El autobús de la miel. Meredith May

El autobús de la miel - Meredith May


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engancharon un mechón de mi cabello y comenzaron a enrollar un nudo. Sabía que yo no debía repetir nada de lo que se decía en el sofá. Me sentí un poco perversa al escucharlas, pero me gustaba demasiado que me rascara la cabeza como para alejarme.

      Debí haberme quedado dormida bajo el caballo inflable, pues no recordaba cómo me había metido a la cama cuando Mamá abrió la puerta de mi habitación con tanta fuerza que se estrelló contra la pared y me despertó. Abrió los cajones de la cómoda y arrojó pilas de ropa en una maleta blanca con forro naranja satinado. Me senté e intenté enfocar bien, pero ella se movía tan rápido que todo se mantuvo borroso.

      —Cinco minutos —dijo ella, de pie por un segundo—. Voy a buscar a tu hermano. Debes estar vestida para cuando regrese.

      Mamá salió de mi habitación. Afuera estaba oscuro. Mi cuerpo me pesaba como concreto, y no quería salir al frío. Mamá había hecho esto antes. Nos sacudía para despertarnos en medio de la noche, nos apuraba para ponernos pantalones, gorros y guantes para el invierno, y bajaba apresuradamente las escaleras gritando que iba a huir. Papá la dejaba correr por toda la casa empacando hasta que se cansaba, y finalmente la hacía sentarse a su lado en el sofá para hablar. Él tenía una voz baja y suave, y ella era como una televisión con el volumen demasiado fuerte. Desde lo alto de la escalera, escuché hasta que ya no hubo más gritos y oí que sollozaba, la señal de que la discusión había terminado y que era hora de que todos volvieran a dormir.

      Decidí esperar a Mamá esta vez. Cuando reapareció en el marco de mi puerta con Matthew sobre su cadera, todavía estaba sentada como un signo de interrogación en la cama.

      —¿A dónde vamos?

      —Ahora no, Meredith. No estoy de humor.

      Cargando a mi hermano en un brazo, me quitó la pijama y me puso la ropa de día. Mamá me arrastraba hacia la puerta cuando me di la vuelta.

      —¿Puedo traer a Morris?

      Morris era un gato de peluche rosa con falda que mis padres compraron en una farmacia de camino a casa, desde la enfermería del hospital de la Marina, el día que yo nací. Le puse Morris por el gato del comercial de televisión, y era mi tesoro más preciado. Me había vuelto tan dependiente de él, en especial en los últimos días, pues no lograba dormirme sin tenerlo metido bajo el brazo. Mamá asintió para darme permiso, y busqué entre mis sábanas, agarrándolo solo unos segundos antes de que Mamá me sacara de la habitación jalándome de la muñeca.

      Mientras ella me ayudaba a ponerme el abrigo en el pasillo, Papá pasó y sus hombros cayeron derrotados. Abrió la puerta principal y salió al aire frío. Corrí hacia la ventana de la sala y observé cómo encendía el Volvo a la luz del porche. Se quedó sin aliento mientras raspaba el hielo del parabrisas. Lo vi acomodar la maleta en la cajuela y meterse en el asiento del conductor, mientras que Mamá sujetó a Matthew en el asiento del auto y luego volvió a entrar por mí. Sostuve a Morris más cerca de mi pecho, y froté mi barbilla hacia adelante y hacia atrás contra la suave punta de sus orejas rosas.

      —¿A dónde vamos? —pregunté de nuevo, esta vez de manera más suave. Mamá subió el cierre de mi chamarra y me puso las manos en los hombros.

      —A California. A visitar a la abuela y al abuelo.

      Su voz se quebró, pero forzó una sonrisa y me iluminé un poco. El verano pasado, la abuela y el abuelo vinieron de visita y, como eran invitados, no hubo peleas en nuestra casa por toda esa semana. El abuelo y mi Papá me llevaron a la playa y me enseñaron a surfear, dejando que las olas me levantaran y me tiraran dentro de la espuma siseante hasta que me detuve bocabajo en la arena. El abuelo me puso sobre sus hombros y sacó almejas del lodo con los dedos de los pies, enseñándome cómo detectar chorros de agua de donde salían las almejas. Trajimos a casa toda una cubeta y las envolvimos en la cocina para la cena. Tal vez habría almejas en California.

      Dentro del auto, Mamá le dio la espalda a Papá y con el dedo dibujó líneas húmedas en la ventana helada. Matthew se quedó dormido recargando su cabeza en mí, su cabello castaño claro cayó sobre sus ojos y sus pequeños labios rojos emitieron un soplido en lugar de un ronquido de verdad. A diferencia de mí, que vine al mundo gritando, mi hermano llegó, parpadeó dos veces y sonrió. A Mamá le gustaba decir que parecía que yo me había llevado todo el fastidio y no le había dejado nada. Eso era cierto; Matthew tenía el alma tranquila y confiada. Era un niño que se ganaba la bondad de todos. ¿Qué niño de tres años sonreía mientras le quitabas un caramelo de la mano, confiando en que el juego terminaría con cambiárselo por algo mejor? Podía sentir la confianza de Matthew en la humanidad cuando él envolvió mi dedo índice con su mano y caminó hacia mí, seguro de que no lo dejaría caer. Me seguía a todas partes, arrancando palabras de mis oraciones y repitiéndolas como mi propio corista. Fue por ese tipo de cosas que lo amé intensamente, a pesar de que no era un gran conversador. Pero sabía una palabra que me unía a él de por vida. Cada vez que se despertaba de una siesta y me veía entrar a su habitación, se ponía de pie y me alcanzaba con las regordetas manos como estrella de mar.

      —¡Mere-dis! —gritaba.

      Tenía un superseguidor, y su idolatría me daba un profundo sentido de distinción.

      Papá cambió de velocidad con la fuerza de un puñetazo, y yo apoyé las rodillas contra el pecho y me mecí en el asiento trasero, en si­lencio, deseando que alguien hablara. Mamá habló solo una vez en el viaje de noventa minutos al aeropuerto de Boston; le pidió a Papá que se desviara hacia Fall River para detenerse en la casa de un amigo y despedirse rápidamente. Cuando por fin llegamos al estacionamiento del aeropuerto, de pronto todo se movía muy rápido. Las puertas se abrieron y se cerraron de golpe. Los cuatro caminamos en silencio a toda velocidad. Cuando los paneles de cristal de la puerta giratoria dieron vueltas a nuestro alrededor, sentí como si me cayera en un pozo. No entendía lo que sucedía, además de que se trataba de algo grande, y se suponía que no debía preguntar sobre el tema. Me aferré a la mano de Mamá.

      Papá compró nuestros boletos y entregó nuestro maletín a la mujer que se encontraba detrás del mostrador, y vi cómo se deslizaba en una cinta transportadora y desaparecía por una abertura en la pared. Cuando llegamos a la puerta, Papá me llevó a la ventana y señaló el avión que abordaríamos para visitar a la abuela y al abuelo. Relucía a la luz de la mañana, un ave elegante con las alas hacia arriba, y sentí un revoloteo por dentro al imaginarme volar en ella. Bombardeé a Papá con preguntas: ¿qué tan alto volaría el avión?, ¿cómo se mantendría en el aire?, ¿se sentaría junto a mí? Cuando llegó el momento de abordar, Papá se arrodilló y me apretó tan fuerte que lo sentí temblar.

      —Pórtate bien, pequeña —dijo, forzando una sonrisa—. Te amo.

      De pronto se me heló el cuerpo. Sentí que algo me desgarraba el estómago cuando Papá se hundió en una silla del aeropuerto y Mamá me empujó hacia la puerta que nos llevaría al avión. Esto no estaba bien. Se suponía que Papá vendría con nosotros. Mamá me tomó del brazo mientras yo me inclinaba en la dirección opuesta, sin querer dar otro paso sin Papá.

      —Vamos —resopló ella.

      —¿Qué hay de Papá? —pregunté, enterrando mis talones. Pero ella era más fuerte y me obligó a saltar en su dirección mientras luchaba contra su peso.

      —No hagas una escenita.

      Me puse floja. La conversación a mi alrededor se ahogó, como si me encontrara bajo el agua. Me quedé en silencio, sintiéndome arrastrada por el pasillo, y cuando miré hacia atrás para encontrar a Papá, había demasiada gente detrás de mí, bloqueando mi vista. Mi mente se arremolinó cuando dejé que Mamá me guiara por el pasillo hasta un asiento de la ventana, donde presioné la cabeza contra el cristal frío hasta que vi una figura alta de pie con el cabello negro y pantalones a cuadros detrás del cristal de la terminal. Papá lucía como si estuviera en un televisor. Levanté la mano, pero no me vio. No se movió de su lugar cuando el avión se apartó de la puerta. Fijé mis ojos en él hasta que se hizo cada vez más pequeño, hasta que el avión se alejó.

      Durante


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