El autobús de la miel. Meredith May
a la que atrapamos en la casa; su sonido no tenía la urgencia de un grito, estaba más contento y tranquilo, como una persona que canta apaciblemente. Me paré frente a la colmena de la derecha, a unos centímetros de distancia de la entrada para poder verlos. Sentí la mano del abuelo en mi hombro.
—No te quedes ahí —ordenó—. ¿No ves lo que sucede detrás de ti?
Me di la vuelta y vi un atasco de abejas que se agitaban en el aire, reacias a rodearme para meterse en la colmena. Los refuerzos aumentaban con cada segundo.
—Estás en medio de su ruta de vuelo —dijo guiándome hacia un lado de la colmena. En cuanto salí de su camino, el contingente de abejas que esperaban saltó en un cometa de regreso a su lugar. Me arrodillé junto a la colmena, así que estaba a la altura de las abejas. Una por una se marcharon hacia la entrada, limpiaron sus antenas, se agacharon y se lanzaron como un avión de caza.
—¿Qué ves?
—Muchas abejas van y vienen —respondí.
—Mira más de cerca.
Lo hice, y vi lo mismo. Las abejas entraban volando. Las abejas salían volando. Eran tantas que resultaba difícil ver una abeja a la vez. El abuelo sacó un peine del bolsillo trasero y se lo pasó por el cabello con tres deslices practicados, arriba y a los lados, esperando que yo viera lo que se suponía que debía ver. Luego señaló hacia la tabla de aterrizaje.
—¡Amarillo! —anunció.
Todo lo que vi fueron abejas.
—¡Hay anaranjado! ¡Gris! ¡Amarillo otra vez!
Y luego lo vi. Algunas de las abejas que regresaban tenían algo pegado a sus patas traseras. Cada quinta o sexta abeja que regresaba se meneaba con bolas pequeñas como las que se acumulan en tu abrigo favorito; algunas cargas no eran más grandes que la cabeza de un alfiler, otras del tamaño de una lenteja, tan grandes que las abejas se tensaba por el peso.
—¿Qué es?
—Polen. De las flores. El color te dice de qué flores vienen. El bronceado es del almendro. El gris, de las moras. Lo anaranjado, de la amapola. El amarillo, de mostaza, lo más seguro.
—¿Para qué es?
—Para el pan de abeja.
Ahora solo estaba jugando conmigo. Las abejas no pueden hornear pan. Lo único que hacen es miel. Todo el mundo lo sabía.
—¡Abuelo!
—¿Qué? ¿No me crees?
—No.
—Como quieras. Las abejas mezclan el polen con un poco de saliva y néctar y con él alimentan a sus bebés. Pan de abeja.
Tenía sentido, pero era demasiado extraño. Esperé a que se riera de su propia broma, pero mantuvo la seriedad en su rostro. El abuelo dijo la verdad cuando mencionó que era seguro dejar que una abeja caminara sobre mí, así que supongo que él sabía para qué era el polen. Por el momento, jugué a creerle.
—¿Están haciendo pan allí?
—Empujan el polen de sus piernas, lo mastican con néctar y lo almacenan en el panal.
—¿Puedo ver?
—Hoy no. No quiero molestarlas. Están haciendo cera nueva.
En ese momento, la abeja más gorda que había visto salió de la colmena. Era más ancha y más robusta que todas las demás, y su cabeza estaba compuesta casi en su totalidad por dos ojos enormes.
La vi acercarse a varias abejas de tamaño regular y tocar sus antenas contra las de ellas. Cada abeja que tocaba retrocedía y caminaba a su alrededor, como si se irritara por ser golpeada.
—¿Es esa la abeja reina?
El abuelo la recogió y la puso en su palma.
—No. Es un zángano... una abeja bebé. Está pidiendo comida.
Le pregunté al abuelo por qué ella no consiguió comida para sí misma por sus propios medios.
—Los zánganos no desempeñan ningún trabajo. Todas esas abejas que ves con polen son niñas. Los niños no recolectan néctar ni polen para la colmena, no alimentan a los bebés ni producen cera ni miel. Ni siquiera tienen aguijones, por lo que no pueden proteger la colmena.
El abuelo devolvió el zángano a la entrada de la colmena, donde siguió pidiendo limosnas. Finalmente, una de las abejas que regresaban se detuvo y conectó su lengua con él. Le dio de comer néctar, dijo el abuelo.
—Solo tiene un trabajo, pero te lo explicaré cuando seas un poco mayor.
El abuelo había colocado dos troncos cerca de su colmenar, nos sentamos y observamos cómo volaban las abejas como si observáramos el fuego, o el mar, arrullados por todos los movimientos individuales que se combinaban en un solo flujo. Me gustaba interpretar los patrones de su rutina, saber que las abejas no volaban simplemente por sentirse obligadas; lo que hacían tenía cierto orden. Salían a comprar el mandado, pan y néctar. Una colmena puede parecer caótica si no comprendes que las abejas tienen un plan para todo.
Nunca pude haber adivinado que una colmena es un lugar femenino, un castillo con una reina pero sin rey. Todas las abejas obreras al interior son hembras; alrededor de sesenta mil hijas que cuidan a su madre alimentándola, trayendo gotas de agua y dándole calor por la noche. La colonia se marchitaría y moriría sin una reina que pone huevos. Sin embargo, sin que sus hijas la cuidaran, la reina moriría de hambre o de frío.
Su necesidad mutua era lo que las mantenía fuertes.
Cuatro
REGRESO A CASA
1975-Verano
Nuestros abuelos tuvieron la increíble fortuna de vivir a solo unos pasos del Campo Aéreo de Carmel Valley, donde varias veces al mes aterrizaban y despegaban aviones de dos plazas. No era nada más que una pista de aterrizaje de tierra, con un carril y una pista, y sin luces, muros ni seguridad de ningún tipo. No había marcas ni letreros para dirigir a los pilotos y la manga de viento desgarrada no servía. Los pilotos debían llamar por radio a un vecino con vista a la pista y preguntar en qué dirección soplaba el viento.
Tal como nos encontrábamos desarraigados, sin acceso a nuestros juguetes o a nuestros antiguos amigos, Matthew y yo tuvimos que ponernos creativos en nuestra diversión y hacer uso de lo que estuviera disponible. Intentamos construir pirámides con las cartas de póquer de la abuela, pusimos alimentos a las aves y esperamos que vinieran, pero un aeropuerto con aviones reales era una mina de entretenimiento.
Lo único que necesitaba era el rumor de una hélice acercándose, y Matthew soltaba todo lo que tenía en la mano y salía corriendo de la casa para buscarla. Le enloquecían esos aviones, caía en una especie de trance mientras los veía llegar para aterrizar. Corría hacia el abuelo y tiraba de su mano, rogándole que nos llevara al otro lado de la calle para que pudiéramos quedarnos en la pista y sentir que el viento nos invadía mientras el avión bajaba desde los cielos.
Una tarde escuchamos el ruido del motor, pero el abuelo estaba trabajando en Big Sur y no teníamos quién nos acompañara. Ahora que pasábamos mucho tiempo juntos, se estaba formando una solidaridad en ciernes entre nosotros, y algunas veces nuestro compañerismo se convertía en complicidad. Matthew y yo dudamos un poco, volvimos a mirar hacia la casa tranquila, luego nos sonreímos y salimos disparados por la carretera, subiendo por la pequeña pendiente para llegar a la pista de aterrizaje justo cuando el avión daba vueltas por encima.
Esta vez Matthew deseaba acercarse más al avión, así que nos arrastramos al centro de las dos pistas y nos sentamos en el pasto para esperar a que el avión volara sobre nosotros. Corté una flor de mostaza y la comí, como había visto que hacía el abuelo. Le ofrecí un retoño amarillo a Matthew, pero él arrugó la nariz. Podíamos escuchar la hélice que se acercaba