El autobús de la miel. Meredith May
en el libro de colores que la azafata me había obsequiado. Mamá aún se veía bonita, pero su piel lucía más grisácea bajo la luz del avión. En casa, cuidaba cómo se veía y nunca salía sin cubrirse primero las pecas con una crema beige y ponerse una sombra azul brillante en sus ojos. Me gustaba ver su ritual y todas las herramientas que utilizaba: una secadora para hacer que su cabello corto y rizado se alzara más, cepillos gruesos para poner un polvo rosado en sus mejillas, y esas pinzas que apretaba en sus pestañas para rizarlas. A veces me dejaba elegir su lápiz labial de entre docenas de tubos que tenía en el baño. El toque final era una nube de aerosol maloliente por toda su cabeza, para que su cabello se quedara en su lugar.
—No importa si eres un poco gordita, siempre y cuando tengas una cara bonita —decía, pasando los aros dorados por sus orejas. Nunca salía de casa sin sus gafas de sol de estrella de cine, dos grandes círculos cafés tan grandes como los portavasos.
Mamá tenía algunos rollitos en el abdomen, pero sus piernas eran delgadas, por lo que cubría su forma con vestidos que tenían diseños abigarrados y colores fuertes. Los vestidos le llegaban hasta la rodilla, lo que la hacía lucir como un ramo de flores en dos tallos. Me parecía hermosa. Mi parte favorita al verla vestirse era cuando escogía sus zapatos. Tenía una fila de tacones en una línea perfecta en su armario, con los dedos de los pies hacia adentro, en todos los colores del arcoíris. No me permitía tocar sus cosas, pero admiraba su calzado, me imaginaba de adulta como una dama caminando por la acera hacia mi trabajo. Una vez que se ponía su atuendo, giraba a la izquierda y a la derecha en el espejo y me preguntaba si se veía gorda. Nunca lo pensé, pero ella siempre se veía decepcionada cuando miraba su reflejo.
Al menos una vez al mes se vestía para ir a la mansión Vanderbilt. La imponente «cabaña de verano» de piedra caliza tenía setenta habitaciones y parecía seis casas juntas, ubicada en un acantilado que dominaba el Atlántico. Quedaba a cinco minutos en coche de nuestro apartamento, y entrábamos por las puertas de hierro forjado; el vestido de Mamá crujía suavemente y su perfume Charlie flotaba tras ella, mientras empujaba a Matthew en el cochecito por las topiarias cortadas con precisión científica en triángulos; el camino de grava sonaba bajo los pies. Nunca hicimos el tour, pero teníamos nuestra banca favorita donde Mamá lograba una vista a las ventanas superiores. Mi hermano recogía piedras para que yo las arrojara a las fuentes del jardín mientras ella vigilaba las ventanas, esperando ver a uno de los herederos que, según los informes, vivían en el apartamento del ático.
Mamá se quedaba completamente abstraída durante sus visitas a la mansión, como si se familiarizara con la opulencia para quedar lista cuando la prosperidad viniera por ella. Leía libros con tramas como la de Pigmalión, sobre personas comunes que son sacadas de la oscuridad hacia la grandeza, gravitaba hacia películas sobre el descubrimiento de tesoros ocultos y espectáculos de todo tipo. Mamá era una soñadora sin un plan y, a medida que los años se acumulaban sin transformarla en Cenicienta, se sentía más y más engañada por la grandeza a la que tenía derecho, y cada vez más decepcionada por mi padre, que no se la proporcionaba. Esperó por siempre a que llegara esa vida y cada vez se aturdía más de que no llegara.
El avión dio un pequeño salto al encontrarse con alguna corriente, y eché otra mirada hacia Mamá. Parecía tener sueño, con los ojos abiertos pero sin una expresión tras ellos. Tenía un pañuelo en su regazo y el maquillaje negro corría por sus mejillas, manchadas en los lugares donde había tratado de limpiarlo, por lo que parecían moretones. De vez en cuando soltaba un largo suspiro que hundía su cuerpo, que sonaba como si todo el aire saliera de ella. Le di un golpecito en el brazo, y ella puso su mano sobre la mía distraídamente. Deseaba preguntar por qué Papá no venía con nosotros, pero sabía que no obtendría una respuesta. A pesar de que su cuerpo estaba en el asiento de al lado, su mente se encontraba en otro lugar. Movía la tapa de metal del cenicero incrustado en el descansabrazos (abierto, cerrado, abierto, cerrado) con la esperanza de que el ruido fuera tan irritante que tuviera que hablar, para decirme que lo dejara en paz.
Si tan solo Mamá dijera algo. Quería que ella llorara, que gritara o que lanzara algo para enviarme una señal de que las cosas seguían igual. Pero ella estaba inquietantemente tranquila, y eso me aterraba. Al menos con un arrebato podía decir lo que tenía en mente. El silencio no era su estilo, eso significaba que algo serio sucedía. El miedo goteaba en la parte posterior de mi garganta, un sabor acre como de nueces quemadas.
Traté de mantenerme despierta para observarla, pero finalmente el zumbido del motor dentro de la cabina me arrulló hasta que me dormí. Soñé que había un pequeño depósito en el suelo del avión cerca de mis pies, con una larga palanca que salía de él. Desabroché el cinturón de seguridad de Matthew, lo metí en el agujero y tiré de la palanca. Se levantó un vapor con un susurro, y cuando solté la palanca, Matthew se había convertido en un tótem de cristal azul, del tamaño de una lata de refresco. Estaba atrapado en el cristal, y podía oírlo gritar para que lo dejaran salir. Lo metí en mi bolsillo, prometiéndole que lo convertiría de nuevo en niño, pero por ahora, esta era la mejor manera de mantenerlo a salvo hasta que llegáramos a la casa de la abuela y el abuelo.
Mi intuición me decía que necesitaba proteger a mi hermano pequeño. Durante el vuelo, pude sentir que Mamá se alejaba de nosotros. Sentí que se me escapaba algo que no podía expresar, un cambio tan sutil como el de crecer, que no puede percibirse hasta que ya ha ocurrido. Para cuando aterrizamos, sus ojos se encontraban vacíos y miraban directamente a través de mí. En algún lugar, treinta mil pies por encima del centro de Estados Unidos, ella había renunciado a la maternidad.
Dos
EL AUTOBÚS DE LA MIEL
Al día siguiente-1975
La abuela nos esperaba en el Aeropuerto de la Península de Monterey, con los brazos cruzados, un vestido de lana y una blusa de cuello de tortuga y mangas abultadas. Su peinado leonado lo habían esculpido en un salón, con forma de olas congeladas y protegido por un pañuelo de plástico transparente que ató debajo de la barbilla para resguardar su arreglo de los elementos. Ella era un signo de exclamación de una postura perfecta, sobresalía por encima de la aglomeración de los viajeros menos refinados que besaban a sus parientes en público. Al acercarnos nos examinó a través de sus lentes de ojos de gato, con los labios fruncidos en una línea delgada.
Cuando Mamá la vio, dejó escapar un grito lastimoso y se acercó a darle un abrazo justo cuando la abuela sacó un pañuelo de su manga y se lo tendió para evitar una escena bochornosa. Mamá lo tomó y se quedó allí, sin saber qué hacer. La abuela cuidaba los modales, y una no lloraba en público.
—Sentémonos —susurró la abuela, tomando el codo de Mamá y guiándola hacia la fila de sillas de plástico. Mamá se limpió la nariz y tragó saliva sollozando mientras la abuela hacía ruidos suaves y frotaba su espalda. Me quedé allí torpemente, mirando mientras intentaba no mirar. La abuela nos entregó a Matthew y a mí dos monedas de veinticinco centavos de su monedero y señaló hacia una fila de sillas con pequeños televisores en blanco y negro montados en los descansabrazos. Corrimos con gusto hacia las sillas para ver un programa de televisión mientras Mamá y la abuela sostenían una conversación muy importante. Matthew y yo nos apretamos en una de las sillas, dejamos caer las monedas y giramos el marcador hasta que encontramos una caricatura.
Cuando Mamá y la abuela por fin se levantaron para marcharnos, éramos las últimas personas que quedaban en el área de embarque. La abuela se acercó e instintivamente dejé de encorvarme.
—Tu madre está cansada —dijo, inclinándose para besarme la mejilla. Olía a jabón de lavanda.
Matthew y yo nos subimos a la caja de la camioneta amarillo-mostaza de la abuela, bastante lejos de la abuela y de Mamá para que no pudiéramos escuchar qué decían. Miré por la ventana trasera para examinar cómo se alejaba California. Era febrero, pero extrañamente no había nieve. Condujimos sobre colinas cafés con caballerizas y subimos una pendiente empinada con curvas cerradas, subiendo cada vez más. El auto gimió por el esfuerzo y se me revolvió el estómago al darme cuenta de que nos encontrábamos en la cima de un anillo de montañas, como si estuviéramos