El autobús de la miel. Meredith May

El autobús de la miel - Meredith May


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gritamos con la misma mezcla de alegría y terror para la cual diseñaron las montañas rusas. No puedo imaginar lo que el piloto debió haber pensado cuando vio aparecer a dos niñitos en el último minuto. Lo saludamos, esperando inocentemente que nos viera; tal vez le brincó el corazón.

      Nos sentamos y vimos cómo el avión daba unos pequeños saltos y luego aterrizó. Rodó hacia el final de la pista de aterrizaje, donde se encontraba estacionada una colección de aviones similares, con sus alas encadenadas al suelo.

      Justo en ese momento, el avión, con sus cuchillas aún zumbando, dio una vuelta en U y comenzó a acercarse lentamente hacia nosotros. Estaba en la mitad de la pista cuando el avión se detuvo y el piloto salió y nos gritó algo. No pudimos escuchar las palabras, pero logramos distinguir el inconfundible tono de un adulto que «quisiera hablar» con nosotros. Nos pusimos de pie de un salto y huimos, y antes de que pudiera contar hasta diez, estábamos detrás de nuestra pequeña casa roja, inclinados, respirando agitadamente. Esperaba que el piloto no hubiera visto a qué casa corrimos y me prometí en secreto que nunca volvería a hacer eso.

      Cuando recuperamos el aliento, caminamos de lo más inocen­temente posible hacia la cocina, donde la abuela quemaba algo en el sartén eléctrico. Había renunciado al horno hacía mucho tiempo, in­sistiendo en que el indicador de temperatura tenía un defecto del fabricante que quemaba su comida. El horno se cambió por una mesa para un sartén eléctrico cuadrado que no era más grande que una caja de pizza, y aunque sus groserías habían disminuido considerablemente, todos los desayunos, almuerzos y cenas seguían estando un poco quemados.

      —¿Dónde han estado ustedes dos? —preguntó, dándonos la espalda y frotando furiosamente algo con la espátula. Puse un dedo en mis labios para recordarle a Matthew que no podíamos decirle. Él asintió.

      —En ninguna parte. Afuera —respondí.

      —Bueno, mantente cerca. La cena está casi lista.

      —¡Vimos un avión! —interrumpió Matthew. El niño sencillamente no pudo resistirse. Antes de que la conversación pudiera progresar, rápidamente tomé su mano y lo llevé a la sala de estar, distrayéndolo con una sugerencia de construir un fuerte.

      La abuela tenía uno de esos sofás que parecía tan largo como un Cadillac, tenía dos respaldos rectangulares que, cuando los quitábamos, eran excelentes paredes. Quitamos los cojines de la silla amarilla para usarlos como techo y armamos una cabaña, dejando una mirilla para que pudiéramos sentarnos adentro y ver la televisión. Era como estar en la oscuridad de un cine real. Nos acomodamos para ver el programa favorito de Matthew, ¡Emergencia!, que trataba de dos paramédicos de Los Ángeles que llevan un teléfono del hospital en una caja y rescatan a las víctimas de accidentes, sobre todo resucitándolos con paletas eléctricas.

      —¡La televisión está muy alta! —gritó la abuela desde la cocina.

      Justo entonces un coche explotó en la pantalla a todo volumen.

      Me sentía muy cómoda. No tenía ganas de quitar un muro y gatear hasta el televisor para bajar el volumen.

      —Bájale a la televisión —le dije a Matthew.

      Me ignoró. Últimamente, la adoración que Matthew me tenía parecía menguar. Esto fue perturbador en dos aspectos. Uno, ya no obedecía mis órdenes. El otro día, incluso se negó a dejarme ponerle todos los collares y brazaletes del joyero de Mamá, algo que hacíamos todo el tiempo. Pero peor aún, era lo único que me quedaba de mi familia, y no podía tolerar la idea de que él también me dejara. Traté de no tomarme su independencia emergente de manera personal, después de todo era parte de su crecimiento, pero tenía miedo de que indicara algo más profundo, que un día no me necesitaría. La idea de que Matthew me dejara fue tan aterradora que me volví más cruel al tratar de mantenerlo a raya, para mostrarle que había consecuencias graves por desobedecerme. Entonces, si él no iba a bajar el volumen, tampoco iba a quedarse en la choza. Golpeé el cojín del sofá más cercano a mí y nuestra casa se derrumbó sobre nosotros. Matthew aulló de indignación mientras se alejaba de las ruinas.

      La abuela apareció en la sala de estar, limpiándose las manos con un paño de cocina. Nos lanzó una mirada que anunciaba que estábamos sacándola de quicio. Luego bajó el volumen, y ahí fue cuando escuchamos que alguien llamaba a la puerta principal. No podíamos asegurar cuánto tiempo había pasado el visitante tratando de llamar nuestra atención. Lo más probable es que fuera uno de los clientes de miel del abuelo, cayendo sin previo aviso con un frasco de vidrio vacío en la mano. El abuelo no estaba en casa, por lo que quien fuera tendría que dejar el frasco en la puerta con un cheque o dinero en efectivo, y el abuelo cambiaría el dinero con miel y luego lo devolvería para que pudieran buscarlo más tarde.

      La abuela abrió la puerta, y vi que su espalda se tensó. Entonces gritó el nombre de mi madre por encima del hombro.

      —¡Sal-liiiii!

      Escuché el chirrido de la puerta del dormitorio, y Mamá entró en la sala de estar con un pantalón deportivo y camiseta arrugados, un atuendo que se doblaba como su camisón.

      —No tienes que gritar, Mamá —dijo ella, parpadeando ante la luz de la tarde. Mamá apareció detrás de la abuela, puso un brazo en el marco de la puerta y se inclinó. Luego retrocedió—. David —dijo.

      Oí una voz masculina grave, y se me erizó la piel del cuello.

      ¡Papá!

      La bóveda dentro de mí, donde guardaba todos mis pensamientos secretos sobre Papá, se abrió de golpe, y los fuegos artificiales estallaron por todos los poros. Seis meses de deseos en la tranquila soledad de la noche habían hecho su magia, y ahora todo volvería a ser como antes, tal como sabía que sería.

      Apagué el televisor, y las palabras sedosas de Papá se arremolinaron en la sala de estar, envolviéndome en una tela apretada y jalándome hacia él. Yo sabía que él volvería. Ahora podríamos finalmente ir a casa, Mamá estaría feliz otra vez, y Matthew y yo recuperaríamos nuestras habitaciones. Miré a mi hermano pequeño, y él estaba saltando, con los ojos fijos en la puerta.

      —¡Papá, papi, papi, papi! —cantaba.

      Salté en dirección de la voz de Papá, pero ni Mamá ni la abuela se hicieron a un lado ni abrieron la puerta más de un par de centímetros, así que todo lo que pude ver fueron fragmentos de él: el lado de su zapato de piel, un parche de pelo negro. Miré por una grieta de la puerta y vi nuestro Volvo verde estacionado en el camino de la entrada junto al árbol de eucalipto. «De verdad debe querernos de regreso si condujo hasta aquí», pensé.

      —¿Trajiste mi lavavajillas portátil? —preguntó Mamá—. ¿Los jugue­tes de los niños?

      Tiré de la manga de la abuela, pero ella no respondió. Toqué la espalda de Mamá. Nada.

      Mi padre acababa de cruzar el país en el Volvo de Mamá para devolvérselo, y nadie nos había explicado esto de antemano ni a Matthew ni a mí. Se había quedado a pasar la noche en la casa de su madre en Pacific Grove, y le pidió que lo acompañara a nuestra casa al día siguiente y que se estacionara a pocas calles para que luego pudiera llevarlo de regreso al aeropuerto. Anticipó una posible confrontación en nuestra casa y quiso evitar que su madre la presenciara, así que hicieron un plan para que caminara hasta el pueblo donde había una calle de una cuadra con una tienda de víveres, una peluquería, un banco y un restaurante, y reunirse con ella en el estacionamiento.

      Yo no sabía nada de esto. Cuando Papá apareció de repente en nuestra puerta, supuse que él estaba allí para buscarnos. Miré, aturdida, que la abuela le impidió entrar por la puerta.

      Algo no estaba bien. Papá seguramente sabía que nos encontrábamos en casa, ¿por qué no entraba? ¿Por qué tardaba tanto? ¿Por qué no lo dejaban entrar? La abuela hablaba con oraciones cortas, con el mismo tono de disgusto que había guardado para los malos políticos de los que leía en los periódicos. Oí a Papá murmurar, como si se estuviera disculpando, y el aire se llenó de malicia. Sus voces eran cada vez más


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