El autobús de la miel. Meredith May
me enseñara cómo hacerlo.
El abuelo se puso de pie y se limpió la nariz en un trapo manchado de grasa, luego se lo metió en el bolsillo trasero.
—¿Mi autobús de miel? No es lugar para niñitos —dijo—. Tal vez cuando tengas cincuenta, como yo.
El autobús estaba demasiado caliente y era demasiado peligroso entrar, dijo. Podría perder un dedo.
Extendió su largo brazo hasta el techo del autobús, donde había escondido un pedazo de barra de refuerzo doblada en un ángulo recto. Insertó uno de los extremos de la varilla en un agujero donde solía estar la manija de la puerta trasera y la giró para ponerle candado al autobús. Luego volvió a colocar la llave improvisada encima del autobús, fuera de mi alcance.
—Franklin, ¿podrías venir por la maleta? —gritó la abuela, de una manera que parecía más una orden que una pregunta. La abuela había perfeccionado sus habilidades de liderazgo con décadas de práctica manteniendo en línea a niños de primaria. Le tenía un poco de miedo y siempre intentaba portarme bien porque su presencia lo exigía de manera inherente. No solo de mí, sino de todos los de su órbita. Las orejas del abuelo se alzaron al oír su voz.
Seguí al abuelo hasta la camioneta. Recogió de la parte de atrás nuestra única maleta compartida y caminamos hacia la puerta principal, seguidos por un puñado de abejas atraídas por la miel pegada a sus botas.
Mis abuelos vivían en una pequeña casa roja con un techo plano de grava blanca que parecía nieve durante todo el año. El abuelo dijo que repelía el sol y era más barato que el aire acondicionado. Contaba con dos dormitorios y una cocina envuelta por una habitación en forma de L con paneles de madera roja que servían como sala de estar y comedor. La principal fuente de calor era una gran chimenea de ladrillo que ocupaba media pared. Junto a ella había un reloj de caja alta de cuerda, y en el lado opuesto de la casa, ventanales de piso a techo con vista a las montañas de Santa Lucía, las cuales formaban una barrera natural entre nuestra casa y Big Sur. La cocina estaba pintada de azul pastel y albergaba a Rita, la perra negra salchicha del abuelo que dormía debajo de un taburete junto a la lavadora. Había un baño, decorado con papel tapiz a rayas cafés y plateadas, y una regadera de bajo flujo que se empañaba débilmente.
La abuela nos llevó a la habitación desocupada, la cual solía ser la de Mamá cuando era niña. Ahora la habían pintado de un color melón. Entré e inmediatamente observé cómo mi mundo se reducía: Matthew dormía en un catre en la esquina y yo compartía la cama matrimonial con Mamá. Poníamos nuestra ropa en un tocador victoriano de mármol con dos cajones de aroma a lavanda. Mi habitación en Rhode Island de pronto parecía un castillo en comparación con esta pequeña caja, tan llena de camas que no había espacio para jugar.
Mamá inmediatamente le cerró las cortinas al sol, enviando una sombra sobre las paredes. La abuela nos guio a Matthew y a mí de vuelta al pasillo.
—Tu madre necesita algo de paz y tranquilidad —susurró—. Ve y juega afuera.
La abuela tenía una voz que nunca sugería, sino que siempre ordenaba. Inmediatamente comprendimos la primera regla tácita de nuestro nuevo hogar: la abuela estaba a cargo. Ella sería quien establecería nuestra rutina diaria, planearía las comidas y tomaría decisiones por Mamá, el abuelo y por nosotros.
Mamá no nos acompañó en la cena esa noche, en cambio, la abuela le sirvió un tazón de sopa de tomate y un pan tostado sobre una bandeja. Colocó un jarrón de cristal con una rosa al lado del tazón, como servicio de hotel.
—Alguien abra la puerta —ordenó la abuela, de pie frente al dormitorio de Mamá.
Giré la manija de la puerta y di un empujón que envió un rayo de luz amarilla hacia la habitación oscura, y salió una nube de humo de cigarro. El aire era tan espeso que podía sentir cómo se vertía en mis pulmones mientras lo inhalaba. Retrocedí un paso y dejé entrar primero a la abuela. Se acercó con gentileza hacia la cama, donde Mamá estaba acurrucada en posición fetal, llorando delicadamente. Un cenicero de cristal de color ámbar descansaba sobre la cabecera, lleno de un cono de ceniza.
—¿Sally?
Mamá gimió a modo de respuesta.
—Deberías comer algo.
Mamá se incorporó. Hizo una mueca y apretó sus sienes.
—Migraña —susurró. Su voz era tan delgada que sonaba como si pudiera desgarrarse. La abuela encendió la luz, y pude ver que el rostro de Mamá estaba enrojecido y tenía sus ojos hinchados.
—¿Tylenol? —ofreció la abuela, sacando la botella de plástico de su bolsillo sacudiéndolo.
Mamá extendió el brazo y la abuela dejó caer dos píldoras en su mano. Le acercó un vaso de agua y Mamá le dio dos tragos, se lo devolvió y luego se dejó caer de nuevo en las almohadas.
—La luz —dijo.
Levanté la mano y la apagué.
Mamá lucía muy débil, como si ni siquiera pudiera sostener su cabeza. Pensé en aquella ocasión en la que encontré un pajarito que se había caído de su nido. Era rosa, y podía ver el azul de sus ojos saltones que aún no se habían abierto. La pobre cabeza se inclinó hacia un lado cuando intenté levantarlo.
—Solo dejaré esto aquí —dijo la abuela, colocando la bandeja a los pies de la cama. Mamá lo rechazó con la mano. La abuela se paró a un lado de la cama por unos segundos, esperando que Mamá cambiara de opinión. Se agachó y ajustó las almohadas para hacer que Mamá se sintiera más cómoda, pero Mamá volvió a cerrar los ojos y se apartó de nosotros. La abuela recogió la bandeja y salimos arrastrando los pies.
Esa primera noche, Matthew durmió en su cuna nueva, y yo me metí en la cama grande donde Mamá estaba enterrada hacia la mitad, las sábanas la envolvían como si fuera un burrito. Tiré cuidadosamente de la sábana, tratando de no despertarla. Murmuró mientras dormía y tiró un poco hacia atrás, luego se apartó para dejar espacio para mí. Resopló y cayó en un ligero ronquido.
Me acerqué a la orilla del colchón, lo más lejos que pude estar de Mamá sin caerme de la cama. Veía a la ventana, que se extendía a lo largo de la pared, trazando con mi dedo la luz de la luna que se filtraba por el perímetro de las curvas. Yo no quería que nuestros cuerpos se tocaran, como si sus lágrimas fueran contagiosas.
Me sentía inquieta y el sueño no me llegaba. Me preguntaba qué estaría haciendo Papá en ese momento, si estaba caminando por las habitaciones vacías de nuestra casa, cambiando de opinión y decidiendo venir a California después de todo. Esperaba que lo que le estaba pasando a nuestra familia fuera temporal, pero no entendía qué se había roto, por eso no se me ocurría cómo solucionarlo. Sentí un nuevo remolino en la boca del estómago, pues ahora ya sabía la injusticia de la azarosa mala suerte, que era posible tener una familia un día y perderla al otro. Quería saber por qué me habían elegido para este castigo, y traté de volver sobre mis pasos para señalar lo que había hecho mal para que mi vida fuera afectada de esta manera. Fue sorprendente, pero tuve la sensación de que, al avanzar, tenía que elegir mis palabras y mis pasos con más cuidado, de modo que pudiera hacer mi parte para consolar a mi madre y lentamente, con mucha astucia, recuperar su felicidad. Tenía que ser buena, y paciente, y tal vez mi suerte cambiaría.
Los ronquidos de Mamá y de Matthew se mezclaron en un mismo ritmo, y traté de hacer coincidir mi respiración con la de ellos para relajarme y dormir. Me quedé inmóvil y caí en un trance autoinducido, tarareando «Yellow Submarine» en voz baja hasta que me desvanecí hacia algún lugar dentro de mi cráneo y parpadeé. Durante las próximas semanas, Mamá permaneció en cama.
La abuela probó varias estrategias para animarla y le llevó todo tipo de comidas a la cama, tratando de encontrar algo que pudiera digerir. Pero Mamá rechazó casi todo, aceptaba solo café con azúcar, refrescos enlatados y el ocasional tazón de requesón. La abuela buscó almohadillas calientes para su espalda, compresas frías para la frente y novelas policiacas