El autobús de la miel. Meredith May
como ingeniero eléctrico haciendo máquinas que calibraban otras máquinas. Mamá nos llevaba a la carnicería y al supermercado, y se aseguraba de que la cena estuviera en la mesa a las cinco. Desde afuera nuestras vidas parecían pulcras, organizadas, bien encaminadas. Vivíamos en un edificio multifamiliar con tejas de madera, y mi hermano y yo teníamos nuestras propias habitaciones en el segundo piso, conectadas por un rastro de juguetes de Lincoln Logs y piezas de Lite-Brite y plastilina que dejábamos donde fuera que los hubiéramos usado por última vez. Papá instaló un columpio en el porche delantero y jugamos con los vecinos que vivían en las tres casas idénticas al lado de la nuestra. En las mañanas de los fines de semana, Papá entraba a mi habitación e identificábamos las formas en las nubes que pasaban por la ventana, señalando los dinosaurios, los hongos y los platillos. Antes de irse a dormir, me leía cuentos de los hermanos Grimm y, aunque cada historia terminaba con alguna especie de muerte violenta, nunca dijo que era demasiado pequeña para escuchar esas cosas.
Parecía que éramos felices, pero el matrimonio de mis padres ya se estaba estropeando.
Me imagino que al principio intentaron lidiar con sus disputas, pero al final sus desacuerdos se multiplicaron y se extendieron como cáncer hasta que se envolvieron a sí mismos en una gran discusión. Ahora los gritos de Mamá atravesaban continuamente las paredes que compartíamos con los vecinos, por lo que sus problemas sin duda se habían vuelto públicos.
Abrí los ojos y vi a Mamá de pie allí en posición, lista para lanzar la olla de chop suey americano. Sus amenazas iban y venían adelante y atrás, adelante y atrás, el monótono contenido de Papá se combinaba con el falsete ascendente de Mamá hasta que sus palabras se mezclaron en un sonido agudo dentro de mis oídos. Intenté hacerlo desaparecer al tararear «Yellow Submarine» suavemente. Es la canción que Papá y yo solíamos cantar juntos usando cucharas de madera como micrófonos. Cuando la música llenaba nuestra casa. Papá grabó todas las canciones de los Beatles desde la radio o desde discos de vinilo en carretes de cinta, que guardó en cajas de plástico color hueso en la estantería, alineadas como dientes. Escuchaba las cintas en su magnetófono y, últimamente, prefería «Maxwell’s Silver Hammer» —la del hombre que mata a sus enemigos a golpes— a todo volumen desde la sala hasta que Mamá inevitablemente le decía que le bajara al escándalo.
Yo me encontraba en algún punto del segundo verso cuando la vi levantar el brazo, y el asa de la olla se soltó de su mano en lo que parecía cámara lenta. Papá se agachó, y nuestras sobras de la cena volaron por el aire hasta chocar contra la pared, donde se deslizaron hacia el suelo, lo que dejó una mancha tras de sí mientras se juntaban con los granos de pimienta. Papá recogió la olla que cayó cerca de su pie y se levantó, todo su cuerpo temblaba de rabia silenciosa. Con un ruido sordo dejó caer la olla sobre la mesa, sin molestarse siquiera en ponerla sobre una tabla como debía. Matthew ya estaba llorando, levantaba los brazos para que lo cargaran, y Mamá fue hacia él, como si nada hubiera pasado. Ella mecía a Matthew, susurrando suavemente a su oído para calmarlo, de espaldas hacia Papá y hacia mí. Papá giró sobre sus talones y escapó al ático, donde pasaría la noche tecleando en código Morse en su equipo de radioafición mientras conversaba con amables extraños.
No me molesté en pedir permiso para abandonar la mesa. Corrí hacia la escalera, subí hasta mi habitación y cerré la puerta. Quité la colcha de los Picapiedra y la arrastré debajo de mi caballo inflable. Se trataba de un caballo de plástico sostenido por cuatro resortes enrollados, uno en cada pata unida a un marco de metal. Puse mis pies debajo de su barriga de fieltro y lo empujé arriba y abajo hasta que logré un ritmo relajante. Me tapé los ojos con mi cabello, que llegaba hasta los hombros, borrando la realidad para que casi pudiera creer que estaba a salvo dentro de un submarino amarillo, debajo de la superficie, sola, y tan profundo que no lograra escuchar absolutamente ninguna voz.
Aunque no entendía por qué mis padres peleaban tanto, en el fondo entendí que algo significativo cambiaba dentro de nuestra casa. Papá había dejado de hablarle y Mamá había comenzado a hablar demasiado. Traté de entenderlo recopilando información que escuchaba por casualidad cada vez que mi madrina, Betty, pasaba mientras Papá se encontraba en el trabajo. Mamá y Betty se sentaban en el sofá y hablaban de todo tipo de cosas mientras Betty jugaba con mi pelo. Matthew bajaría para su siesta, y me sentaría en la alfombra, entre sus piernas, donde Betty podría estirarse y distraídamente enrollar por sus dedos mechones de mi cabello castaño. Torcía mis mechones como serpientes enredadas y luego dejaba que se estiraran, una y otra vez, mientras ella y Mamá resolvían sus problemas. Enrollaba y apretaba mi cabello, y luego lo soltaba. Giraba, tiraba, soltaba. Giraba, tiraba, soltaba. Se sentía como rascarse una picazón profunda, un masaje de cosquillas en el cuero cabelludo que podía durar lo que les tomara fumar una cajetilla entera.
Hablaron por muchas tardes, y me quedaba tan callada que se olvidaban de mí y discutían cosas que probablemente no debí haber escuchado. Principalmente aprendí que los hombres son una decepción. Que prometen la luna, pero luego no traen a casa el suficiente dinero ni para la despensa. Escuché a Mamá decir que Papá podría perder su trabajo porque su jefe estaba haciendo algo llamado «reducción de personal».
—¿Despidos? —preguntó Betty. Girar, tirar, soltar, girar.
—Eso parece —respondió Mamá—. Están dejando ir a todos los ingenieros menores.
—Que se vayan al carajo.
—Tú lo has dicho.
—¿Qué vas a hacer? —Giro, tirón.
—Diablos, no lo sé.
Betty tiró de mi cabello una vez más y dejó que se desenrollara de su dedo índice. Me quedé como estatua en silencio, oreja atenta. Guardaron silencio por unos minutos, y Betty empezó a rascarme el cuero cabelludo, enviando como renacuajos de éxtasis que se deslizaban por mi cuello. Mamá se levantó y sacó dos refrescos de la nevera y los abrió, entregándole uno a Betty. Se dejó caer de nuevo en el sofá y apoyó los pies en la otomana hundida. Suspiró tan fuerte que sonaba como si se estuviera desinflando.
—Honestamente, Betty, no creo que el matrimonio sea todo lo que se ha creído. Tengo veintinueve años y me siento como de noventa y dos.
Betty movió sus piernas pesadas, despegándolas del cuero sintético y estirándolas por el largo del sillón. Intentó inclinarse hacia adelante, pero no pudo alcanzar con sus manos más allá de sus rodillas. Gruñó con esfuerzo y volvió a sentarse. Apartó las cortinas y miró por la ventana.
—¿Crees que la soltería es de arcoíris y de unicornios?
Mamá soltó una cuña de humo por un lado de su boca y dejó caer la colilla en una lata de refresco rosa vacía mientras susurraba:
—Al ritmo que voy, con gusto cambiaría de lugar.
Betty volteó y miró directamente a Mamá, para asegurarse de que tenía toda su atención.
—A veces una se siente sola.
—Es mejor estar sola sola que sola casada.
Betty levantó una ceja como pidiéndole evidencias. Mamá se lanzó a la Prueba A, la hora en que regresaba de un paseo conmigo en el cochecito, y Papá la saludó desde la ventana del piso de arriba y se acercó rápidamente. Aterrada de que le hubiera pasado algo a Matthew, me dejó en el cochecito sobre la acera, entró en la casa y subió las escaleras, solo para descubrir que la crisis era un pañal que debía cambiarse.
La voz de Mamá se volvió indignada.
—¿No se supone que la crianza de los hijos era cincuenta y cincuenta?
Betty dejó escapar un bajo silbido de conmiseración. Yo quería preguntarle si ella regresó a buscarme en el cochecito, pero sabía que no era el momento de recordarles que las escuchaba.
—Betty, escúchame. No te cases sin primero hacerte una pregunta crucial.
Los dedos de Betty se congelaron por un momento en mi cabello, esperando el secreto de la felicidad conyugal.
—Pregúntale