El autobús de la miel. Meredith May
si aplastaba a una? ¿No estaría haciendo lo correcto al protegerme?
—¡Me iba a picar! —protesté.
Las cejas del abuelo se levantaron con incredulidad.
—¿Por qué dices eso?
La abeja ahora se golpeaba contra la ventana tratando de escapar. Su zumbido se elevó hasta parecer un grito. Pensé que tal vez deberíamos tener esta conversación en otra habitación, pero al abuelo no le molestó ver un insecto que se volvía loco. Mantuve un ojo en la abeja frenética mientras trataba de responder la pregunta del abuelo.
—Porque las abejas siempre pican.
—Ven aquí —repuso él.
Lo seguí a la cocina, donde buscó en la alacena hasta que encontró un tarro de miel vacío.
—Ve a buscar un pedazo de papel —dijo.
Ansiaba hacer cualquier cosa para volver a tenerlo de buen humor. Corrí hacia la mesa de la abuela y saqué un pedazo de sus elegantes artículos de papelería, y prácticamente hice una reverencia cuando se lo ofrecí.
—Escucha. —Puso la mano detrás de su oreja e inclinó la cabeza hacia el zumbido—. Es muy agudo. Está en apuros. ¿Lo ves?
Seguí el sonido hasta que vi a la abeja deslizarse en un círculo alrededor de la habitación, buscando una salida, hasta que se apoyó en la ventana del comedor que daba a la terraza.
—¡Ahí! —señalé.
El abuelo se arrastró suavemente hacia ella, escondiendo el frasco detrás de su espalda. Cuando estaba exactamente detrás de la abeja, levantó la mano y la aprisionó con un movimiento rápido. Con su mano libre, deslizó el papel entre la ventana y la boca del frasco, formando una tapa temporal. Se apartó, sosteniendo la trampa, y la abeja subió por el cristal, golpeando el interior del frasco con su antena.
—Bueno, ven a abrirme la puerta —ordenó.
Salimos juntos y, en lugar de liberar a la abeja, el abuelo se sentó en el escalón y palmeó el espacio a su lado, indicándome que me sentara por ahí.
—Extiende tu brazo.
Inclinó el frasco como si fuera a soltar a la abeja en mi antebrazo. Aparté mi mano hacia atrás.
—¡Me va a picar! —me quejé.
Suspiró como si convocara toda su paciencia, y luego se volteó hacia mí otra vez.
—Las abejas no te harán daño si tú no les haces daño a ellas.
La mayor parte de mi información sobre las abejas provenía de caricaturas en las que estas siempre viajaban en enjambres sanguinarios y aterrorizaban a todo tipo de personas, coyotes, cerdos y conejos. Le dije esto al abuelo.
—Eso es una fantasía —repuso—. Las abejas no van al ataque. Solo pican para defender su hogar. Saben que si pican morirán, por lo que primero te darán muchas advertencias.
El abuelo tomó mi brazo otra vez, pero lo escondí detrás de mi espalda, aún insegura. La abeja ahora estaba furiosa, golpeando las paredes de su prisión de vidrio. El abuelo dejó el frasco y me habló lenta y cuidadosamente.
—Las abejas pueden hablar, pero no con palabras. Es necesario ver cómo se comportan para entender su idioma. Por ejemplo —dijo levantando un dedo para enumerar argumentos—, si abres una colmena y escuchas un suave sonido de que están masticando, eso significa que las abejas se encuentran ocupadas y felices. Si escuchas un rugido, eso significa que están molestas por algo.
Vi a la abeja alborotarse cada vez más por cada segundo que pasaba.
—Dos —dijo, levantando otro dedo—. Las abejas te pedirán que te alejes de la colmena golpeándote con la cabeza. Es una advertencia educada para alejarte sin tener que picarte.
Comenzaba a entender que el abuelo podía conocer a las abejas de una manera distinta que todos los demás. Pasaba todos los días con ellas, por lo que seguramente podría asegurar lo que pensaban. Pero eso no significaba que quisiera que una abeja se arrastrara sobre mí. Confié en que el abuelo no haría nada para lastimarme, pero no podía decir lo mismo de la abeja atrapada, que, por lo que se veía, ahora estaba totalmente enfadada. Tomó el frasco y me lo trajo. Yo negué.
—No debes tener miedo alrededor de las abejas —dijo—. Ellas pueden percibir el miedo, y eso también las asusta. Pero si estás tranquila, ellas permanecerán tranquilas.
—Todavía estoy asustada —susurré.
—La abeja te tiene más miedo —repuso—. ¿Te imaginas lo aterrador que se siente ser tan pequeño en un mundo tan grande?
Tenía razón, no me gustaría intercambiar lugar con una abeja. Un poco de mi inquietud se derritió al saber que la abeja también estaba asustada. Yo sabía que no la lastimaría, pero la abeja no podía saberlo con certeza. Estiré mi brazo de nuevo, muy suavemente.
—¿Lista?
Asentí mientras veía a la abeja caer de espaldas dentro de la jarra, sus seis patas temblando para encontrar un pie.
—Las abejas son sensibles, así que nada de movimientos bruscos ni de ruidos fuertes, ¿de acuerdo? Siempre debes moverte despacio y en silencio alrededor de las abejas para que se sientan seguras.
Prometí quedarme quieta, un pacto fácil porque me sentía demasiado aterrorizada para moverme. Intenté evocar pensamientos de calma, pero era imposible hacerlo deliberadamente. El abuelo golpeó el frasco en la parte inferior de mi muñeca, y la abeja cayó. Se detuvo mientras contuve la respiración, luego dio unos pocos pasos explorando.
—Cosquillas —le susurré. Así de cerca, pude ver que el cuerpo de una abeja era un milagro de partes entrelazadas en miniatura, como el interior de un reloj. Sus antenas, dos palos en forma de L que giraban en las cuencas de su frente entre sus ojos, buscaron en el aire y tocaron mi piel, me recordaron a una persona sin vista que usa un bastón para obtener una imagen mental de un lugar.
—¿Qué está haciendo?
—Explorándote —respondió el abuelo—. Las antenas de una abeja pueden oler, sentir y probar.
Imagina eso. Tener una parte del cuerpo que sea la nariz, la punta del dedo y la lengua juntas. A medida que la abeja se acostumbraba a mí, yo me acostumbraba a ella. El abuelo tenía razón. Ese pequeño insecto no era mi enemigo. Levanté cuidadosamente mi brazo hasta que pude ver sus ojos, con forma de dos comas negras brillantes en un lado de su cabeza. El miedo dio paso a la fascinación mientras intentaba adivinar de qué estaba compuesta, tan pequeña, tan perfecta.
Las venas entrecruzaban sus brillantes alas. Era peluda, y su abdomen se expandía y contraía con cada respiración. Miré las rayas más de cerca y noté que las bandas anaranjadas tenían pelos pequeños y las negras eran resbaladizas. Sus patas se afilaban como pequeños ganchos, y ahora usaba sus dos pares delanteros para acariciar sus antenas. Limpiándolas o rasguñándolas, supuse.
—¿Qué piensas? —preguntó el abuelo.
—¿Puedo quedármela?
—Me temo que no. Morirá de soledad si la separas de su colmena.
Comenzaba a comprender que las abejas sienten emociones, como las personas, y como las personas que viven en familias donde se sienten seguras y amadas. Pierden su espíritu si no tienen la seguridad como la tienen con sus compañeros de la colmena. Estaba a punto de preguntar si deberíamos devolver esta abeja a su colmena cuando abrió su mandíbula y desplegó una larga lengua roja.
—¡Me va a moder! —grité.
—Shhhh, quédate quieta —susurró el abuelo. La abeja probó mi brazo, se dio cuenta de que no era una flor y metió su lengua. Levantó su abdomen y abanicó sus alas tan rápido que pude sentir una vibración en mi piel.