indicaban que debía ir a cua­renta. Debíamos darnos prisa para atrapar la plaga, pues a las abejas podía ocurrírseles volar hacia otro lugar.

      El abuelo bajó al club de tenis y se detuvo derrapando cerca de una barda de ganado. Recargó su hombro contra la puerta cerrada y la abrió con un rechinido. Nos acercamos hacia un pequeño ciclón de abejas, una mancha de tinta que rugía en el cielo, que se mecía de izquierda a derecha como una bandada. Mi corazón se aceleró con ellas, aterrado y absorto por igual. Parecía que el aire latía.

      —¿Por qué hacen eso? —grité por encima del ruido.

      Mi abuelo se arrodilló y se inclinó hacia mi oreja.

      —La reina dejó la colmena porque estaba demasiado llena por dentro —me explicó—. Las abejas la siguieron porque no pueden vivir sin ella. Es la única en la colonia que pone huevos.

      Asentí para mostrarle al abuelo que había entendido.

      El enjambre ahora volaba cerca de un castaño. Cada tantos segundos un puñado de abejas salía disparado del grupo y desaparecía entre las hojas. Me acerqué y miré hacia arriba para observar cómo se juntaban en una rama, junto a una pelota del tamaño de una naranja. Más abejas se unieron al racimo hasta que creció para formar un balón de básquet que palpitaba como un corazón.

      —La reina se detuvo ahí —dijo el abuelo—. Las abejas la protegen.

      Cuando las últimas abejas llegaron al grupo, el aire nuevamente se quedó quieto.

      —Ve y espérame cerca de la camioneta —susurró. Me recargué en la defensa delantera y lo vi subir por una escalera hasta que quedó cara a cara con las abejas. Docenas de ellas caminaron por sus brazos desnudos mientras él serruchaba la rama con una sierra. Justo en ese momento un jardinero encendió una podadora, espantó a las abejas y volvieron a volar aterrorizadas. El zumbido ascendió a un quejido punzante y las abejas se juntaron en un círculo más estrecho y más rápido.

      —¡Maldita sea! —escuché al abuelo quejarse.

      Le gritó al jardinero y la podadora lentamente se apagó. Mientras mi abuelo esperaba a que el enjambre regresara al árbol, sentí que algo se arrastraba en mi cabeza. Levanté el brazo y toqué pelusa, y luego sentí que unas alas y unas piernas diminutas golpeteaban mi cabello. Me sacudí para espantar a la abeja pero solo se enredaba y alebrestaba más, su zumbido subió al alto tono de un taladro de dentista. Tomé mucho aire para prepararme para lo que sabía que vendría. Cuando la abeja hundió su aguijón en mi piel, el ardor corrió en línea recta de mi cuero cabelludo hasta mis molares, lo que me hizo apretar la quijada. Frenética, volví a buscar en mi cabello, y ahogué un grito al descubrir que otra abeja paseaba en mi cabeza, luego otra; mi alarma formaba, desde mis costillas, un radio externo cada vez más amplio conforme sentía más bultos peludos que los que lograba contar, un pequeño escuadrón de abejas luchando con un terror equivalente al mío.

      Luego percibí el aroma a plátanos, aroma que emiten las abejas para pedir refuerzos, y supe que me encontraba bajo ataque. Sentí otra aguda punzada en mi cabeza seguida de un piquete atrás de mi oreja, y me puse de rodillas. Me desmayaba o quizá rezaba. Creía que moría. En cuestión de segundos, el abuelo tenía mi cabeza en sus manos.

      —Intenta no moverte —dijo—. Tienes unas cinco más ahí. Las sacaré todas pero es posible que te piquen de nuevo.

      Otra abeja me apuñaló. Cada punzada magnificaba el dolor hasta el punto de sentir que mi cabeza se incendiaba, pero sujeté la llanta de la camioneta y me aferré a ella.

      —¿Cuántas más? —susurré.

      —Solo una más —respondió.

      Cuando todo acabó, el abuelo me cargó en sus brazos. Descansé mi cabeza palpitante en su pecho musculoso, resultado de toda una vida de cargar cajas de veintitrés kilos de colmenas llenas de miel. Colocó suavemente su mano callosa sobre mi cuello.

      —¿Se te está cerrando la garganta?

      Le demostré cuánto podía inhalar y exhalar. Sentía mis labios extrañamente tintineantes.

      —¿Por qué no me gritaste? —preguntó.

      No tenía una respuesta. No sabía.

      Las piernas me temblaban, y dejé que el abuelo me cargara a la camio­neta y me colocara en el asiento de atrás. Las abejas me habían picado antes, pero nunca tantas al mismo tiempo, y el abuelo se preocupó por que mi cuerpo entrara en shock. Si mi rostro se hinchaba, me dijo, tendría que acudir a la sala de emergencias. Esperé con instrucciones de tocar el claxon si no lograba respirar. Mientras tanto él terminaría de serruchar la rama. Sacudió a las abejas para que se metieran a una caja blanca de madera y las llevó a la plataforma de la camioneta mientras yo tocaba y revisaba los bultos ardientes de mi cabeza. Estaban apretados y duros y parecía que se estaban agrandando. Me preocupaba que muy pronto toda mi cabeza se hinchara como una calabaza.

      El abuelo se apresuró hacia la camioneta y encendió el motor.

      —Solo un minuto —dijo poniendo mi cabeza en sus manos y explorando mi cuero cabelludo con sus dedos. Hice gestos por el dolor, segura de que me apretaba la cabeza con canicas.

      —Faltó una —dijo, pasando su uña sucia de lado a lado por mi cabeza para remover el aguijón. El abuelo siempre decía que sacar el aguijón al apretar el pulgar y el dedo índice era la peor forma de hacerlo, pues empuja todo el veneno hacia dentro de ti. Extendió la palma para mostrarme el aguijón adherido y una bolsa de veneno del tamaño de un alfiler—. Y sigue —dijo apuntando al órgano blanco que se doblaba y bombeaba veneno sin percatarse de que ya no se requerían sus servicios. Era asqueroso y me hizo pensar en los pollos que corren sin cabeza, y arrugué la nariz. Lo sacó por la ventana con su dedo y luego volteó hacia mí con una mirada satisfecha, como si acabara de mostrarle mi boleta de calificaciones con puros dieces.

      —Fuiste valiente. No entraste en pánico ni nada.

      Mi corazón se volcaba en mi pecho, orgullosa de mí por haber dejado que me picaran las abejas sin gritar como una niña.

      Ya en casa, mi abuelo añadió la caja de abejas a su colección de media docena de colmenas a lo largo de la cerca trasera. El enjambre ahora era nuestro, y pronto se establecería en su nueva casa. Ya las abejas salían disparadas de la entrada y volaban en círculos pequeños para explorar los alrededores, para aprenderse de memoria los puntos de referencia. Al cabo de unos cuantos días producirían


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