El autobús de la miel. Meredith May
tonta. Me había dado cuenta de que Mamá y Papá peleaban y que esto no era una «visita» a California, pero eso no hacía que Papá fuera tan malo y mi Mamá buena. Él era mi Papá, y regresaría. La abuela lo había malinterpretado todo.
El sol se encontraba bajo en el cielo, y el autobús de la miel parecía estar sobre un escenario, iluminado con focos color naranja y amarillo. A través de las ventanas distinguí las siluetas de tres hombres que estaban hacinados en el interior junto al abuelo, que pasaba entre los marcos de panal de abejas entre ellos y que gritaba más fuerte que el ruido de las máquinas que había adentro.
Me arrastré hacia adelante para ver más de cerca. Los hombres se habían quitado las camisas por el calor y las habían atado a la barandilla del techo. No pude escuchar lo que decían, pero me di cuenta de que estaban intercambiando bromas, dándose palmadas en la espalda y doblándose de risa. Los hombres se asemejaban a las figuras de acción, sus pectorales fuertes brillaban por el sudor mientras levantaban cajas de colmenas y apilaban tarros de miel en pirámides imponentes. Estudié cada uno de sus movimientos, incluso cómo sus manzanas de Adán se balanceaban con cada trago de cerveza, y silenciosamente deseé que con un gesto de sus brazos de Popeye me hicieran entrar. Estos eran los amigos de Big Sur con los que había crecido el abuelo, los que le habían enseñado a atar ganado y a bucear con un snorkel entre las conchas iridiscentes de abulón que había encontrado en el patio trasero. Estos eran hombres grandes con manos grandes que le enseñaron al abuelo cómo construir cabañas de troncos de árboles de secuoya, cómo cazar jabalíes, o limpiar deslaves de tierra de la carretera de la costa con equipo pesado. Eran Paul Bunyans vivientes, los hombres de las montañas de Big Sur que se defendían en la naturaleza.
Les di palmadas a las hierbas altas y me hice una pequeña madriguera donde pude sentarme y verlos trabajar. Usaban cuchillos gruesos y pesados ennegrecidos con azúcar quemada para rebanar suavemente el panal sellado con cera, exponiendo por debajo la miel color naranja. Bajaron los panales al enorme extractor y giraron una palanca de izquierda a derecha, utilizando las dos manos y todo el peso de su cuerpo para cambiar su posición. Vi a uno de los hombres tirar de un cordón varias veces y oí cómo el motor de la podadora cobraba vida. El volante comenzó a girar y gimotear, y a medida que se aceleraba, el autobús comenzó a mecerse ligeramente de lado a lado. La bomba se encendió y sacó la miel del fondo del extractor, a través de los tubos elevados, y la dirigió a la cascada en dos corrientes hacia los tanques de contención. No era nada menos que milagroso; como hallar oro.
Me quedé en mi lugar hasta que el sol se ocultó en el horizonte y los grillos salieron a cantar. Los hombres encendieron las luces del autobús y las colgaron de las barandillas para poder seguir trabajando en la noche.
Me sentí atraída hacia el autobús como una polilla hacia la flama, por un anhelo irrepetible que sentía como un dolor físico, un deseo en mi vientre de resguardarme en un espacio cerrado como el de un submarino o un camión. El autobús de la miel parecía estar cálido por dentro, y seguro. Deseaba que los hombres me invitaran a unirme a su club secreto y que me enseñaran a hacer algo hermoso con mis manos. Mi pulso se aceleró cuando los vi trabajar juntos en una armonía de movimientos de baile familiares, pasando panales que goteaban entre ellos y tomando turnos para capturar la miel en frascos de vidrio cuando salía de los surtidores. Podía decir que el autobús los hacía felices, y creía que podía hacer lo mismo por mí.
Me sorprendió una certeza, desde algún lugar profundo dentro de mí, de que algo importante me estaba esperando en el autobús, como la respuesta a una pregunta que aún no había hecho.
Lo único que debía hacer era entrar.
Tres
EL LENGUAJE SECRETO DE LAS ABEJAS
1975-Finales de la primavera
No interrumpí mi curioseo al aire libre. Abría descaradamente los cajones, abría los armarios y me interesé mucho por lo que la abuela y el abuelo escondían dentro de la casa. Como mis abuelos eran ancianos, sus cosas también eran viejas, y yo disfrutaba cazando artefactos raros olvidados en los rincones más lejanos de su historia. Encontré puntas de flecha que el abuelo había desenterrado mientras excavaba tuberías en Big Sur, y dentro del arcón de cedro desempolvé un montón de revistas Life con portadas de Kennedy, Elvis y los primeros astronautas. Las alacenas de la cocina contenían un cementerio de utensilios que la abuela había probado una vez y que más tarde le parecieron ridículos.
Una mañana saqué una licuadora Osterizer de la parte más profunda del gabinete, debajo del fregadero. Coloqué la jarra de vidrio en la base, puse la tapa, presioné uno de los botones y se encendió. Para ser una niña aburrida con pocos juguetes, repentinamente poseía esta máquina de lo más milagrosa y toda una cocina llena de cosas desconcertantes guardadas en tarros de albañil. Abrí la alacena y saqué un frasco que contenía una sustancia verde brillante que parecía gelatina, abrí la tapa y la olfateé: jalea de menta. Eso podría saber bien, a mí me gustaba el chicle de menta y también la jalea con pan tostado, así que tomé una cucharada de la gelatina, se la eché a la licuadora y le agregué leche. Pensando que necesitaba más de dos cosas para hacer un licuado, hice otro escaneo rápido hasta que mis ojos se posaron sobre las cajas de cereales alineadas en la parte superior de la nevera. Arrastré el taburete y bajé las hojuelas de maíz, creyendo que harían mi bebida más espesa. Presioné el botón de la velocidad más alta y lo mezclé hasta dar con una mezcolanza parecida a una pasta de dientes grumosa, la cual vertí en una taza de cerámica y se la llevé al abuelo, quien se encontraba en la mesa del comedor observando a los pájaros picotear las semillas que había espolvoreado sobre la barandilla de la cubierta.
El abuelo comía cualquier cosa. Masticaba galletitas de pollo, dijo que la lengua de la vaca era tan deliciosa que gracias a ella le salía pelo en el pecho, y que devoraba hojas enteras de alcachofa. Incluso había desarrollado una técnica para extraer todos los granos limpios de una mazorca de maíz, usando solo sus dientes inferiores y deslizando la mazorca de un lado a otro por su boca como el cartucho de una máquina de escribir. Le presenté mi licuado. Tomó un trago y luego requirió unos segundos para encontrar un adjetivo.
—¡Refrescante! —dijo para luego acompañarlo con café—. ¿Cómo se llama?
—Mintshake —le contesté.
Él asintió pensativamente y rasgó sus dedos sobre la mesa, como un gourmand pensando en una nota de cata.
—Compartámosla —dijo, deslizando la taza hacia mí.
Fue un desafío, de eso no hay duda. Podía decir que el abuelo estaba tratando de mantenerse serio mientras sujetaba la taza, pero justo cuando estaba a punto de tomar un trago, un zumbido nos distrajo de nuestra confrontación. El abuelo volteó por reflejo hacia el sonido y rastreó algo en el aire. Seguí su mirada hasta que vi lo que pasó: una abeja volaba sobre la mesa del comedor. Suspendida en el aire con sus piernas colgando debajo de su cuerpo, se quedaba en su lugar batiendo sus alas tan rápido que se hacían invisibles. Dejé la taza y me incliné hacia atrás en cámara lenta. La abeja, observando cada uno de mis movimientos, comenzó a acercarse lentamente hacia mí, tendida en arcos lentos de izquierda a derecha, acercándose cada vez más con cada giro.
Mis músculos se tensaron, y deseé que la abeja por favor, por favor, se marchara. Pero se sintió atraída por el olor azucarado de mi taza y estaba decidida a probarla. Cuando estaba a punto de aterrizar en el borde, la golpeé con fuerza.
En respuesta, la abeja emitió un zzztttt estridente, e hizo un ansioso círculo pequeño sobre nuestras cabezas.
El abuelo saltó de su silla y tomó mi antebrazo con tanta fuerza que podía sentirlo presionando mi hueso. Me sobresalté, asustada por la repentina agresividad de su contacto. Nunca se había enfadado conmigo; a Matthew y a mí siempre nos pegaba de mentira cuando la abuela lo obligaba a castigarnos por portarnos mal. Se inclinó hacia mí hasta que casi nos tocamos la nariz y me miró fijamente a los ojos. Sus palabras fueron deliberadas y contundentes, cada una como el toque de una campana de la iglesia.
—Nunca-debes-herir-a-las-abejas.